—¡La casa es nuestra! Fernando y yo la arreglamos juntos —contestó Peach, aceleradamente.
Carlos volvió la cabeza para observarla. Vio la seguridad en sus ojos y, sin decir nada, regresó su mirada a la chica.
—Y si tú eres la esposa de Fernando, ¿qué son las otras dos?
—Bueno… las tres estamos juntas —titubeó Peach, como si ocultara algo, aunque Carlos no le dio mayor importancia.
—Tienen habilidades especiales, ¿no es así?
—Sí.
—Y combatirán el crimen. ¿Cuáles son sus planes?
—¿Planes? Por el momento, solo estamos agradecidas de por fin haber llegado. Estuvimos caminando durante meses.
—¿Meses?
—Sí. Desde j***n. Aunque, para ser exactos, nadamos en el mar como por un mes, y luego caminamos por toda Asia hasta llegar a París, donde nos esperaba Debbie.
La hazaña contada por Peach dejó atónito a Carlos, que en ese momento parecía a punto de dormirse, pero espabiló al escuchar la magnitud del viaje.
—¿Y Fernando estuvo ahí?
—No, tontito. Él se quedó en j***n.
Y ahí estaba la esencia de Fernando en su máxima expresión: dejar que tres chicas viajaran solas por medio mundo, sin importarle lo más mínimo su bienestar.
Peach pidió permiso y salió de la habitación. Para Carlos, la chica parecía amable, pero no podía sacudir la sensación de que escondía algo.
El vacío en su estómago era ya insoportable. Carlos bajó a la cocina decidido a prepararse algo de comer. Kokoa y Gina seguían en el mismo lugar que antes; Peach, ahora en la sala, miraba la televisión sin prestarle mucha atención. Él sacó unos huevos y los cascó en una sartén al fuego. El simple acto de cocinar atrajo de inmediato la atención de las mujeres. Gina y Peach se acercaron a la cocina como atraídas por un imán.
—Por fin, la hora del desayuno —anunció Gina sin ningún tipo de reserva.
Carlos, un poco conflictuado por la invasión a su espacio, decidió no protestar. Con un suspiro resignado, tomó más huevos y los agregó a la sartén.
Peach se sentó junto a Kokoa, pero Gina, antes de unirse a ellas, salió al patio. Después de un momento, la mujer regresó, aunque su corpulenta figura había desaparecido. Ahora solo era una chica muy alta, con un jorongo holgado.
—Espera un momento —cuestionó Carlos, dejando de picar el jitomate, la cebolla y el chile—. ¿Qué pasó aquí? Te ves… delgada.
—Bueno, me quité el armazón —comentó ella con naturalidad, y se sentó frente a Peach—. Fernando me pidió que trajera el prototipo de una de sus máquinas.
A Carlos le entró la curiosidad de echar un vistazo a ese armazón, pero primero decidió terminar con el desayuno.
Preparó unos huevos a la mexicana tan aromáticos y deliciosos que Gina y Peach lo elogiaron con cada bocado. La única excepción fue Kokoa, quien parecía absorta en su laptop, ajena a todo lo demás. El pobre muchacho no hizo más que comer parado, mientras calentaba tortillas en el comal con la esperanza de que no se quemaran.
Por más que comía, Carlos parecía seguir con un hambre voraz. Cuando terminó lo que había preparado, cocinó nuevamente la misma cantidad para calmar el vacío en su estómago. Ese acto lo obligó a descuidar las tortillas, que terminaron chamuscándose, desprendiendo un ligero humo y un olor acre a quemado.
Sin embargo, por alguna razón, a Carlos no le desagradó el aroma. Es más, le provocó probar una tortilla tal y como estaba. Para su sorpresa, la parte carbonizada era un manjar para él, con un sabor intenso y terroso, como el carbón vegetal más exquisito. Comió con gusto las tortillas quemadas y, deliberadamente, puso a calentar unas cuantas más. Claro, para sus “invitadas”, calentó tortillas normales, sin una sola mancha.
Con cada tortilla carbonizada que Carlos saboreaba, su hambre insaciable por fin comenzaba a ceder.
Gina y Peach estaban satisfechas, al igual que Carlos. Kokoa, en cambio, no había probado bocado.
—¿No desayunarás? —preguntó Carlos al aire, dirigiéndose a ella.
—No es que no tenga hambre —contestó la chica sin apartar los ojos de la pantalla.
—Ella no puede comer esta comida —aclaró Peach.
—De hecho, ya pedí —dijo Kokoa. Carlos echó un vistazo a su laptop: la chica había hecho un pedido en línea de diez cajas de una bebida enlatada.
—¿"Kokoa Splash"? —leyó Carlos en voz alta—. ¿Es una bebida energética?
—No. Es una bebida de chocolate. Es lo único que puedo ingerir —le explicó Kokoa, quien por fin volvió la mirada hacia el muchacho. Carlos mostró una expresión de incredulidad—. Oye, Fernandito —dijo la chica con clara intención de ofender—, tú eres especial, igual que yo, que tu hermana felina y que estas dos de aquí. Todas seguimos lineamientos muy específicos para mantenernos con vida.
La chica regresó su atención a la computadora. Carlos, algo irritado por el comentario, sacó del refrigerador varios filetes de pechuga de pollo y los puso a freír. Una vez listos, calentó más tortillas y sirvió la comida en dos platos: uno era una montaña de pollo y huevo que casi se desbordaba, y el otro era considerablemente más modesto. Colocó ambos en una charola junto con una jarra de agua.
Carlos dejó la cocina y subió las escaleras. Primero se dirigió a su habitación y dejó el plato modesto en la mesita de noche, junto a la cama. Lo acompañó con un vaso de agua, un plátano y una manzana. La chica desconocida seguía sumida en un profundo sueño. Acto seguido, se encaminó a la habitación de su hermana, mentalmente preparado para una conversación llena de quejas.
Tocó la puerta suavemente. Estaba más que seguro de que ella lo estaría esperando, al acecho. Sin embargo, la puerta no se abrió; solo podía distinguir la silueta de Karen al otro lado, inmóvil.
—Te dejo tu desayuno —susurró Carlos.
Dejó la charola en el suelo y regresó a su habitación. Un largo y profundo bostezo escapó de su boca. Se sentó en la silla de su escritorio, que había arrimado a la cama para vigilar de cerca a la chica. Mientras observaba su respiración tranquila, su mente comenzó a divagar, meditando sobre todo lo sucedido. Pero la fatiga era más fuerte. En algún momento, el sueño lo venció; se acomodó de tal manera que la mitad de su cuerpo cayó pesadamente sobre el colchón, mientras él seguía sentado, vencido por el agotamiento.
Fue un sueño intenso el que invadió a Carlos. Soñó que era él, corriendo a través de un desierto infinito. No podía verse los pies ni su propia figura, pero en el sueño tenía la certeza absoluta de que era él, desplazándose de un lado a otro con una libertad embriagadora. Una emoción pura, inigualable, lo inundaba. Hasta que, de pronto, un grito ininteligible lo llamó a lo lejos. Podía casi percibir una fragancia dulce en el aire, un aroma que lo llenó de una felicidad tan profunda que no dudó en correr hacia la voz.
Sin embargo, por más que forcejeaba y se esforzaba, sus piernas ya no se movían con la misma agilidad. Al voltear, descubrió con horror una cuerda tensa que, surgiendo de un vacío oscuro y frío, lo sujetaba con fuerza. La sensación fue tan incómoda y opresiva que lo obligó a despertar de un sobresalto.
Abrió los ojos lentamente, la neblina del sueño aún nublaba su mente. Pero antes de que pudiera empezar a analizar lo que había soñado, una caricia suave en su nuca lo sobresaltó por completo. Se incorporó de inmediato. Era la chica, aquella a la que había salvado en el Bosque de Chapultepec. Estaba despierta y sentada en la cama, con una mirada serena que, no obstante, delataba una leve contrariedad.
—¿Estás... estás bien? —preguntó Carlos, todavía con el susto a flor de piel.
La chica miró sus propias manos, moviendo los dedos con torpeza, como si le hormiguearan o no las sintiera del todo propias.
—Mex... Meji... Mejica... —intentó hablar, pero las palabras salieron con una dificultad palpable, como si su boca se negara a obedecerla.
—¿México? —se adelantó a decir Carlos, intentando ayudar—. ¿Quieres decir... México? ¿Es eso? México. Este país es México.
La chica no asintió. Solo lo miraba fijamente, con una expresión que oscilaba entre la confusión y la curiosidad.
—Sí, bueno... esto... esto es México. —Carraspeó, sintiendo la incomodidad crecer ante el silencio de ella. Yo soy de México. Soy mexicano. —Señaló hacia su propio pecho al decirlo—. Mi nombre es Carlos. Carlos. —Hizo una pausa, esperando una reacción que no llegó—. ¿Y tú? ¿Tú nombre? ¿Cómo te llamas?
La chica seguía sin decir nada, sus ojos claros estudiando cada uno de sus gestos.
—Antes... hace rato, me dijiste... me hablaste en japonés. —Carlos juntó las palmas de las manos e hizo una pequeña reverencia, imitando de forma torpe un saludo—. Japonés. El idioma japonés. —Luego, señaló hacia ella—. ¿j***n? ¿Tú... eres de j***n? ¿Eres japonesa? Yo hablo español. —dijo, tocándose los labios—. Este es el idioma español. ¿Comprendes? ¿Entiendes?
La chica abrió la boca como para intentar formar una palabra, pero solo salió un sonido tenue. Carlos notó una chispa de frustración en sus ojos, y eso lo impulsó a continuar, cambiando a un tema más inmediato.
—Tienes hambre. —afirmó, y luego llevó su mano a su propia boca—. Comer. Yo como. ¿Tú quieres comer? —Hizo el gesto universal de llevarse comida a la boca—. Agua. ¿Tú quieres agua? Beber.
Carlos tomó el vaso de agua que descansaba en su mesita de noche y lo sostuvo frente a ella.
—Agua —dijo, con claridad.
Un destello de comprensión cruzó por los ojos de la chica.
—Agua… —pronunció ella, con una voz suave pero clara, como si estuviera probando la palabra en su boca.
Entonces, con una urgencia repentina, agarró el vaso y se lo bebió de un trago continuo, como si acabara de cruzar un desierto. Un pequeño hilo de líquido se escapó por su barbilla. Al devolver el vaso vacío, su mirada se encontró con la de Carlos, y esta vez no había rastro de confusión, solo una lucidez desgarradora.
—Gracias.
El español que acababa de articular era perfecto, con una fluidez y una entonación nativas que contrastaban brutalmente con sus titubeos de apenas minutos antes. Ya no sonaba a una estudiante; sonaba como alguien que había vivido toda su vida allí, a pesar de que sus rasgos asiáticos contaban una historia diferente.
Carlos parpadeó, desconcertado. El cambio era tan abrupto que resultaba inquietante.
—Entonces… ¿tú hablas español? —preguntó, incapaz de disimular su asombro.
La chica se llevó una mano a la sien, con un gesto casi reflexivo.
—Yo… creo que sí —comentó, y una ligera, muy ligera sonrisa asomó a sus labios.
Aliviado por ese pequeño progreso, pero aún con mil preguntas dando vueltas en su cabeza, Carlos intentó ser metódico.
—Estupendo. Primero: ¿estás bien? ¿Te duele algo? —hizo una pausa, esperando una negativa con la cabeza antes de continuar—. Segundo: ¿de dónde eres? Y por último: ¿cómo te llamas?
La sonrisa de la chica se desvaneció de inmediato. Su rostro se relajó, perdiendo toda expresión, y sus ojos se movieron de un lado a otro, como escaneando el aire en busca de una respuesta que no encontraba. Era un vacío palpable, una pantalla en blanco. De repente, sus pupilas se dilataron y sus ojos se abrieron de par en par, inundados de un puro y absoluto terror. Llevó las manos temblorosas a sus sienes, apretando con fuerza.
—No… —susurró, con la voz quebrada por el pánico—. No recuerdo nada.