Capítulo 5 "Severo"

3948 Words
El heroico mellizo caminó con paso decidido hacia donde estaba el Pípila. El gigantón, que se había tropezado, permanecía en el suelo, esperando a que su visión se normalizara tras la sorpresiva distracción. Respirando con agitación, aprovechó el momento para descansar. —No te levantes —advirtió Carlos al acercarse—. No terminará bien para ti si continuamos. El oponente ignoró la advertencia y se incorporó con dificultad. Carlos observó el esfuerzo que le costaba ponerse de pie; era evidente su agotamiento. —Tu cuerpo es pesado. Parece que no estás acostumbra… En ese instante, el Pípila atacó. Lanzó una ráfaga de golpes con su mano derecha, pero el muchacho los esquivó con facilidad. Los puñetazos eran más lentos, y Carlos aprovechó la oportunidad para contraatacar: descargó toda su fuerza en un golpe con el brazo izquierdo, impactando el estómago del colosal rival. De nuevo, se fracturó, pero también logró dejar sin aire al Pípila. Sin perder tiempo, saltó y asestó un derechazo en el rostro ensangrentado del gigante. El impacto fue brutal, aunque esta vez no hubo fractura. El Pípila cayó de espaldas, mientras Carlos se alejaba, recolocando los huesos rotos de su brazo izquierdo para iniciar la sanación. Chopo sabía que el Pípila no podría continuar. Estaba claro que estaba exhausto, mientras que él se sentía cada vez más motivado, con tanta energía que creía poder luchar hasta el amanecer. —Cometí un error —intervino una figura oscura que apareció frente a Carlos en un parpadeo. Ni siquiera sus ojos agudos lograron percibir su llegada. El joven héroe retrocedió de un salto, analizando al extraño ser: era casi fantasmagórico, pero más tangible que Devi. Su cuerpo parecía formado por humo, negruzco y denso, que las ráfagas de viento dispersaban momentáneamente antes de que recuperara su forma humana. No tenía rasgos definidos, salvo dos ojos y una boca esbozados en el mismo humo. —Esa nahual… —murmuró la figura, volviéndose hacia donde estaba Karen. El primer instinto de Carlos fue atacar, pero se contuvo. Necesitaba saber si aquel ser tenía relación con el gigante—. No es la campeona de la serpiente, pero su espíritu es idéntico… —Sé claro —ordenó Carlos, adoptando una postura relajada de boxeo. —¿Claridad? —repuso el ser de humo, molesto—. Ni siquiera conoces el mundo que te rodea. No tienes idea de dónde estás parado. Flotó hacia atrás, acercándose al Pípila, quien se había arrodillado en señal de respeto desde que la figura apareció. —Debes saber que no cometeré el mismo error. Me impacienté cuando vi a esa gata aparecer, con su heroico rescate. La ansiedad me dominó; nunca contemplé tu existencia, otro como ella… —Posó una mano etérea sobre la nuca del Pípila—. Él no estaba preparado. Luego, se deslizó velozmente hacia Carlos, deteniéndose a escasos cincuenta centímetros. —Tú debes ser su campeón —susurró, extendiendo una mano humeante. Carlos no se movió, calculando que, si se acercaba, podría atraparlo. De repente, Devi emergió del suelo, interceptando la mano del ser. —¡Ni se te ocurra tocarlo! —exclamó furiosa, sus ojos naranjas brillando con intensidad—. Planea matarte. Reconozco el toque de la muerte. —Un fantasma… —masculló el hombre de humo—. Shade. La reconoció, sorprendiéndola, y la golpeó con violencia, lanzándola lejos. —No me culpes por querer acabar con esta farsa —se justificó, avanzando hacia Carlos. El muchacho retrocedía; no se dejaría tocar, no con la advertencia de Devi—. No temas, solo es un regalo. El ser extendió su mano, y el humo se disipó gradualmente, revelando un corazón que comenzó a sangrar. El líquido vital goteó en el suelo antes de que la figura desapareciera, dejando caer el órgano. —No volveré a cometer el mismo error —fueron sus últimas palabras, que resonaron en el viento. Carlos se aproximó con cautela al corazón, que aún palpitaba débilmente antes de quedar completamente inerte. "¿Cómo diablos?" pensó, desconcertado. "Es un corazón humano, pero cargado de energía espiritual." De pronto, el corazón se oscureció, perdiendo toda su energía de golpe. Carlos intentó buscar respuestas en su vasto conocimiento, pero no halló explicación. Era una situación surreal, aunque, para esas alturas, cualquier cosa podría pasar. Tan concentrado estaba el heroico joven que no se dio cuenta de que, rápidamente, se había convertido en el centro de atención de una multitud que lo rodeaba con celulares, emocionada por lo presenciado. Lo tocaban, lo palpaban; algunos incluso intentaban abrazarlo, y todos le gritaban como si fuera una gran estrella. Lo mismo ocurría con la Minina y las tres chicas de jorongo. Otros se acercaban al Pípila sin precaución. El gigante permanecía agachado, inmóvil. —¡No lo toquen! ¡Aléjense! La voz de Carlos retumbó con urgencia, pero la turba seguía avanzando, como una marea humana, empujándose, estirando las manos para tocar al coloso derribado. Carlos saltó, liberándose con brincos imposibles, cada uno de casi dos metros y medio. Pero antes de poder llegar, el gigante colapsó, con el pecho contra el piso. El muchacho se paralizó por unos segundos antes de abrirse paso a la fuerza. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. —¡Déjenme pasar, maldición! Esta vez no fue una orden, sino una súplica. Las palabras le ardieron en la garganta. Por fin llegó hasta el cuerpo inmóvil del Pípila, y al verlo tendido en el suelo, se arrodilló a su lado con torpeza. Sus manos temblorosas buscaron un pulso en el cuello, en la muñeca, en cualquier parte. Nada. El silencio bajo sus dedos era más aterrador que cualquier grito. —No… no, no… La voz le salió quebrada, casi infantil en su desesperación. El sudor le resbalaba por la frente, mezclándose con algo más caliente—¿lágrimas? No tenía tiempo para pensarlo. —¡No te rindas! El grito salió rasgado, cargado de una furia impotente. Por un instante, cerró los ojos, imaginando que todo era una pesadilla, que el Pípila se levantaría en cualquier momento para dar batalla nuevamente. Carlos giró hacia su colosal oponente, dispuesto a resucitarlo, pero descubrió con horror un hueco en el pecho. Pálido, con los ojos entreabiertos y vidriosos, el Pípila había muerto. Algo se quebró dentro del afligido héroe. El pánico se apoderó de los presentes. Carlos, confundido y culpable, sintió que la herida podía haber sido provocada por él. —¡Asesino! —acusó alguien desde la multitud. El grito se repitió, convirtiéndose en un coro. —Maldita sea —masculló Carlos, presionando la herida inútilmente. Sus manos se tiñeron de rojo al palpar el esternón fracturado. —¡Vámonos de aquí! —lo instó Debbie, emergiendo del suelo. Al verlo aturdido, no tuvo más remedio que materializarse y golpearlo para sacarlo del trance. Su aparición sorprendió a todos, dispersando brevemente a la multitud. Capítulo 5: Severo El desenlace de la pelea podía considerarse una victoria, pero no lo parecía. Karen estaba herida, cargada por la más alta de las chicas, y Carlos, conmocionado, se sentía culpable por la muerte del Pípila. No entendía qué había ocurrido ni si él era responsable. Recordaba cada golpe: fueron brutales, pero el gigante solo parecía lastimado, no mortalmente herido. —Oye —lo llamó una de las chicas, sacándolo de sus pensamientos—. Creo que Devi no está bien. Carlos se acercó a Devi, quien temblaba en el suelo con los ojos cerrados. —Shade —dijo, arrodillándose, pensando en que la pobre niña estaba herida—. ¿Qué pasa? —Ca-Carlos —tartamudeó ella, tapándose los ojos—. Ellos… No puedo estar aquí abajo. —¿A qué te refieres? —Los fantasmas —susurró, casi llorando. Carlos agudizó su vista. El pasillo estaba repleto. Cientos de figuras translúcidas se amontonaban contra ellos, bocas abiertas en gritos eternamente mudos. Manos esqueléticas se extendían hacia Devi con una urgencia hambrienta, dedos huesudos que la traspasaban. —Deberías estar acostumbrada —comentó, aunque comprendía su terror. —Lo estoy, pero a mis 13 años aún les tenía miedo. No puedo evitarlo; sé que es tonto, pero los fantasmas del metro son los más terroríficos —explicó, aún aterrada. —¿Cuánto más debemos caminar? —preguntó Carlos a una de las chicas, su voz resonando contra las paredes del estrecho pasadizo. La chica a la que le habló se quitó la gorra del poncho, revelando un rostro pálido iluminado por la tenue luz. Un cabello de un tono naranja ligeramente más apagado que el de Devi cayó sobre sus hombros, mientras un lunar en su frente quedaba al descubierto. —Solo unos metros más y podremos subir —respondió, mordisqueando nerviosamente su labio inferior—. Eso creo… es difícil. Hace años que no uso esta ruta de escape. Sus ojos se perdieron en el vacío mientras trataba de recordar—. A ver, era entrar al metro, bajar al andén, ir con dirección a Cuatro Caminos, encontrar la puerta secreta, caminar derecho unos 2 kilómetros y subir por la tercera escotilla… —Hizo una pausa dramática, frunciendo el ceño—. ¿O eran 3 kilómetros y la segunda escotilla? Carlos sintió un nudo de frustración en el estómago. —No juegues con eso —dijo, molesto por la información, más porque no sabía hacia dónde ir. La huida había sido agotadora. Después de escapar del lugar, siguiendo las órdenes de la chica—una ruta de escape donde la muchedumbre no los seguiría—, habían entrado en la estación de metro El Zócalo. —¿Qué pasaría si salimos por cualquier escotilla? —preguntó Carlos, observando el interminable corredor que se extendía ante ellos. El pasillo era más ancho de lo que esperaban, iluminado ligeramente por luces parpadeantes que parecían a punto de morir. Capas de polvo se acumulaban en cada superficie, formando pequeñas dunas en el suelo y cubriendo las tuberías del techo como nieve gris. Cada 200 metros exactos, tres escotillas metálicas, oxidadas por el tiempo, se alineaban en perfecta formación en el techo. —Tengo entendido que, si abrimos una escotilla equivocada, todas las escotillas se cerrarán, haciéndolo imposible de abrir —explicó la chica, pasando un dedo por una de las escotillas y observando cómo el polvo se pegaba a su piel—. De esa manera, si encuentran este lugar, no podrán llegar a ningún lado. Carlos asintió lentamente, el peso de la situación asentándose sobre sus hombros. Se volvió hacia Devi, cuya expresión era un espejo de puro terror. —Entiendo —dijo Carlos, dirigiéndose a Devi—. Sal, es claro que no puedes estar aquí. —Pero no quiero abandonarlos —protestó Devi, su voz temblorosa como las luces del túnel. —No nos abandonarás —dijo Carlos, colocando una mano tranquilizadora sobre su hombro—. Tú subirás y verás qué escotilla es la correcta. —Pero los fantasmas… —resopló la chica, abrazándose a sí misma como si intentara protegerse de algo invisible. —Lo sé, pero no podemos arriesgarnos a regresar y mucho menos a quedarnos atrapados aquí —argumentó, tratando de mantener la calma—. Solo será un vistazo rápido en la escotilla, en la siguiente escotilla. —No, los fantasmas son horribles —Devi cerró los ojos con fuerza, como si eso pudiera bloquear las visiones. —Lo son. Los veo, pero ellos no te pueden tocar si no quieres. Además… —¿Además? ¿Que no los escuchas? —Devi lo interrumpió, sus ojos cristalinos, rojos de tanto llorar, se abrieron de par en par—. Esos gritos, sus susurros deseándonos la muerte… es horrible. En ese momento, Carlos experimentó una revelación incómoda. Mientras observaba el sufrimiento de Devi, se dio cuenta de que él no podía escuchar a los fantasmas. Siempre había creído que las apariciones eran silenciosas, y esa idea lo había mantenido relativamente tranquilo. Ahora comprendía el verdadero tormento que debía estar sufriendo la pobre chica, atormentada constantemente por esos horrores invisibles que poblaban cada rincón del mundo. Carlos respiró hondo, buscando una manera de motivarla. Una idea se formó en su mente, algo que podría darle valor. —De acuerdo, lleguemos a un trato —comenzó, tratando de sonar convincente—. No soy indiferente a tu flirteo. ¿Qué te parece si te invito un helado? —La propuesta sonó más torpe de lo que había imaginado, y Carlos sintió el calor subirle a las mejillas. El efecto, sin embargo, fue instantáneo. Los ojos llorosos de Devi se iluminaron como si alguien hubiera encendido una chispa dentro de ellos. —Una cita —mencionó la chica, alzando la vista con una mezcla de esperanza y sorpresa—. Una cita con helado. Carlos no tuvo más remedio que aceptar con una sonrisa resignada. Devi, aunque todavía temblorosa, parecía haber encontrado un nuevo propósito. Durante el resto del camino, Carlos la guió con cuidado, notando cómo de vez en cuando cerraba los ojos y se tapaba las orejas con las manos, como si intentara bloquear algún sonido espantoso. Finalmente llegaron a la tercera escotilla del segundo kilómetro. Con movimientos cuidadosos, Devi subió atravesando el techo. Los segundos que tardó en regresar se sintieron como horas. —Es un callejón detrás de unos edificios de ladrillos rojos, no hay nadie —describió la chica cuando bajó, su voz más estable ahora. —Sí, es ahí —confirmó la chica del lunar, y con un movimiento decisivo, abrió la escotilla. El sonido metálico del mecanismo resonó en el túnel, seguido por un clic ominoso que parecía marcar el inicio de algo nuevo. Las luces parpadeantes del túnel se apagaron por completo, sumergiéndolos en una oscuridad densa. En ese instante de ceguera, Karen se liberó con un movimiento felino. El sonido de sus botas golpeando el metal de la escalera de emergencia retumbó en la estrecha cavidad mientras daba un salto imposible hacia la libertad. Carlos apenas tuvo tiempo de ver cómo su hermana se convertía en una sombra contra el círculo de luz grisácea que marcaba la salida. Con movimientos precisos, Karen forcejeó con la pesada alcantarilla que obstruía su camino. Los músculos de sus brazos se tensaron bajo la piel pálida hasta que, con un último empujón, la tapa de metal cedió con un chirrido protestón. Sin perder un segundo, desapareció escalera arriba en una serie de saltos ágiles que hacían eco. —¡Diablos! —masculló antes de salir a perseguir a su hermana—. Devi, salgan de aquí y las veo en la casa. Debo seguirla. Karen llegó a lo alto del edificio de ladrillos y, a pesar de querer seguir huyendo, se mantuvo quieta. Carlos encontró a Karen abrazando sus piernas entre dos tinacos de agua, su silueta encogida como un animal herido. —Pensé que escaparías —pronunció Carlos. El viento nocturno se llevó sus palabras mientras observaba cómo los hombros de su hermana temblaban levemente—. ¿Ya te recuperaste, no es así? La única respuesta fue el lejano claxon de un coche tres calles más abajo. —¿Qué te parece si vamos a casa, a dormir? Karen permaneció como una estatua, como si temiera que el suelo desapareciera bajo sus pies. —Vamos, ¿no tienes curiosidad de si esas chicas tienen algún parentesco con nosotros? Solo hay que ir a casa y… El tinaco de la derecha retumbó como un tambor de guerra cuando el puño de Karen lo golpeó con fuerza bruta. —¡Yo no soy una mocosa de 13 años que puedes complacer con una cita! —El tinaco fue salvado por Carlos de casi ser derribado. —Ya lo sé. —Carlos respiró hondo—. Tienes 2 años, igual que yo, y aunque nuestras edades mentales sean de 15 años, aún no estamos bien adaptados para este mundo o su sociedad. Solo mírame: arruiné mi oportunidad con Mara y peleé en una pelea que no debió existir. Peor aún, asesiné a un hombre. Y sí, yo cometí esos errores y ahora siento que no merezco vivir. ¿No sé qué debo hacer? ¿Me entrego a las autoridades? Carlos se quitó su máscara. —Pero lo único que me importa, lo único bueno que salió de todo esto, es que tú… tú estás bien. Sin importar nada, prefiero mil veces que Pípila muera a que tú hubieses muerto. ¿Eso me vuelve malo? —El eco de sus palabras se perdió entre los edificios mientras daba media vuelta, exponiendo su espalda a la brisa fría. Karen se limpió la nariz con el dorso de la mano antes de responder, su voz cargada de una emoción que hacía vibrar cada sílaba: —No soy fuerte —dijo Karen, conmovida por lo escuchado de su hermano—. Yo también lo arruiné. Ya no soy una heroína. Me vencieron y, después… es que, es que yo… después no te ayudé. Soy un fraude. Carlos no supo qué decir. Ambos cargaban con sus propias culpas: él, con el peso de sus acciones; ella, con la vergüenza de no estar a la altura de sus propios ideales. Permanecieron así un largo rato, hasta que Karen, con un último suspiro, se puso de pie. —Vamos a casa —propuso, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Carlos asintió en silencio, y juntos emprendieron el camino de regreso. Los dos llegaron caminando a la casa del barranco, encontrando a cuatro chicas esperando en el patio. Carlos reconoció de inmediato a la de pelo naranja y el lunar en la frente, pero las otras tres le resultaban menos familiares. Una de ellas era imposible de ignorar: una joven de casi dos metros de altura, con una figura imponente y musculosa, la misma que había cargado a Karen. Junto a ella, una chica menuda y delgada, vestida únicamente con una enorme playera que le llegaba hasta las rodillas. Pero la que más llamó su atención fue la cuarta integrante: una mujer de unos 18 años, elegantemente vestida con un traje azul marino, tacones y medias, su cabello n***o peinado con perfección. Los mellizos se acercaron con precaución. Karen, nerviosa, se aseguró de ocultar sus orejas puntiagudas y su cola bajo la ropa. —Hola, chicas. ¿Todo bien? —saludó Carlos, tratando de sonar despreocupado. —¿Te pasa algo? —preguntó la chica del lunar, arqueando una ceja. —¿A qué te refieres? Solo las estoy saludando —respondió él, forzando una sonrisa—. Vamos a entrar, ¿quieren? Abrió la puerta y Karen pasó rápidamente, corriendo, subiendo las escaleras, directamente hacia su habitación. Las demás la siguieron: primero la pequeña, luego la gigante, que tuvo que girarse de lado para no golpear el marco de la puerta con sus amplios hombros. La chica del lunar entró después, y finalmente, la mujer elegante se detuvo frente a Carlos. —¿Le puedo ayudar? —preguntó él, estudiándola con curiosidad y prudencia. —Es cierto —dijo ella, con asombro, esbozando una sonrisa juguetona—. Me debes una cita con helado. Antes de que Carlos pudiera reaccionar, la chica entró, dejándolo paralizado en el umbral. Cuando por fin asimiló sus palabras, entró corriendo a la sala, donde las cuatro esperaban. —¿Tú eres Devi? —preguntó, incrédulo. —Te lo dije —respondió la pequeña, cruzando los brazos. —¿De qué hablan? —Le dije a Devi que no la reconocerías si volvía a su forma humana —explicó la niña—, y ella dijo que sí lo harías. —Pero cuando los vi acercarse escondiéndose, pensé que bromeaban —dijo Devi con un dejo de molestia—. No creí que me olvidarías. Pero, en fin, creo que debo presentarme formalmente. Mi nombre es Deborah T. Fang, pero puedes llamarme Debbie, con D-e doble ‘b’ i-e. —Extendió la mano con elegancia, como si estuviera en una reunión de negocios. Carlos parpadeó, procesando la información. —Pero cuando eres Devi, con ‘v’, eres más joven —observó. —Bueno, es mi maldición, supongo —respondió Debbie con un encogimiento de hombros—. Como sabrás, los fantasmas no crecen, y mi forma espectral es la de cuando tenía 13 años. Todo por un viaje a China. Carlos frunció el ceño, recordando algo. —Espera un momento… ¿eres la misma Debbie Fang, la hija del dueño de Fang Enterprise? —¿Lo soy? —respondió ella, con una sonrisa enigmática. —Shade es una niña mimada —murmuró Carlos, más para sí mismo—. Bueno, Debbie con doble ‘b’, tengo dos preguntas. Primero, ¿quiénes son estas chicas? Y segundo, ¿cuándo será nuestra cita? —Ja, ja, ja —Debbie fingió una risa teatral—. No espero que cumplas esa promesa. Algo que debes saber es que yo crecí y maduré… pero mi otro yo no. A los 13, era manipuladora y mentirosa. No me asustan los fantasmas. Tú mismo me viste salir del suelo varias veces. Ella solo aprovechó la situación para obligarte a hacer algo para ella. —Hizo una pausa, señalando a las demás—. Te presento a mis compañeras: ella es Peach —la chica del lunar saludó sacudiendo su mano enérgicamente con una sonrisa amplia—, la de la playera es Kocoa, y la grandota es Gina. —Es un gusto conocerte al fin —dijo Gina, inclinándose levemente—. Aunque es impresionante el parecido que tienes con Fernando. Carlos sintió que el disgusto le recorría la espalda. —Eso mismo estaba pensando —intervino Peach, acercándose—, pero te falta mucha esencia. Carlos no hizo el menor esfuerzo por disimular su desinterés. —Bueno, no hay mucho espacio —dijo, cambiando de tema—. Para dormir, tendrán que conformarse con el sillón. —¡SECO! —gritó Kocoa de repente, llamando la atención de todos—. Tu actitud cambió justo cuando te compararon con Fernando. Carlos la miró fijamente. La pequeña no se inmutó. —Tranquilo, te entiendo —continuó Kocoa, con una calma sorprendente—. Sé lo idiota que puede ser alguien como él, pero no culpes a mis compañeras por decir lo que piensan. Están obsesionadas con Fernando y no ven lo ridículas que se ven. Si hay algo de lo que puedes culparlas es de su estupidez, pero resuelve tus problemas con tu papi por tu cuenta y no nos trates como una peste. Carlos no pudo evitar soltar una carcajada. La franqueza de Kocoa era refrescante. —Tienes razón —admitió, recuperando la compostura—. Acepto tu premisa, pero deben entender que yo no soy él… y preferiría que dejaran de ser tan familiares —añadió, lanzando una mirada significativa a Debbie. —Te refieres a mi otro yo —respondió ella—, y tendrás que disculparla, pero a los 13 era tonta, algo simplona… y me gustaban los tarados como tú. Carlos esbozó una sonrisa irónica. —Supongo que tú no te quedarás con nosotros, señorita millonaria. ¿O debo hacerte un hueco en un rincón? —¿No has pensado en ser comediante? Porque tienes un material que mata de risa —replicó Debbie mordazmente—. Tal vez debería irme, sí… pero hay un problema pendiente: Pípila. El nombre resonó en la habitación como un trueno. El silencio se apoderó del lugar durante lo que pareció una eternidad. —¿Tú sabes qué era eso? —preguntó Carlos, rompiendo el hielo—. Me refiero a la entidad de humo. Debbie asintió lentamente.
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