El llanto que por días había sido negado finalmente encuentra salida, y se precipita con una fuerza que apenas puedo contener. No es un simple desahogo: es una liberación antigua, acumulada desde esa semana infernal que comenzó con la muerte de mi padre y terminó... bueno, ni siquiera sé si ha terminado todo este desastre. Pero al menos ahora lloro. Por fin. Por todo. Fátima, serena como una figura sacada de otro tiempo, introduce la mano en el cojín a su lado, como si supiera exactamente lo que necesitaba mostrarme. Saca de él una fotografía vieja, curtida por los años, y me la ofrece con una especie de cuidado reverente. La tomo con dedos temblorosos y, al verla, el mundo parece detenerse un instante. Una familia numerosa aparece allí, congelada en el tiempo sobre el porche de una casa

