—¿Qué te parece? —preguntó el Cenzontle, deleitándose con el espectáculo—. Puedo escucharte. Puedo percibir esos dulces sonidos internos. Destrozar tímpanos es cosa de niños… pero mi poder es más artístico. Puedo escuchar los peores momentos de tu vida, esos que entierras en lo más profundo y rehúsas recordar. Así que, te daré un consejo —volvió la espalda a Carlos, levantando la rama de pirul hacia los palcos desiertos como un director frente a su orquesta—. Solo no pienses en tus fracasos. Dicho esto, una cacofonía brutal estalló en el auditorio. No era música, sino el estruendo desafinado de decenas de instrumentos sonando al unísono, sin armonía, sin ritmo, solo ruido caótico y opresivo. El Cenzontle blandía su vara con gestos enérgicos, dirigiendo la invisible orquesta del tormento.

