Vox estaba tumbado de lado, mirando fijamente la cama que había al otro lado de la habitación. Su felino no dejaba de clavarle las garras para que fuese a buscar a su compañera; podía sentir cómo aquellas malditas cosas le destrozaban las entrañas, casi como si la bestia se divirtiese reduciéndolo a cachitos.
«¡Quieres darme un descanso!», siseó molesto. «No puedo pensar cuando me revuelves las tripas como si fuesen un poste para afilarte las garras».
«Quiero a mi compañera», contestó su felino con un gruñido bajo. «¡Deberías protegerla mejor!».
«¡Te recuerdo que has sido tú el que se ha puesto remilgado cuando Tor ha mencionado lo de beber la leche de Riley!», se defendió Vox, negándose a admitir el papel que había interpretado su propio deseo en la decisión de hacer trizas a su amigo
