—Vaya, soy una chica candente —se dijo a su reflejo, guiñándole un ojo con una confianza despreocupada.
Su actitud era tan peculiar y llena de vida que Carlos sintió una oleada de cariño invadirlo y no pudo evitar sonreír ante sus muecas. Sin embargo, esa sonrisa se congeló y luego se desvaneció por completo cuando su mirada se posó en el cepillo de dientes morado que descansaba en el lavabo. Un peso frío se instaló en su pecho. Mara. Tengo que llamarla, pensó, con un nudo de frustración y culpa apretándole el estómago.
—¿Todo bien? —preguntó Yoko, su voz cargada de una preocupación genuina. Su rostro ahora mostraba una mueca de tristeza, con los ojos arqueados hacia abajo como un cachorro abandonado.
—Sí, sí, todo bien —respondió él, con una rapidez que delataba su turbación—. Te… te recomiendo que te bañes y después subas a descansar.
Carlos dejó a la chica en el baño y cerró la puerta tras de sí. Una urgencia repentina lo dominó. Buscó su celular de forma frenética, revolviendo la habitación hasta que lo encontró en el cajón de su mesa de noche. Roto. Inservible.
—Maldición, es verdad —masculló, el recuerdo de cómo había destrozado el aparato en un arranque de furia regresando a él con claridad.
La frustración lo embargó. Cambiándose de ropa a toda prisa y sin permitirse pensar en las consecuencias, salió disparado de la casa con un solo rumbo: la casa de Mara.
Decidió moverse como un fantasma entre la multitud. Eran las 4 de la tarde y se fundió con el paisaje urbano: subió a una combi abarrotada, usó su tarjeta en la línea del Metro en Indios Verdes y se dejó arrastrar por la corriente humana, empujando para entrar a un vagón como cualquier otro pasajero anónimo. Transbordó en las estaciones necesarias, su mente en blanco, solo concentrado en el destino final: Metro La Normal.
Al emerger del subterráneo, caminó con paso firme y decidido, cada zancada acortando la distancia que lo separaba de su amiga. Pero justo cuando doblaba la esquina que daba a la calle de Mara, sus pies se plantaron en el suelo.
Todavía debe estar molesta, se dijo en un susurro, sintiendo cómo el corazón se le aceleraba. ¿Qué demonios le voy a decir?
Se reprochó a sí mismo y se recargó contra la pared de la esquina, buscando en la rugosidad del concreto un punto de apoyo para sus pensamientos en conflicto.
—¿Es por tu novia? —una voz etérea y familiar cortó la quietud del atardecer.
Carlos ni siquiera se inmutó. —¿Me has estado siguiendo? —cuestionó, con un dejo de fastidio en la voz.
—Es verdad, tienes una novia —Devi atravesó la pared como si fuera humo, colocando su cabeza flotante a la altura de la de Carlos—. Creí que teníamos algo especial —la chica fantasma lucía genuinamente desconsolada, sus grandes ojos brillaban con una tristeza líquida.
—Vamos, Devi —respondió Carlos, con un suspiro cargado de exasperación—. No creo que tengamos algo. Tú misma lo admitiste.
Los ojos de la chica se inundaron de lágrimas fantasmales. —¡Es que la otra yo es una mentirosa! A mí sí me gustas —sus gestos, su tono, todo en ella parecía auténtico y vulnerable. Pero para Carlos, por más que lo intentara, Devi siempre sería, a sus ojos, una niña.
—Lo lamento, pero… —comenzó a decir, con una frialdad que no sentía del todo.
Algo en su tono, en esas palabras de rechazo, hizo saltar un resorte en la chica. Devi emergió por completo de la pared, plantándose con firmeza en la banqueta. Su forma comenzó a brillar con una luz cegadora y, en un instante, la niña fantasmal se transformó en un centelleo blanco que se expandió y recombinó.
Y allí estaba Debbie, con un atuendo más casual que su riguroso traje, aclarándose la garganta con visible incomodidad.
—Lo lamento yo —dijo, con un rubor que teñía sus mejillas—. Es que a mis trece años no controlaba mis celos. Era muy infantil.
—¿Celos? —preguntó Carlos, arqueando una ceja con incredulidad.
Debbie puso una mueca de disgusto, como si hubiera probado algo amargo. —Tú también tienes problemas infantiles —le espetó, con la franqueza mordaz de quien ha superado esas etapas.
Carlos giró los ojos al cielo, un gesto que Debbie captó de inmediato.
—Y bien, ¿qué se supone que estamos haciendo aquí? —preguntó la chica con un desinterés estudiado.
—¿Estamos? —replicó él, cruzando los brazos—. Yo estoy aquí por una cuestión personal. Tú, en cambio, con tu forma infantil, me estabas siguiendo. ¿Por qué? ¿Es que no puedes controlarte?
—¡Estaba preocupada por ti, idiota! —explotó ella, su compostura perfecta agrietándose por un instante—. Te fuiste así de la casa y no supe si estabas bien o si ibas a hacer alguna de tus estupideces. Lo de Pípila te afectó tanto que me asusté. Intenté seguirte, pero cuando me transformé y no te encontré por ningún lado, decidí irme, a mis trece años perdia muy rápido el interés. Hoy, al terminar de trabajar, vine a verte y te vi correr como un poseso. Cuando comprobé que estabas ileso, mi idea era marcharme, pero… a los trece yo era terriblemente curiosa y me encantaba jugar a la detective. Así que te seguí. Hasta este lugar, donde, al parecer, los celos irracionales de una niña de trece años me ganaron la partida. ¿Ok? ¿Estás satisfecho con la explicación?
La que hablaba era ella, la mujer de 17 años que parecía de 18, no la adolescente que aparentaba 13. Esta vez, los sentimientos la habían desbordado, y no podría culpar a su yo más joven.
—Oye, tranquila —dijo Carlos, sintiendo el peso de la culpa al ver cómo había estallado. Quizás no debió ser tan grosero, pero en su defensa, pensó que ella, con su aire de madurez, aguantaría más—. Mira, mejor vayamos a la casa del barranco —sugirió, y con un gesto casi tímido, la abrazó, posando una mano ligera sobre su hombro—. Sucedieron cosas y… necesito tu ayuda con unas decisiones.
—Solo intentas cambiar de tema —murmuró Debbie, haciendo un puchero que delataba su vergüenza.
—Claro que sí —admitió Carlos con suavidad—. No quiero insistir en algo que te avergüenza.
En ese preciso instante, mientras se alejaban de la calle de Mara, la propia Mara apareció caminando en dirección a ellos. Carlos soltó a Debbie como si quemara, pero ya era demasiado tarde. Mara los había visto desde la distancia, y cada paso que daba hacia ellos resonaba como un martillazo en el pecho de Carlos.
—Mara —logró decir él con un hilo de voz, después de que el aire escapara de sus pulmones por la sorpresa—. Justo estaba…
—Sí, lo vi —lo interrumpió ella, sin apartar la mirada de Debbie. Las facciones delicadas y marcadamente femeninas de la inglesa eran de esas que podían sembrar inseguridad en cualquier chica—. “Qué acto tan digno de Otelo: mostrar su nuevo amor, no para amar, sino para matar lo que queda del anterior.”
—¿Qué? No, no es lo que piensas —balbuceó Carlos, el nerviosismo anudándole la lengua—. Ella, ella es una vieja amiga. ¡Yo quería verte a ti!
Mara intentó pasar de largo, pero Carlos la tomó del brazo con suavidad.
—Tranquilo —dijo ella, y en sus ojos ya brillaba el llanto—. Lo supe cuando te vi huir de mí. No lo valgo. Jamás… —Su voz se quebró por completo, convirtiéndose en un susurro ahogado—. Jamás fui digna.
Soltó el brazo de Carlos y salió corriendo. Él no la siguió. Permaneció clavado en el suelo, sintiendo cómo una parte de él se desgarraba y huía con ella.
—Ve tras ella —le recomendó Debbie, con urgencia en la voz.
Carlos solo contempló, con una mirada vacía y dolorida, cómo Mara doblaba la esquina y desaparecía de su vida, quizás para siempre.
—No —respondió él, llevándose una mano al pecho, donde el dolor era físico, una losa fría y pesada—. No, hay cosas más importantes.
Dio media vuelta y comenzó a caminar con paso mecánico hacia el metro, con Debbie siguiéndolo en un silencio respetuoso.
Durante todo el trayecto, Carlos no pronunció una palabra más allá de las estrictamente necesarias para pagar un pasaje o indicar una dirección. El silencio a su alrededor era espeso, cargado de un dolor que no se atrevía a nombrar. Al llegar a la puerta de la casa del barranco, la abrió y, por cortesía, dejó pasar primero a Debbie antes de entrar él, con los hombros caídos.
Gina se acercó a Carlos de inmediato.
—Oye —dijo la chica alta—, lo siento, pero… alguien vino a la casa.
—Genial, otro visitante —comentó Carlos con un sarcasmo que no lograba ocultar su amargura—. ¿Y quién es esta vez? Espero que sea un chico, este lugar ya no aguanta más mujeres.
Gina miró a Debbie, confundida por la actitud inusual de Carlos.
—Bueno, pues era una chica. Se llama Mara y dijo que le llamaras.
Las palabras fueron un puñetazo. Carlos se golpeó la frente con la palma de la mano, con un gesto de auténtica desesperación. De haberme quedado, pensó, atormentado, la habría visto, habríamos hablado y quizás... quizás le habría contado todo.
—Llámala —sugirió Debbie, con suavidad.
—Sí, verdad, eso sería una idea brillante —respondió él, con una risa amarga y exaltada—. Pero destruí mi teléfono. Como el imbécil que soy.
—Toma, usa el mío —ofreció Debbie, entregándole su celular de alta gama.
Carlos sostuvo el dispositivo como si fuera un salvavidas. Por un momento, una esperanza frágil y temblorosa floreció en su pecho. Una oportunidad. Pero esa chispa se congeló y se apagó cuando intentó marcar y se dio cuenta de la cruel ironía: no recordaba el número.
—No lo recuerdo —confesó, con una voz que de pronto sonó plana y vacía—. Ella… ella metió su número en mi celular, y nunca lo revisé.
Se dio un golpe más fuerte en la frente, y luego comenzó a reír. Una risa áspera, cargada de rabia y desesperación, que hizo que las demás chicas se estremecieran.
—Es el destino —concluyó, mientras la risa se apagaba—. Es el maldito destino. Ella y yo jamás… jamás debimos estar juntos.
Entonces, alguien lo abrazó. Era Yoko, quien, al escuchar el bullicio y ver a Carlos tan agitado, no dudó en acercarse y envolverlo en un abrazo sincero.
—No sufras —murmuró Yoko, acariciando su cabeza mientras sus propias lágrimas comenzaban a caer—. No quiero que sufras.
Debbie, a pesar de su sorpresa ante la nueva integrante, decidió mostrar su apoyo posando una mano firme y solidaria en el hombro de Carlos. Gina, movida por una compasión instintiva, cerró el círculo abrazando a ambos, a Yoko y a Carlos, en un gesto silencioso de consuelo ante la tormenta que lo estaba destrozando por dentro.