El aire se espesa de pronto, como si cada molécula estuviera cargada de electricidad y amenaza. El autobús entero parece contener el aliento. Algo ha cambiado. Lo siento en la piel. Levanto la mirada hacia el espejo retrovisor, y ahí está.
Alastor.
Sus facciones ya no son las de un conductor común. Su rostro ha mutado, o quizás siempre fue así y yo no lo quise ver. Una sonrisa torcida se estira en su rostro con una lentitud antinatural, como si disfrutara cada segundo de mi desconcierto. Sus ojos —si es que aún pueden llamarse así— brillan como carbones encendidos, y su mirada atraviesa el vidrio y la distancia como una daga directa al centro de mi miedo. No hay duda: se alimenta de mi incomodidad.
Su risa estalla, baja y quebrada, resonando en las paredes metálicas del vehículo como si
