EL TRIUNFO DEL AMOR Y LA ESTRATEGIA

📖 Capítulo 1 – Bajo el mismo cielo Mateo había nacido en una casa de chapa y barro, en los márgenes de una ciudad que parecía brillar solo para los que vivían en el centro. Desde pequeño aprendió que el hambre no se calmaba llorando, y que las noches de frío se resistían con imaginación. Su madre, doña Rosa, era una mujer fuerte pero cansada, y aunque trabajaba limpiando casas ajenas, apenas alcanzaba para mantenerlo a él y a sus dos hermanitas menores. El barrio donde creció estaba marcado por la pobreza, las calles de tierra que se volvían ríos de barro en cada lluvia, los cables colgados a medias, los chicos descalzos corriendo entre perros flacos. Pero en medio de esa crudeza, Mateo tenía algo que lo diferenciaba: una inteligencia viva, despierta, capaz de ver posibilidades donde otros solo veían ruinas. Desde muy pequeño se fascinaba con los libros que encontraba en la basura. No importaba si estaban rotos, con páginas faltantes o mojados por la lluvia; él los secaba al sol, los cosía con hilo y aguja, y luego los leía una y otra vez. Aprendió a leer mucho antes de lo esperado, casi de manera autodidacta. Su madre no lo podía creer: a los seis años ya recitaba fragmentos de historias que sacaba de aquellas hojas olvidadas. Pero la vida no era fácil. Muchas veces la comida no alcanzaba, y Mateo debía salir con su madre a vender empanadas en la plaza, o a ayudar a un vecino con changas pesadas a cambio de unas monedas. Su cuerpo delgado se endureció pronto con el trabajo, aunque su mente nunca dejó de soñar. Una tarde, cuando tenía apenas nueve años, un maestro de la escuela pública lo vio resolver en segundos un problema matemático que a sus compañeros les resultaba imposible. El hombre lo miró con asombro y le dijo: —Vos tenés un don, Mateo. No lo desperdicies. Aquella frase se le grabó en la piel como un tatuaje invisible. Él sabía que la vida lo había hecho pobre, pero se prometió a sí mismo que nunca dejaría que la ignorancia lo condenara. --- Los años pasaron, y con ellos vinieron pruebas aún más duras. Su padre, un hombre marcado por el alcohol y las frustraciones, terminó abandonándolos. Desde entonces, Mateo asumió un rol mayor: no solo era hijo, también se volvió protector de sus hermanas y un apoyo silencioso para su madre. Su rutina era agotadora: escuela por la mañana, trabajo por la tarde, estudio hasta que las velas se consumían. No había electricidad estable en la casa, así que muchas noches iluminaba sus cuadernos con una vela o con una linterna vieja que funcionaba a medias. Los vecinos decían que era un “pibe raro”: mientras otros se perdían en la esquina, entre la cerveza y las malas juntas, Mateo prefería encerrarse a leer o a pensar en inventos. Tenía cuadernos repletos de dibujos de máquinas, ideas de negocios, frases que copiaba de los libros que encontraba. —Un día voy a salir de acá —le decía a su madre, con una determinación que brillaba en sus ojos negros—. Te voy a comprar una casa grande, con patio, y mis hermanas van a tener todo lo que quieran. Ella sonreía, aunque por dentro dudaba. No porque no creyera en su hijo, sino porque la vida le había enseñado que los pobres rara vez salían del pozo. Sin embargo, se aferraba a esa esperanza como quien se aferra a un rayo de luz en medio de la tormenta. --- Un recuerdo marcaría para siempre a Mateo. Tenía catorce años cuando, al salir de la escuela, vio un auto de lujo estacionado frente a una cafetería del centro. Era un coche n***o, brillante, con detalles cromados que reflejaban el sol como espejos. Nunca había estado tan cerca de algo así. Se detuvo a mirarlo fascinado, como si estuviera frente a una nave espacial. Entonces, de la cafetería salió una mujer elegante, con un vestido claro y un andar firme. Su rostro era delicado, pero sus ojos transmitían algo más profundo: una mezcla de tristeza y fortaleza. Mateo no lo sabía, pero esa mujer se llamaba Isabella Montero, y pertenecía a una de las familias más ricas del país. Ella lo miró por un instante, como sorprendida de que un chico flaco y con uniforme gastado la observara con tanta intensidad. No dijo nada, solo subió al auto y se marchó. Pero ese cruce fugaz quedó grabado en la memoria de Mateo. No por un sentimiento romántico —era apenas un adolescente y ella una mujer adulta—, sino porque en ese momento entendió que existían dos mundos distintos: el suyo, de carencias, y el de ellos, de lujo. Y juró, en silencio, que algún día estaría lo suficientemente preparado para cruzar esa frontera invisible. --- Con el tiempo, Mateo se convirtió en un joven trabajador. No pudo ir a la universidad de inmediato, aunque tenía las mejores calificaciones. La falta de dinero lo obligó a aceptar cualquier empleo que apareciera: albañil, mozo, ayudante de mecánico. Aun así, nunca dejó de estudiar por su cuenta. Se inscribía en cursos gratuitos, devoraba libros de la biblioteca pública y aprendía todo lo que podía sobre negocios, tecnología y finanzas. Sus amigos lo apodaban “el soñador”, a veces con cariño y a veces con burla. Él no se ofendía. Sabía que soñar era el primer paso para cambiar la realidad. Lo que Mateo no imaginaba era que, años más tarde, el destino volvería a cruzar su camino con el de aquella mujer de ojos tristes que había visto frente a una cafetería. Y que en ese reencuentro, los dos descubrirían que la vida tenía reservada para ellos una historia tan peligrosa como apasionante. Porque Isabella, a pesar de su riqueza, vivía encerrada en una jaula de oro: casada con un hombre poderoso, pero violento, que había convertido su vida en una prisión de silencios y sufrimiento. Y sería Mateo, el joven pobre e inteligente, quien se convertiría en la chispa que encendería la rebelión contra esas cadenas invisibles.