—Sí, solo… creo que debemos irnos a dormir —dijo, pasándose una mano por el rostro. Necesitaba ordenar sus pensamientos—. ¿Dónde está Devi?
—Dijo que tenía que irse —contestó Kocoa, sin alzar la vista de la pantalla.
—¿Y no ha llegado Karen?
—Ella llegó hace rato y subió —respondió Gina desde su postura, manteniendo el equilibrio con una calma envidiable.
—Dios —murmuró Carlos para sí, con un suspiro—. Espero que estés bien. Pero si necesitas algo, solo ven a verme.
—Bueno, chicas, ¿ustedes no van a dormir? —preguntó, intentando normalizar la situación.
—En un rato más —dijo Gina—. Debo terminar esta secuencia.
—Yo no duermo —declaró Kocoa, tajante.
—Ya saben dónde dormir, ¿verdad?
—Con Peach —respondió Gina, mientras estiraba su pierna por encima de su cabeza en un movimiento que parecía desafiar la gravedad.
—Bueno, Yoko —dijo Carlos, volviéndose hacia la chica—, sígueme. Te diré dónde dormirás.
La condujo escaleras arriba hasta su habitación. Abrió la puerta y se dedicó a arreglar la cama con movimientos rápidos, casi mecánicos. Retiró las sábanas que, para su olfato agudizado, aún conservaban el tenue olor a humo y las reemplazó por otras limpias.
—Tú dormirás en la cama, y yo en el suelo —anunció, sin rodeos.
—¿Qué? —Yoko frunció el ceño—. Eso no está bien.
—¿No te gusta la cama?
—No es eso —protestó ella, bajando la mirada—. No podría quitarte tu cama… —Hizo una pausa, y luego, con una mezcla de timidez y determinación, añadió—: Aunque… ¿qué te parece si dormimos juntos?
—No —la respuesta de Carlos fue firme, casi un reflejo—. Mira, tal vez la falta de tus recuerdos no te deje verlo con claridad, pero un chico y una chica de nuestra edad no deben compartir cama.
—Pero el suelo es duro, y tú estás tan cansado —insistió ella, con genuina preocupación.
—Tranquila —dijo Carlos, y por primera vez esa noche su voz sonó verdaderamente serena—. Con mi fisiología, cualquier lugar es perfecto para descansar.
Yoko se mostró indecisa, renuente a aceptar un sacrificio que consideraba injusto. Permaneció de pie en el umbral de la puerta, observando cómo Carlos preparaba su propio lecho en el suelo con una manta doblada y una sudadera a modo de almohada improvisada. Solo cuando él se acostó y cerró los ojos, fingiendo un sueño que sabía que no llegaría fácilmente, Yoko se deslizó finalmente entre las sábanas limpias, aunque su mirada, llena de un agradecimiento confuso.
Todo parecía más tranquilo. La luz estaba apagada y no se distinguía ningún sonido, pero algo perturbaba esa quietud: eran los susurros de Yoko, que resbalaban como sombras en la penumbra.
—¿Qué sucede? —cuestionó Carlos, con un dejo de fastidio en la voz.
Yoko intentó fingir que dormía, pero sus ronquidos eran tan exagerados que resultaban casi cómicos.
—Sé que no estás dormida —insistió él, con una sonrisa leve—. No sabes disimular.
Ella dejó de fingir los ronquidos y se limitó a murmurar algo ininteligible, evitando responder.
—Vamos, dime. ¿Qué te pasa? —insistió Carlos, esta vez con un tono más suave.
—Tengo miedo —confesó la chica, clavando la mirada en el techo como si buscara respuestas entre las grietas.
—¿Miedo de qué?
—De mi amnesia —respondió, tras un suspiro largo y tembloroso—. Sé que no lo parece, pero desde el principio quise salir corriendo, aterrada, al verte dormir tan cerca de mí. Pero entonces recordé… lo poco que conservo en la mente. Cómo me cargaste hasta tu hogar, cómo me protegiste. Decidí no ser una ingrata y darte una oportunidad. Y, bueno… este día de existencia ha sido bueno. No me puedo quejar. Aun así, no conozco nada. No sé si tengo familia, un padre o una madre, amigos… En verdad, tengo miedo. Pero creo que me guía la lógica, y por eso no puedo exigirme tanto. Sin embargo… —su voz se quebró ligeramente— ¿y si la amnesia no es temporal? ¿Y si nunca recupero mis recuerdos?
El tono de Yoko se hundía en la melancolía, rozando las lágrimas, como si el peso de lo perdido fuera materializándose en la oscuridad.
Carlos guardó silencio un momento, eligiendo sus palabras con cuidado.
—Entre ayer y hoy, todo parecía un desastre —comenzó, con una calma que contrastaba con la angustia de ella—. Y en verdad, no sé cómo, no sé qué hacer, ni por dónde empezar. Pero sí te aseguro una cosa: haré todo lo que esté en mi alcance para ayudarte a recuperar la memoria, o para descubrir quién eras antes. Porque, a pesar de que todo haya sido un caos… —hizo una pausa, y su voz se llenó de una certeza tranquila— lo único bueno que salió de todo esto… fuiste tú.
Sus palabras flotaron en el aire, y el cuarto se sumió en un silencio denso y significativo, como un apretón de manos que sellaba un pacto en la penumbra.
Pasaron tal vez veinte minutos, hasta que la respiración de Yoko se volvió más ligera y regular, entregada por fin al sueño.
Para Carlos, en cambio, resultó imposible que Morfeo lo cargara en sus brazos. Permaneció despierto durante bastante tiempo, intentando recordar su propio sueño previo, aquel que lo había perturbado antes. Pero, por más que lo intentó, lo había olvidado por completo, como si solo quedara de él un eco vacío y una sensación lejana que se negaba a tomar forma.
Carlos se despertó como de costumbre a las cuatro de la mañana y se preparó para salir a correr. Al bajar las escaleras, notó a Kocoa frente a su computadora, tecleando con la velocidad y precisión de una profesional, iluminada únicamente por el resplandor azulado de la pantalla en la penumbra. Carlos encendió la luz, pero el cambio no pareció molestar a la concentrada chica.
—Buenos días —saludó él.
Ella no respondió; sus dedos no cesaban de danzar sobre el teclado.
—¿Es verdad que no duermes? —insistió Carlos, deteniéndose a observarla.
—Dormir es una pérdida de tiempo —contestó ella, sin apartar la vista de la pantalla.
—¿Qué te tiene tan fascinada ahí?
—Bueno, te lo diré, junior —respondió Kocoa, deteniéndose por fin y cargando la palabra con un dejo de sorna—. Al fin logré crear una inteligencia artificial funcional. —Una sonrisa de orgullo se dibujó en su rostro—. Me tomó casi cinco meses escribir códigos, usar mis clases de informática y los servidores de Fang Enterprises que amablemente nos prestó Debbie. Pero al fin está terminada. Mi creación está completa.
Carlos no pudo disimular un gesto de desdén, algo que Kocoa captó al instante.
—¿Qué pasa, junior? ¿Te molestó algo? —preguntó, imitando su propio tono anterior.
—Es solo que hablaste como Fernando —confesó Carlos.
En lugar de enfadarse, Kocoa frunció el rostro en una mueca de genuino disgusto.
—Me harás vomitar, junior —dijo, aunque por un momento compartieron una especie de complicidad, unidos por su mutuo desprecio hacia aquel hombre.
Tras recuperarse, Kocoa volvió a sus tecleos.
—Bueno, ¿quieres probarla? ¿Decirle hola?
Carlos se acercó a la computadora con curiosidad.
—Hola, soy Carlos. ¿Cómo estás? —Se sintió instantáneamente ridículo al preguntarle a una máquina cómo se sentía, y Kocoa no pudo evitar reír.
—No seas tonto, junior. Aún no la programé para el reconocimiento de voz. Tienes que escribir en el teclado —aclaró entre risas.
Carlos, un tanto avergonzado, se alejó.
—Espera, junior. ¿No vas a probar mi inteligencia artificial?
—Debo ir a correr —mencionó Carlos como excusa rápida, y salió de la casa.
Siguió su ruta habitual, realizando cada estiramiento con su meticulosidad característica. Pero cuando llegó a la Avenida Insurgentes, una inquietud se apoderó de él. Vio cómo varios camiones militares, pesados y ruidosos, se desplazaban en caravana con dirección al centro de la ciudad.
Carlos no le dio mayor importancia a los militares. Había aprendido por las malas que era mejor no volver a jugar al héroe. Pero al abandonar esa idea, una pregunta más profunda lo golpeó: ¿y ahora hacia dónde se dirigía su vida? ¿Debía regresar a la escuela como si nada? ¿Perseguir al escurridizo demonio de humo? ¿Intentar reconciliarse con Mara, después de todo el daño hecho?
Nada de eso parecía tener una respuesta clara. Solo una certeza lo sostenía: la promesa que le había hecho a Yoko. Ayudarla a recordar quién era se había convertido en su prioridad número uno, un faro en la niebla de su propia confusión. Con ese propósito firmemente grabado en la mente, Carlos regresó a la Casa del Barranco.
Al llegar, fue recibido por Gina, quien realizaba su rutina de entrenamiento en el patio. Sus movimientos eran un flujo constante de patadas y golpes al aire, cada uno ejecutado con una precisión que hablaba de años—o tal vez de algo más—de práctica. Carlos la saludó con un gesto de la cabeza, y ella le respondió con una sonrisa gentil, sin perder el ritmo de su ejercicio.
Como era su costumbre, Carlos se dirigió hacia la llave de agua. Y, como siempre, ahí estaba la toalla doblada con cuidado que Karen dejaba para él cada mañana. Ese pequeño y constante gesto de su hermana le provocó una punzada de cariño. Antes de enjuagar su rostro y beber agua, se acercó de nuevo a Gina, observando su disciplina con genuina curiosidad.
—Oye, ¿por qué te la pasas todo el día meditando y entrenando? —preguntó, cruzando los brazos.
Gina detuvo su secuencia por un momento, su respiración era calmada y controlada.
—El verdadero poder no solo se forja con fuerza bruta, Carlos. Se encuentra en un cuerpo sano y equilibrado —explicó, su voz era serena pero con una autoridad innata—. Y no me refiero únicamente al poder físico, sino a estar preparado para cualquier cosa, dentro y fuera de uno mismo.
Para enfatizar su punto, lanzó un golpe rápido y preciso que se detuvo a escasos milímetros del rostro de Carlos. Él no se inmutó; ni siquiera parpadeó.
—Además —añadió Gina, bajando el puño lentamente—, esta disciplina ayuda al control. Control del cuerpo, de la mente… y de lo que llevamos dentro.
Sus palabras resonaron en Carlos con una claridad inesperada. Esa búsqueda del control, tal vez, era justo lo que él también necesitaba.
Gina continuó su rutina y Carlos observó, fascinado, el absoluto control en cada uno de sus movimientos. Reconoció la disciplina que practicaba: un arte marcial fluida y precisa. Una postura en particular llamó su atención, y casi por instinto, comenzó a replicarla. Sin darse cuenta, se encontró practicando a la par de Gina, sus cuerpos moviéndose en un espejo improvisado de fuerza y concentración.
—Cuida el control —advirtió Gina.
De la nada, ella se desplazó con agilidad justo al punto donde el puño de Carlos se dirigía. Aunque él intentó detener el golpe, su impulso era demasiado fuerte. Su puño se precipitó directo al pecho de Gina, pero ella, con una serenidad asombrosa, logró detenerlo con ambas manos. Aun así, la fuerza del impacto la derribó, haciéndola rodar por el suelo. Se incorporó lentamente, con una expresión de sorpresa genuina.