El aire frío de la madrugada cortaba como cuchillo de obsidiana, mezclándose con el sonido sordo de impactos controlados que resonaban en el patio. Bajo la tenue luz amarillenta del foco que colgaba como la luna de aquel microcosmos, dos siluetas danzaban en un duelo coreografiado donde cada movimiento contaba una historia de crecimiento.
Carlos desvió un gedan barai de Gina con el antebrazo, la precisión milimétrica de su bloqueo mostrando una evolución que trascendía lo físico. Su respiración era un mar en calma, sus pies se movían con una fluidez que antes no existía, como si finalmente estuviera aprendiendo el lenguaje secreto de su propio cuerpo.
—Tu gedan barai está más limpio —comentó Gina, con el rostro brillante de sudor. Un río plateado corría desde su sien hasta la línea de su mandíbula—. Pero descubres el costado al retroceder. Esa apertura podría costarte caro.
—Es el precio calculado por esquivar tu ushiro geri —replicó Carlos, deslizándose fuera del alcance de una patada baja—. Prefiero una abertura momentánea que absorber el impacto completo.
Gina esbozó una sonrisa mientras se frotaba la barbilla, donde un leve moretón amarillento contaba la historia de un entrenamiento anterior.
—Hablas como si ya hubieras aprendido a medir riesgos.
—Algo estoy aprendiendo —admitió Carlos, ejecutando una combinación de oi zuki y gyaku zuki que Gina bloqueó con visible esfuerzo.
Entre jadeos controlados, mientras Gina se reincorporaba de una barrida que por poco la derriba, la conversación tomó un giro inesperado:
—Peach... —Gina respiró hondo, recuperando el aliento— ...cuando caminamos por el desierto de Gobi, se quejaba menos que tú durante el entrenamiento.
Carlos detuvo su siguiente ataque en seco, la sorpresa rompiendo momentáneamente su concentración.
—¿Cruzaron el Gobi a pie?
—A pie —confirmó Gina, aprovechando para aplicar una llave de brazo que Carlos contrarrestó con la técnica que ella misma le había enseñado—. Con tres latas de duraznos, cuatro de Spam y el agua que podíamos robarle a los oasis. Peach insistía en seguir la Ruta de la Seda como "experiencia cultural auténtica". Casi nos secuestran en Samarcanda.
—¿Samarcanda? —preguntó Carlos mientras liberaba la presión girando la muñeca con precisión quirúrgica.
—En Uzbekistán —aclaró Gina, ahora sudando profusamente—. Kocoa resolvió todo hackeando el sistema bancario local y pagando nuestro rescate con el dinero de nuestros captores. —Una sonrisa pícara iluminó su rostro—. Fue poéticamente justiciero.
Carlos dejó escapar una risa breve, lo suficientemente distraído para que Gina lo derribara con un ashi barai impecable. Cayó de espaldas, pero rodó con la gracia de un felino y se incorporó en un fluido movimiento.
—¿Y cómo llegaron a Europa?
—A nado —dijo Gina como si fuera lo más natural del mundo—. Desde Estambul hasta Grecia. Cuatro días en el mar Egeo. Peach casi se convierte en sirena —su rostro se ensombreció—. Y casi nos detecta la guardia costera turca.
Mientras intercambiaban estas historias, sus cuerpos no cesaban el diálogo marcial. Golpes, bloqueos, contraataques. Carlos había trascendido el uso de fuerza bruta; ahora redirigía, absorbía, calculaba. Cuando Gina lanzó un poderoso shuto uchi hacia su cuello, él no lo bloqueó con potencia, sino que desvió el golpe suavemente, atrapando su muñeca y usando su propio impulso para desequilibrarla en un kuzushi perfecto.
—Tal vez —dijo Carlos, sosteniéndola brevemente antes de soltarla con cuidado—. Pero llegaron. Eso es lo que importa.
Gina asintió, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Su respiración aún era pesada, mientras que Carlos parecía recién comenzar, su resistencia sobrehumana apenas rozada por el esfuerzo.
—Sí —dijo—. Siempre llegamos. Como tú estás llegando ahora a entender tu verdadera fuerza.
En el silencio que siguió, solo se escuchó el jadeo controlado de Gina y el crujir de la grava bajo sus pies. La luz del foco comenzaba a palidecer con los primeros destellos del amanecer que teñían el cielo de tonos malva y naranja.
El momento se quebró con el timbre estridente de un celular, proveniente de la sudadera de Carlos que descansaba sobre una roca cercana. Sirvió como el punto final natural a su duelo matutino.
—La clase termina —anunció Gina, haciendo un ligero rei con la cabeza, sus manos aún temblorosas por el esfuerzo.
—Gracias por la enseñanza, sensei —respondió Carlos, correspondiendo al gesto con un respeto que antes no le habría dedicado.
Se separaron con un entendimiento tácito. Carlos entró a la casa y fue recibido por una sinfonía de aromas matutinos: el picante acre del chile guajillo frito, el perfume herbáceo de la lechuga recién lavada y el cálido olor del pollo desmenuzado que se escapaba de unas enchiladas bañadas en salsa roja y coronadas con queso fresco. El aire era espeso, sabroso y profundamente doméstico.
En la cocina, el panorama era a la vez ordinario y extraordinario. Karen, con el cabello revuelto y ojeras que parecían mapas de sus noches en vela, salía de la cocina con un plato humeante, moviéndose con la pesadez de quien carga con el peso del insomnio. Su mirada se cruzó fugazmente con la de Carlos antes de que ella subiera las escaleras con paso lento, dirigiéndose a su santuario personal.
Kocoa ocupaba su puesto habitual en la isla de la cocina, absorta en su laptop. No había un plato de comida frente a ella, solo una lata plateada de "Kokoa Splash" que brillaba bajo la luz como un artefacto de otro mundo. Su expresión era de concentración absoluta, ajena al bullicio doméstico que la rodeaba.
Yoko, en cambio, estaba de pie junto a la estufa, con un delantal manchado de salsa atado sobre su ropa. Su cabello n***o estaba recogido en una cola de caballo desordenada que parecía capturar la esencia de la mañana, y lucía una mancha de salsa en la mejilla como una medalla culinaria. Al ver a Carlos, le sonrió con una naturalidad que sugería que siempre habían compartido estos rituales matutinos.
—¡Buenos días! Tu plato está listo —anunció, señalando con la espátula hacia la isla, donde ya esperaba un lugar puesto para él como un sitio de honor.
Carlos solo atinó a responder con un rápido movimiento de cabeza antes de desaparecer en el baño. En menos de diez minutos, emergió transformado: cabello húmedo, uniforme escolar impecable, peinado con la urgencia de quien tiene un mundo que conquistar. Subió las escaleras de dos en dos, reapareció con su mochila al hombro y finalmente se sentó en la isla, frente al plato de enchiladas que Yoko le sirvió con generosidad maternal.
—Karen está muy cansada —comentó Yoko, tomando asiento frente a él con su propio plato—. Anoche salió otra vez. Creo que regresó hace poco.
Carlos tragó un bocado, su expresión nublándose como el cielo antes de la tormenta.
—Ya lo sé. Se lo he prohibido expresamente desde hace trece días. No hace caso.
—Catorce —corrigió Kocoa sin levantar la vista de su pantalla—. Y deberían medir el tono. ¿Olvidan su agudo oído a propósito? —Tomó un sorbo metálico de su lata—. Los datos de frecuencia son inequívocos.
Carlos y Yoko intercambiaron una mirada de complicidad resignada, un lenguaje silencioso que habían perfeccionado en estas semanas de convivencia.
—No podemos hacer nada —susurró Carlos, la frustración palpable en su voz.
—No todavía —murmuró Yoko en respuesta, cargando las palabras de una esperanza tenaz.
Carlos terminó su desayuno con la velocidad de quien tiene un tren que atrapar. Bebió un largo trago de agua, se limpió la boca con la servilleta y se levantó con determinación.
—Me voy a la escuela.
—¡Yo también debo bajar! —anunció Yoko, quitándose el delantal con un gesto teatral—. Necesitamos más queso, lechuga y huevos. La despensa clama por provisiones.
Bajaron juntos por la empinada calle Maribel Camarena, donde el sol matutino empezaba a dorar el concreto y proyectaba largas sombras que bailaban entre sus pies. Llegaron al cruce donde sus caminos se bifurcaban: Carlos hacia la izquierda, donde ya se aglomeraban estudiantes esperando el transporte escolar; Yoko hacia la derecha, en dirección al mercado local cuyo bullicio comenzaba a escucharse como un murmullo lejano.
Antes de separarse, Yoko se detuvo de manera inesperada. Con una espontaneidad que le arrebató el aliento a Carlos, se acercó y lo envolvió en un abrazo breve pero intenso. No fue un gesto romántico, sino uno tejido con los hilos de la complicidad que habían urdido durante semanas de convivencia, cargado de preocupaciones compartidas e impregnado del aroma a chile guajillo y cebolla que aún persistía en sus ropas como un recordatorio de la domesticidad que habían construido.
—Ten cuidado en la escuela —le dijo con una voz que era casi un susurro, y antes de que Carlos pudiera reaccionar, ya se daba la vuelta para continuar su camino, dejándolo paralizado en la esquina con la memoria táctil de su abrazo grabada en la piel y el fantasma de las enchiladas aún flotando en el aire matutino.
Mientras Carlos intentaba recomponerse, la calle despertaba en un crescendo de actividad cotidiana. Locales alzaban sus cortinas metálicas con estrépito, el aroma dulzón del pan recién horneado se enredaba con el olor acre de los escapes de los autos, y el murmullo de la ciudad se elevaba como una sinfonía urbana. Caminaba absorto, todavía sintiendo el eco del abrazo de Yoko, cuando una frialdad spectral lo traspasó por la espalda.
—¿Ya ni siquiera te despides con un beso? —susurró una voz impregnada de sarcasmo justo detrás de su oreja, tan cercana que sintió el aliento gélido en su cuello.
Era Devi, materializada exclusivamente para sus sentidos. Sus brazos fantasmales, fríos como una ventisca invernal, se enroscaron alrededor de su cuello desde atrás, mientras su peso incorpóreo se apoyaba en su espalda. Para cualquier transeúnte, Carlos era simplemente un joven caminando con postura inusualmente rígida. Un vendedor de periódicos le lanzó una mirada cargada de curiosidad cuando pasó frente a su puesto, observando cómo parecía hablar consigo mismo.
—Devi, ya habíamos hablado de esto. Baja —murmuró Carlos, articulando las palabras con el mínimo movimiento labial posible, técnica que había perfeccionado específicamente para estas incómodas situaciones públicas.
—¿Por qué? ¿Te avergüenza que tu novia fantasmal te abrace? —su voz destilaba una picardía teñida de celos—. La vi, sabes. A la señorita Yoko. Muy cariñosa, muy... doméstica. ¿Ya le preparas también el desayuno?
Carlos giró hacia la avenida principal donde el transporte se aglomeraba. Una mujer cargando un niño pequeño lo esquivó con expresión perpleja; había notado cómo inclinaba el cuello como si alguien le hablara al oído.
—No es lo que piensas —susurró, con la mandíbula apretada—. Solo estoy ayudándola.
—¡Catorce días de ayuda! —Devi apretó su abrazo gélido—. ¿Ya sustituiste a tu fantasma favorita con una de carne y hueso?
Al llegar a la parada de las combis, donde un grupo de estudiantes con idénticos uniformes esperaba con expresión somnolienta, Carlos se mantuvo en la periferia del grupo.
—Devi, no soy tu novio. No te debo fidelidad —declaró con firmeza renovada, mientras revisaba que tuviera el cambio exacto en el bolsillo.
Un silencio repentino invadió el espacio entre ellos. La frialdad en su espalda se intensificó hasta resultar casi dolorosa. Por un momento, Carlos creyó que se había ido, definitivamente ofendida. Pero entonces, una voz considerablemente más pequeña y vulnerable susurró:
—Pero... ¿el helado?
Carlos contuvo una sonrisa. Ahí estaba, la esencia voluble de la Devi de trece años emergiendo nuevamente.
—El helado sigue en pie —confirmó, observando cómo la combi se aproximaba—. Te invito uno después de clases.
La transformación fue instantánea. La frialdad espectral se transmutó en un cosquilleo energético y casi cálido.
—¿En la nevería de la plaza? ¿La que tiene el sorbete de frutos rojos con reducción de balsámico y pimienta rosa? —preguntó, su voz ahora rebosante de emoción infantil—. Nada de esos horrores con sprinkles de arcoíris, por favor.
—Sí —afirmó Carlos, subiendo a la combi que se llenaba rápidamente de estudiantes.
Mientras se acomodaba junto a la ventana, sintió a Devi deslizarse a su lado, atravesando el cuerpo de una señora que se sentó a su derecha sin inmutarse. La mujer solo experimentó un escalofrío pasajero que atribuyó al aire acondicionado.
—Debe ser un sorbete, no un helado —aclaró Devi, recostando su cabeza fantasmal en su hombro—. De frambuesa y cassis, con una reducción de vinagre balsámico de Módena y un toque de pimienta rosa. Nada demasiado... infantil. —Sus pies etéreos se balanceaban, atravesando el piso de la combi como si no existiera.
Carlos miró por la ventana, ocultando una sonrisa en el reflejo del vidrio. El drama celososo había terminado, reemplazado por la contemplación de delicias culinarias.
La combi se detuvo con un bufido neumático frente al Colegio Darwiniano. Carlos descendió, sintiendo el peso fantasmal de Devi aún aferrado a su espalda como una mochila invisible. Era su acuerdo tácito: ella no se bajaría hasta que él se lo pidiera, y él nunca lo hacía, una danza de dependencia mutua que nunca verbalizaban.
El patio bullía con una energía que no se presenciaba desde hacía semanas. Grupos de estudiantes con idénticos uniformes verde oscuro formaban constelaciones humanas, sus expresiones mezclando resignación con la pereza matutina.
—Parece que los padres finalmente se atrevieron a soltar a sus retoños —murmuró Carlos, lo justo para que solo Devi lo escuchara, mientras esquivaba diestramente a un par de chicas que bostezaban con desenfado.
—El mundo regresa a su aburrida normalidad —susurró Devi en su oído, su voz cargada de ese esnobismo londinense que la definía tan bien.
Al entrar al salón, la atmósfera cambió palpablemente. Carlos sintió cómo la presencia en su espalda se tensaba levemente, como un felino preparándose para defenderse.
—Vaya, vaya —susurró Devi, con una frialdad que podría haber escarchado el vidrio—. Mira quién decidió honrarnos con su presencia.
Mara estaba sentada tres filas más adelante, junto a la ventana. Su espalda estaba perfectamente recta, y ni siquiera volvió la cabeza cuando Carlos pasó. Se había recogido el cabello con una diadema que dejaba al descubierto su perfil sereno.
—Se cree demasiado, esa Metal Mickey —masculló Devi, empleando el apodo londinense despectivo para alguien con brackets. Carlos ignoró el comentario, pero no pudo evitar notar la distancia física que Mara había establecido como una barrera deliberada.
Se sentó en su sitio habitual, al fondo y pegado a la pared, donde las sombras se congregaban como aliadas. Sintió cómo Devi se acomodaba, ajustando su abrazo fantasmal hasta encontrar la posición perfecta. De su mochila, Carlos extrajo con reverencia un artefacto que destelló bajo la luz fluorescente del aula. Era una tableta de cristal ultraligero, un rectángulo de 15x17 centímetros con un espesor de apenas 3.5 milímetros, montado sobre una base delgada de color grafito que parecía absorber la luz. Al pulsar un botón casi invisible en el borde, la superficie cristalina se iluminó desde dentro, revelando una pantalla de 7 pulgadas que emitía un brillo azulado como agua de mar tropical, prometiendo secretos tecnológicos que ningún otro estudiante en ese salón podría siquiera imaginar.