—¿Qué sucede aquí? —preguntó Peach, deteniéndose cerca con una lata de Spam en la mano. Dio un mordisco mientras observaba la conmovedora escena de los cuatro jóvenes abrazados.
—No, no es nada —se apresuró a decir Carlos, liberándose con suavidad del abrazo grupal. Un rubor de vergüenza le encendió las mejillas—. Solo les pido, por favor... sobre todo a ti, Debbie —su mirada se clavó en la joven, suplicante—, que este tema muera aquí. Y por favor, no me digas que a tus trece años también eras una chismosa.
Su voz se quebró ligeramente. Tenía los ojos enrojecidos, al borde del llanto, pero una sonrisa más serena y tranquila se dibujaba en sus labios.
—Bueno —continuó, exhalando profundamente—, es sobre ella... de quien necesito un consejo.
—Claro —respondió Debbie de inmediato, con una expresión de apoyo genuino—. ¿Quién es ella?
—Ella es... —comenzó Carlos, pero Peach lo interrumpió con un sonoro «¡Shhht!», llevándose un dedo a los labios.
—Yo creo —declaró Peach, con una firmeza que no admitía discusión— que este tema debería hablarse en privado.
—Exageras, Paola —refunfuñó Carlos. El uso de su nombre real no fue una casualidad, sino un recordatorio de su complicidad. Sin embargo, al encontrar la mirada seria e inquebrantable de Peach, terminó por ceder con un suspiro resignado.
Era otro día aislado que, a pesar de los experimentos y las pruebas, se había vuelto cotidiano para Carlos y Karen. Pero todo cambió cuando Fernando los tomó por sorpresa.
—Hijos míos —dijo con su teatralidad acostumbrada, abriendo los brazos como si esperara un abrazo—, es con horror que debo decirles...
Carlos, que se mantenía leyendo un libro, desvió la mirada de su lectura para lanzar una mirada cargada de odio hacia Fernando.
—...que hice mal. Mucho mal, en tenerlos conmigo durante tanto tiempo. Pero ahora... —Se tapó la boca, como si intentara reprimir un sollozo— los dejo ir. Sí, soy tan buen padre que ahora los dejo ir. No es por mí, es por ustedes. Para que puedan extender sus alas y seguir adelante.
—No lo entiendo —comentó Karen con genuina inocencia.
Fernando se acercó a ella.
—Los dejo en libertad —dijo tajantemente.
A pesar de lo extraño del anuncio —solo tenían nueve meses de haber salido de los tubos de incubación—, para Carlos representaba la oportunidad de alejarse de Fernando.
—¿Y bien? ¿Cuándo podremos salir? —preguntó con un entusiasmo que no pudo disimular.
—¡Sagaz e intrépido como su padre! ¿Sí o no, mi champion? —Fernando intentó tocarle la cabeza, pero Carlos se apartó—. Ahora mismo, Chopo. Tú y tu hermana. Yo mismo los llevaré a su nuevo hogar.
El giro de la noticia desmoralizó al chico.
—Espera, ¿quieres decir que solo cambiaremos de locación?
—Tranquilo, muchacho. Solo espera y lo verás —comentó Fernando, y les pidió que lo siguieran.
Finalmente salieron de aquel lugar. Nueve meses en un sitio tan frívolo: un gran laboratorio, una cárcel, un infierno que, a pesar de todo, Carlos aún recordaba con una punzada de nostalgia.
Los tres se embarcaron en un largo viaje por carretera. Por alguna razón, Fernando conducía una anticuada camioneta Ford F-1 de 1951. Un modelo tan viejo que, milagrosamente, tras casi cuatro horas de trayecto, llegaron a la Ciudad de México desde el sur.
El viaje fue una experiencia única para los mellizos, quienes, a pesar de "saberlo" todo, era la primera vez que lo experimentaban con sus propios ojos. Para cualquier otra persona, un viaje de cuatro horas en un auto tan viejo, sin aire acondicionado ni entretenimiento, habría sido aburrido y tedioso. Pero para ellos, cada paisaje, cada sonido, cada vibración del motor era nueva y fascinante.
Finalmente llegaron a su destino.
—Bajen —ordenó Fernando.
Los tres se encontraron frente a una tienda de la esquina. Allí, con un acto tan normal, mundano y poco habitual en él, Fernando les invitó una bebida y unas papas. Ese simple gesto dejó a Carlos desconcertado. Tal vez ese hombre no era el monstruo que él creía.
Una vez fuera de la tienda, se sentaron en la caja de la camioneta y disfrutaron de su alimento en silencio.
—Mi papá —habló Fernando de pronto, con una voz inusualmente vulnerable—, a veces hacía esto con nosotros.
Su tono era tan honesto y sincero que dolía ver la mueca melancólica en su rostro. Los chicos no preguntaron nada. Carlos no quería arruinar el momento; posiblemente sería el único recuerdo de un Fernando casi humano. Karen, en cambio, parecía más enfocada en contemplar las maravillas del mundo exterior.
Cuando terminaron de comer, ese frágil momento murió. Fernando aclaró su garganta y recuperó su máscara de grandilocuencia.
—Muy bien, mi querida progenie —anunció—, reconozcan este lugar, pues es la antesala de su nuevo hogar.
—Creí que estaríamos solos —comentó Carlos.
—Y lo estarán. Pero deben saber que en el mundo no hay nada igual a ti —señaló a Karen—, o a ti —señaló a Carlos—, o incluso a mí. Bien, sigamos. Esta pendiente es la calle Maribel Camarena y nos llevará hasta la Casa del Barranco.
—¿Por qué no usar la camioneta? —preguntó Karen.
—¿Te rompiste las piernas? Anda, camina. No seas como esas niñas ricas mimadas.
—Esta pendiente es tan inclinada que lo más seguro es que la camioneta no pueda subir —explicó Carlos con lógica.
—Bueno, es posible. ¿Qué te digo? No soy perfecto.
Los tres subieron la empinada calle hasta que, al fin, la Casa del Barranco se reveló ante ellos.
—Bueno, este será su nuevo hogar —presentó Fernando, y arrojó un juego de llaves a Carlos y otro a Karen—. Dentro tienen todo lo que necesitarán: agua, luz, drenaje, internet, ropa, comida. Cada primero de mes recibirán una reposición de víveres para que no tengan que exponerse.
Fernando se acercó a Carlos y, con disimulo, le entregó un sobre, asegurándose de que Karen no lo notara.
—Ahora bien, tengo unas reglas importantes. Primero: no me busquen. Si algo sucede, yo los contacto. Segundo: no confíen en nadie que busque a Quetzalcóatl, aunque si dice mi nombre, "Fernando", está bien. Tercero: no quiero problemas con la escuela, así que nada de escuela. Cuarto: no resalten. Si alguien los descubre, niéguenlo. No usen sus habilidades como imbéciles; solo complicarán todo. Quinto: su curación es lo más difícil de disimular. No sean torpes y aparezcan al día siguiente como si nada. En serio, no resalten. Sexto: los dos tendrán una tarjeta con mil pesos al mes. Es para lo que necesiten, no exageren. Ese sería el sexto. No exageren. No exageren comprando, no exageren con sus poderes, no exageren con su inteligencia. Séptimo: dentro de la casa hay cuartos que están bajo llave, y así deben permanecer. Sus habitaciones son las que no tengan llave; ustedes escojan, aunque ya asigné unas para ustedes. En la cama les dejé una caja con su tarjeta, papeles importantes —como sus "actas de nacimiento"—, la tarjeta que mencioné y un celular.
Durante toda la conversación, los tres se mantuvieron fuera de la casa. Fernando en la banqueta, los mellizos ya dentro del jardín.
—Papá —dijo Karen—, ¿cuándo volverás?
—Bueno, si todo sale bien, tal vez en fin de año —su mirada se volvió inusualmente seria—. Pero espero no verlos antes.
Con esa afirmación, Fernando dio media vuelta y comenzó a descender por la empinada calle. Karen y Carlos no dijeron nada, no se despidieron. Solo dieron media vuelta y entraron a la casa.
El interior estaba impecable, como si lo hubieran limpiado hacía poco. Juntos, exploraron cada rincón y, como Fernando había indicado, algunas puertas estaban selladas. Finalmente llegaron a la habitación de Karen: un espacio vacío, con paredes blancas y desnudas, una cama bien tendida, un ropero de madera y un escritorio. Sobre la cama, estaba la mencionada caja. Karen la tomó y, juntos, continuaron explorando hasta llegar a la habitación de Carlos y, más allá, a otra contigua, cerrada con llave.
Siendo aún extraños en ese lugar, prefirieron quedarse juntos en el cuarto de Carlos y dormir allí, compartiendo la misma habitación por compañía.
Al llegar, pensaron que el lugar era demasiado vacío y que jamás se adaptarían. Tal vez pasaron tres, quizá cinco meses, antes de que los hermanos durmieran por primera vez en habitaciones separadas.