Capítulo 5.2 "Severo"

1884 Words
—Es un demonio —dijo Debbie con seguridad—. He peleado con unos cuantos y puedo decir que esa nebulosidad grisácea es un demonio. —Suenas segura —afirmó Carlos. —Lo estoy. —Bien, pero ¿cómo sabes que es un demonio? —cuestionó él. —Ese toque, el 'toque de la muerte'. Los demonios con un gran poder pueden usar esa técnica. Es un ataque tan devastador que no cualquiera puede ejecutarlo; requiere un poder inmenso. Consiste en cortar el tronco espiritual del cuerpo —explicó Debbie. Sin embargo, Carlos no podía seguir el hilo. Su mente era un torbellino de preguntas sin respuesta. —¿Tronco espiritual? —preguntó Peach. —Sí, es la unión del espíritu con el cuerpo. Se encuentra cerca del corazón —expresó Debbie, llevándose la mano al pecho, justo sobre el corazón. Al escuchar esa palabra, "corazón", fue inevitable para Carlos que su mente retrocediera hasta Pípila, hasta el recuerdo lacerante de su esternón abierto y la cavidad vacía donde debería latir la vida. Un nudo de angustia se le formó en la garganta. —Debbie —preguntó con una voz cargada de una leve, frágil esperanza—, ¿quién mató a Pípila? El ambiente se tornó pesado de inmediato. El silencio se hizo tan espeso e incómodo que las chicas sintieron el impulso de romperlo con cualquier palabra, pero se contuvieron. Ellas también estaban interesadas; no sabían a ciencia cierta lo sucedido, pues se habían mantenido al margen, como Devi les había ordenado, cuidando de Karen. Debbie mantuvo la expectativa un momento que a Carlos le pareció una eternidad. Su propio corazón parecía detenerse con cada inhalación de la chica, latiendo con violencia solo en las pausas de aquel silencio agonizante. —La verdad… —habló Debbie al fin, con seriedad, tras dar un suspiro—. El toque de la muerte es un ataque muy poderoso. Yo, al tocar su mano, recibí el toque… —Se frotó las manos, incómoda—. Lo bueno, ¿no? —dijo con una sonrisa nerviosa—. Es decir, mi yo de fantasma ya está muerta y no puedo volver a morir. —Otro suspiro escapó de sus labios—. Lo que quiero decir es que es un ataque tan poderoso, que solo se puede realizar una vez durante un tiempo definido… Carlos no esperó a oír más. Las palabras de Debbie no hacían más que clavar en su pecho una verdad insoportable. Caminó hacia la puerta, interrumpiéndola sin decir una palabra, y salió de la casa, dejando atrás un silencio aún más confuso que el anterior. Una vez fuera, Carlos corrió. No corrió con un destino claro, sino impulsado por un dolor ciego y una ira que le quemaba por dentro. "Yo lo maté. Fue mi culpa", pensaba, una y otra vez, como un mantra de desesperación. La explicación de Debbie había encajado como la pieza final de una pesadilla, confirmando su peor temor. Su cabeza daba vueltas, un caos de imágenes: la sonrisa de Pípila, su cuerpo inerte, la niebla grisácea. Al bajar por la pendiente, un mal paso lo obligó a saltar. Aterrizó torciéndose el tobillo y dio varias vueltas hasta casi llegar a la entrada de la calle. Pero el dolor físico le resultaba insignificante, un mero cosquilleo comparado con el peso abrumador de la culpa que sentía por la muerte de Pípila. “No puede ser”, se repetía, recorriendo una y otra vez aquel momento en su mente. Solo podía recordar con una pena aguda el cuerpo sin vida. La rabia lo dominó y golpeó el concreto con suficiente fuerza como para romperse la mano, pero ni siquiera eso logró opacar el dolor interno. De la nada, una idea lo asaltó: Pípila no tenía corazón, y aquella figura demoniaca le había dado uno. ¿Sería posible que el demonio se lo hubiera quitado? ¿Que aquel corazón, lleno de energía espiritual, fuera el mismo que había mantenido a Pípila con vida? Pero, incluso así, era extraño. Pípila había seguido con vida después de que la figura le dio el corazón... ¿o no? Una nueva oleada de dudas lo inundó. ¿Y si Pípila ya estaba muerto antes de caer? ¿Qué significaba entonces aquel corazón? Sin poder darle más vueltas a un asunto que solo aumentaba su confusión, Carlos se levantó. El dolor en su tobillo y su mano eran recordatorios lejanos. Lo único que importaba ahora eran las respuestas. Y, con una determinación feroz naciendo de su desesperación, corrió con dirección al Zócalo. Tal vez, solo tal vez, ahí podría encontrar algo que calmara la tormenta en su interior. Carlos se desplazaba como un espectro por la ciudad. Su velocidad era sobrehumana, y su sigilo, meticuloso. Al divisar a algún trasnochador o patrulla, su silueta se recortaba contra el cielo nocturno, saltando entre las azoteas con una agilidad casi felina. Cuando la luz de un faro o la mirada de un testigo potencial lo amenazaba, se fundía con las sombras más densas, deslizándose por la suciedad y los callejones si era necesario, con la única obsesión de pasar desapercibido. Eran casi las 4 de la mañana, y una energía inusual perturbaba la noche. Finalmente, Carlos llegó a la periferia del Zócalo. El corazón de la ciudad estaba ahora acordonado, convertido en un santuario de caos resguardado por un cordón de policías que, con rostros cansados y firmes, ahuyentaban a una pequeña multitud morbidamente atraída por el desastre. La gente, desesperada por un fragmento de notoriedad, alargaba sus celulares por encima de las vallas, intentando capturar cualquier imagen del conflicto. Los más audaces buscaban colarse para robar algún escombro, un trofeo macabro de la batalla. “Esto es una locura”, pensó Carlos, apostado en la oscuridad de un nicho profundo. “No puedo acceder así”. Consideró brevemente mezclarse con los curiosos, pero su aspecto lo delataba: la ropa desgarrada y, lo peor, los inequívocos agujeros de bala en la espalda de su chamarra. Su mirada, aguzada por la necesidad, analizó el perímetro y localizó un punto ciego: la zona donde Karen había permanecido inmóvil, ahora abandonada entre escombros y descuidada por los agentes. Decidido, no iba a correr riesgos. Se ajustó la máscara sobre su rostro y puso en marcha su plan. Se movió con la paciencia de un depredador, recorriendo los tejados con pasos silenciosos. Nadie parecía mirar hacia arriba. Finalmente, con un último vistazo a los oficiales de abajo, se impulsó en un salto preciso y silencioso hacia la sombra que buscaba. La respiración se le entrecortaba. Con un poco más de cautela, llegaría al lugar exacto donde había caído el cuerpo sin vida de Pípila. Intentaba reacomodarse en su nuevo escondite cuando, de la nada, una voz grave y serena quebró el silencio, precedida por un carraspeo deliberado. —Cliché, ¿verdad? Que el perpetrador siempre regresa a la escena del crimen —dijo el hombre, soltando una lenta bocanada de humo que serpenteó en la fría atmósfera. Carlos, sobresaltado, giró sobre sus talones. A sus espaldas, recostado contra un muro agrietado, estaba un hombre con una gabardina café, un cigarrillo entre los dedos. Tendría unos cuarenta años, con una barba de varias semanas que esbozaba su mandíbula, tez morena y un cabello corto y práctico. —No busco problemas —declaró Carlos, con la voz tensa. —Y lo sucedido aquí anoche, ¿dirías que traes soluciones? —El hombre arrojó la colilla al suelo y la extinguió bajo la suela de su zapato con un movimiento metódico—. Tranquilo, fui testigo de tus… capacidades. Dime, ¿los impactos que recibiste… llevabas chaleco? —Tal vez —respondió Carlos, manteniendo cada músculo en guardia. Evaluaba la distancia, la huida seguía siendo una opción viable. —Es decir, que si el disparo fuera a la cabeza… —prosiguió el hombre, con un tono casi académico. —¿Crees que te daría esa información? —lo interrumpió Carlos. —No lo creo, pero siempre podría comprobarlo —la mano del hombre se hundió en el interior de su gabardina. Carlos, en un acto reflejo, se preparó para escapar, pero solo fue para sacar una nueva cajetilla de cigarrillos y un encendedor de metal. —¿Quién es usted? —cuestionó Carlos, con desconfianza. —Presentaciones —el hombre encendió el nuevo cigarrillo, la llama iluminando brevemente sus facencias cansadas—. Si le doy mi nombre, ¿usted me dará el suyo? Carlos guardó silencio. Solo el murmullo lejano de los agentes controlando a la multitud llenaba el vacío de la conversación. —Soy el detective Oliver Ignacio Bernal. —Yo soy el asesino —espetó Carlos, desafiante. —Una confesión. Usted eliminó al gigante, ¿es eso lo que afirma? —No estoy seguro de lo que sucedió. Por eso estoy aquí. Necesito saber la verdad. —No podrá acercarse. Las órdenes son detenerlo utilizando cualquier medio necesario, incluyendo la fuerza letal. Además, ya se llevaron el cuerpo del sujeto de tamaño considerable. Era lo más prudente; la gente está al borde del histerismo. —Eso quiere decir que usted intentará detenerme. —Sacaré mis esposas, pero soy consciente de que probablemente serían inútiles. Dígame, muchacho, puede sonar ingenuo, pero de niño siempre me fascinaron los cómics de superhéroes. Además, salvó la vida de uno de mis compañeros. Eso genera… cierta consideración. —De acuerdo. Entonces, me marcho —Carlos se tensó para saltar, pero la voz del detective lo detuvo. —¿Quiere saber algo curioso? —Habló con calma, y Carlos, intrigado, contuvo el impulso—. Sobre ese ente, esa figura humeante… Hemos tenido reportes de avistamientos desde hace varias semanas. Carlos mostró un interés renovado. —En el Bosque de Chapultepec. Los informes iniciales fueron archivados como basura, testimonios no corroborados a los que nadie dio credibilidad. Sin embargo, la coincidencia geográfica es… sugerente —dio una calada lenta—. Pero eso no es todo. El gigante parece haber provenido de ahí. Aproximadamente desde las 22:00 horas, alguien —o algo— derribó y dobló las barras de la verja perimetral. Hay testimonios que hablan de un oso enorme, pero no hay osos de ese tamaño en libertad en el parque, solo los del zoológico, y todos están contabilizados. —¿Cómo sabe todo esto? —preguntó Carlos, con franca desconfianza. —Soy detective, muchacho. Cuando esa cosa atacó en el Zócalo, inicié una investigación paralela. Y, dejando de lado la paja de los informes ridículos y la burocracia, estos fragmentos inconexos resuenan demasiado con los eventos de esta noche. —Espere… ¿Me está ayudando? —No. No puedo revelar información de una investigación en curso a un civil —declaró con formalidad, mirando más allá de Carlos—. Yo simplemente hablo en voz alta, reflexionando sobre la posibilidad de que estos hechos aparentemente aislados puedan, hipotéticamente, guardar relación. El detective dio una última y profunda calada, apagó el cigarrillo contra la pared y lo desechó. Sin añadir una palabra más, dio media vuelta y se alejó, su figura de gabardina desvaneciéndose en la penumbra. El joven, con un agradecimiento mudo que pareció la reacción más adecuada, comprendió que su próximo destino estaba claro: debía investigar el Bosque de Chapultepec.
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