Capítulo 2-2

2260 Words
Riley tomó una profunda y relajante bocanada de aire para aliviar sus nervios y prepararse para conocer a sus cinco nuevos «compañeros». Por dentro estaba temblando como una hoja, pero hacía muchísimo tiempo que había aprendido que no debía dejar que se le notase. Volvió a ponerse las manos sobre las caderas, volvió a respirar profundamente, y se echó la pesada melena rubia sobre el hombro antes de girarse para volver a enfrentarse a los cinco machos. Era una mujer alta con su metro setenta y siete, y cuando a eso se le añadía que en los días buenos vestía una talla 43 y una copa de sujetador E, parecía Xena llena de esteroides. Hacía mucho tiempo que había aprendido a vivir con su estatura de huesos grandes. Tampoco es que le hubiese quedado mucha opción teniendo en cuenta que, entre los cuatro y los dieciocho años, siempre les había sacado varias cabezas a todas las personas que había conocido. Había llegado a la pubertad muy rápido y había tenido que sobrevivir a todas las bromas sobre guerreras amazonas y gigantes que todas las chicas sensibles hubieran tenido que soportar. Pero esas chicas sensibles no habían sido criadas por la abuela Pearl. La abuela Pearl le había enseñado cómo darle un buen puñetazo a cualquiera que se riera de su nariz y, cuando la cuarta asistenta social de la escuela había amenazado a Pearl con que los servicios sociales se llevarían a Riley y Tina, había pasado a enseñarle cómo usar las palabras como arma. A Riley las palabras se le habían dado mucho mejor que otras maneras más físicas de vengarse. A lo largo de los años, había tenido muchas ocasiones de perfeccionar su talento, como lo llamaba su abuela. Riley soltó el aire que había estado reteniendo y les sonrió de oreja a oreja a los cinco machos alienígenas que la miraban fijamente. ―Bueno, chicos, parece que la tita Riley va a tener que imponer ciertas normas mientras estemos juntos ―dijo, mirándolos atentamente de uno en uno para evaluar cómo iba a manejarlos. El alienígena número uno debía medir alrededor de un metro de alto, tenía dos cabezas y parecía una mezcla entre un lagarto y ET. Era mono a su manera, y cada cabeza tenía unos ojos grandes y negros que se movían nerviosos entre ella y el resto de los machos. Tenía una coloración verde oscura con zonas tostadas, negras y rojas que dibujaban largas líneas por todo su cuerpo, e iba vestido con un pequeño chaleco de cuero y pantalones de tela escocesa con botas de tamaño infantil a juego. Debió de decidir que Riley suponía una amenaza menor que el resto de los machos, porque emitió un graznido débil y se escabullo hacia una de las esquinas de la habitación. Riley decidió que tenía pinta de llamarse Fred. Desvió la vista hacia la siguiente criatura alienígena. Este, y asumía que debía usar pronombres masculinos, puesto que el Bicho Palo se había referido a él de ese modo, medía casi dos metros y medio, alzándose por encima de todos los demás, incluidos los otros tres hombres que había de pie junto a él, pero no resultaba precisamente atemorizador. A Riley le recordaba a la enorme masa de gelatina que salía en la película Monstruos contra alienígenas. Era verde en lugar de azul, pero su cuerpo poco firme le decía que debía llamarse Bob. Hasta dejaba un rastro de líquido claro a su paso, uno que Riley esperaba que no fuese radioactivo ni nada parecido. Parecía estar usando alguna especie de túnica para cubrir la mayor parte de su cuerpo, y Riley ni siquiera quería pensar en lo que podría haber debajo. Pero eran sus ojos los que le transmitieron que no iba a hacerle daño; eran grandes, redondos y del color de las chuches de melocotón, con unas pequeñas pupilas negras en el centro. Bob emitía un pequeño sonido zumbante que se le antojó señal de lo aterrado que estaba, aunque Riley no sabía muy bien de qué tenía tanto miedo. En su opinión, por ahora las cosas iban bastante bien teniendo en cuenta que la habían secuestrado unos alienígenas. Al menos el señor Papi y el Mini Mierda seguían en Nuevo México y no podían encontrarla. Por fin se centró en los últimos tres hombres. Tuvo la impresión de que iba a necesitar un abanico antiguo de esos que usaban las mujeres en las películas para refrescarse, porque la temperatura había empezado a subir nada más posar los ojos en ellos. ¡El primero estaba buenísimo! Tenía el cabello largo y recogido en la nuca, todo él de un rubio dorado con mechones de distintos tonos. Tenía un patrón en el pecho y el brazo izquierdo que parecían manchas, e iba vestido con un chaleco n***o, pantalones negros y botas negras, un conjunto que resaltaba mucho en contraste con su piel. Sus ojos, de un tono entre dorado oscuro y castaño, permanecieron fijos en ella mientras lo evaluaba. Parecía sentir más curiosidad hacia Riley que «interés», y esta se sintió agradecida. Tenía el presentimiento de que su boca y su técnica de atizar a la gente en la nariz no lo detendrían durante mucho tiempo si decidía clavarle esos dientes tan afilados. El alienígena número cuatro era igual de alto que el tercero. Riley se imaginó que, basándose en su propia altura, seguramente debía medir alrededor de metro noventa y cinco o así. Debería haber sido agradable encontrar por fin a algunos hombres que la obligasen a levantar la cabeza para mirarlos, ¡pero eran alienígenas! El número cuatro la miraba con la misma curiosidad que el tercero, aunque su cabello era de un rojizo castaño y tenía la piel más bronceada. Tenía el pelo corto y los mechones pasaban del rojizo oscuro al castaño, y sus ojos estaban entre el verde claro y el marrón y contenían motas de verde oscuro. Iba vestido del mismo modo que el otro hombre; Riley asumió que debía tratarse de un uniforme de algún tipo. Se parecía a los conjuntos moteros que se ponían los tíos de su pueblo los domingos tras dejar los trajes de tres piezas en el armario durante el fin de semana, pero tenía la sensación de que los hombres que tenía delante vestían así todo el tiempo. No era precisamente un disfraz con el que parecer belicoso un día. No; a juzgar por los músculos de aquellos hombres, Riley creía que eran belicosos todo el tiempo. Su impresión se vio reafirmada cuando por fin miró al alienígena número cinco, algo que había estado evitando con la esperanza de que, de algún modo, aquel hombre resultase menos intenso que la primera vez que lo había visto de pie en la plataforma de la sala de las «elecciones». Si antes ya había pensado que estaba para mojar de pan desde lejos, ¡de cerca estaba como un tren! Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no extender la mano y tocarlo para comprobar si de verdad le quemaría los dedos de lo ardiente que parecía. Por suerte, las maravillosas lecciones de la abuela Pearl la salvaron de aquel comportamiento tan impulsivo. Pearl se había encargado de grabarles a conciencia en la cabeza a ella y a Tina que no debían jugar con fuego, ¡jamás! Les había explicado que el fuego adoptaba muchas formas distintas, y la mayoría de ellas tenían dos piernas, un m*****o que colgaba entre ellas y un cerebro nulo. Riley siempre había creído que su abuela era así porque tanto ella como su hija, la madre de Riley y Tina, habían sido abandonadas por los amores de sus vidas tras quedarse embarazadas, y habían tenido que arreglárselas solas. Y no le llevó mucho comprender que aquello también les pasaba a otras personas. Pearl les había señalado a ambas lo a menudo que sus amigas o las demás chicas del barrio ignoraban las señales y, una a una, Riley vio cómo dichas chicas se enamoraban del «chico malo» y acababan solas, a menudo con un bebé en brazos, tras el primer avistamiento de otra cara bonita en el barrio. Riley había tenido doce años cuando había decidido que nunca sería una de aquellas chicas, aunque claro, aquella fue la época en la que el viejo pervertido dueño de la tienda de comestibles le hizo una proposición indecente. No, se aseguraría de que le pusieran un anillo en el dedo antes de acceder a nada; no se quedaría atrapada cuidando a solas de un crío como le había pasado a su abuela y como le habría pasado a su madre si esta no se hubiese marchado. Por lo que a ella concernía, cualquier hombre que estuviese interesado tendría que aceptarlo o darse media vuelta. «En cierto sentido resulta gracioso», pensó. «Eso es lo único en lo que Tina y yo llegamos a estar de acuerdo sin pasar primero por un concurso de gritos». Volvió a centrarse en el gigantesco hombre que la fulminaba con la mirada. «El alienígena número cinco no solo parece todo un chico malo, sino que debe de dominar un mercado internacional», reflexionó antes de que se le escapase una risita. «O más bien un mercado intergaláctico», se corrigió a sí misma en silencio, viendo cómo el rostro del hombre se ensombrecía ante su risa. El susodicho era igual de alto que los otros dos, pero por alguna razón parecía alzarse por encima de ellos. Fuese como fuese, seguía sacándole unos veinte centímetros a Riley, y llevaba el cabello n***o corto casi al estilo militar. La parte superior de su pecho era visible a través del mismo chaleco n***o que llevaban los otros dos hombres. Tenía manchas oscuras por todo el torso parecidas a las manchas de los leopardos, aunque Riley nunca había visto a un leopardo en carne y hueso. Dejó que su mirada descendiese por el cuerpo de aquella ricura, apreciando lo ajustados que eran los… Riley abrió mucho los ojos al ver el bulto más que distintivo en la parte delantera de los pantalones y alzó la vista hacia la del hombre, sorprendida e intentando recuperar el aliento. «Alguien está muy salido», pensó consternada, mirando fijamente aquellos ojos ardientes e intensos de un color ámbar oscuro. ―Vale ―dijo Riley mientras se frotaba las manos―. Primera norma: ese es vuestro lado de la cueva y este es el mío. Quedaos en vuestro lado, y seguiréis de una pieza. Acercaos a mi lado, y os cortaré la polla y os la haré comer de desayuno ―continuó con una pequeña sonrisa y arqueando las cejas―. El baño me pertenece durante exactamente treinta minutos todas las mañanas, y una hora todas las noches, y no quiero compañía ―añadió, girándose y acercándose a donde habían dejado su maleta junto a la cama. Se inclinó para abrir uno de los bolsillos laterales, y un gruñido bajo y grave a su espalda le hizo buscar a toda prisa el objeto que había esperado poder recuperar desde el mismo momento en que la habían secuestrado. Cerró la mano alrededor del pequeño dispositivo cubierto de cuero con un suspiro de alivio, y se giró justo a tiempo de ver cómo aquel hombre enorme daba un paso en la dirección en la que había estado inclinada. Riley alzó la mirada hacia aquellos ojos brillantes y maldijo para sí; parecía que iba a tener que demostrar que iba en serio. ―Vuelve a tu lado de la habitación, ¡ahora! ―gruñó, aferrando el pequeño dispositivo―. ¡Quieto! Alien malo. ¡Tienes prohibido entrar en este lado de la habitación! ―dijo con fiereza, señalando con el dedo el lado en el que estaban el resto de los hombres. ―¡Eres mía! ―rugió el infractor, avanzando otro paso hacia ella con aire amenazador―. Te reclamo. El mal carácter de Riley hizo acto de aparición ante aquella afirmación tan indignante. ―Último aviso. Mueve el culo hacia tu lado de la habitación, o te haré hacerlo ―escupió en respuesta, enderezándose para aprovechar toda su altura. Vox sonrió de oreja a oreja, mostrando los dientes blancos y afilados. ―Me gustaría ver cómo lo intentas ―se burló, dando otro paso hacia ella hasta quedar a tan solo un gesto de distancia de la mujer que sabía que era su compañera. Riley sonrió y una chispa de diversión y travesura se reflejó en sus ojos cuando alzó la vista hacia el gigantesco hombre que tenía delante. ―Oh, cariño, de verdad que no deberías haber dicho eso ―contestó un segundo antes de presionar el dispositivo que sostenía contra el pecho del desconocido y apretar el botón del pequeño Taser. Vox se quedó con los ojos como platos durante un instante antes de soltar una maldición al sentir cómo se le sacudía el cuerpo. El pecho le ardió cuando la descarga explosiva lo lanzó hacia atrás, derribándolo sobre el duro suelo de piedra, y su cuerpo se estremeció cuando sus músculos reaccionaron a la poderosa oleada de electricidad que acababa de recibir. Apretó los dientes con fuerza, luchando contra aquel efecto tan doloroso, pero era inútil; no tenía el más mínimo control sobre sus músculos. Aquello era diez veces más doloroso que las descargas provocadas por el collar o por los golpes que le habían propinado los Antrox con sus bastones eléctricos. Se obligó a seguir a la mujer con la mirada cuando esta apoyó las manos en las caderas y se echó el pelo hacia atrás, fulminando con la mirada a los hombres que le gruñían. Tor y Lodar bramaron de ira, cogiendo a Vox por los brazos y tirando de él para alejarlo de la mujer mientras ella permanecía de pie junto a la cama, siseándoles y chasqueando los dientes. Vox la miró a los ojos y vio un breve destello de miedo antes de que pudiese ocultarlo.
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