Una de las puertas del corredor se abrió sin previo aviso. El sonido apenas fue un susurro en el silencio denso de la casa, pero bastó para que todo mi cuerpo se tensara como una cuerda demasiado estirada. Oigo pasos. Lentos, arrastrados, acercándose con una calma escalofriante. No me detengo a pensar. No espero ver de quién se trata. Con todo el fastidio, el hartazgo y la rabia acumulada que llevo encarnados en el alma, me giro de golpe y suelto una patada con furia pura. Sin medir, sin mirar, sin pensar. Mi pie impacta de lleno contra algo o alguien. Un quejido se me escapa antes de que pueda entender qué hice. Cuando finalmente giro la cabeza y enfoco la vista, lo veo. Azaquiel. Mi hermano menor. Ahí está, en el suelo, arrodillado y con una expresión que combina sorpresa, dolor... y

