Creí que tenía el control. Creí que, al menos por hoy, mis acciones eran suficientemente medidas como para no asustarla. Que mi cercanía ya no la pondría en tensión. Estaba equivocado. Bastaba un mal gesto, una palabra, incluso mi sombra… y su cuerpo se crispaba.
Y eso me frustraba. Me enfurecía.
Nunca había estado tan cerca de una mujer por conveniencia, y mucho menos por elección propia. Y sin embargo, aquí estaba, atrapado entre la irritación y la obsesión que se había asentado en mi vida como un mal hábito… Alessia.
Llevábamos más de dos horas dando vueltas por el maldito centro comercial. Nada de lo que la estilista le mostraba servía. Nada la convencía. La veía tensar la mandíbula, sonreír por cortesía, negar una y otra vez.
Me recordó a mi madre. A cómo odiaba que mi padre intentara vestirla como un adorno. Ella usaba ropa sencilla, cómoda, lejos de los excesos. Mi padre se enfurecía.
Quise pensar que Alessia estaba luchando con lo mismo: imponerse sin desafiarme del todo. Trazando su propio criterio dentro de los límites que yo ponía.
Pude haberlo simplificado todo: decirle a Lili que tomara las medidas y mandara a diseñar algo para esta noche. Pero… quería verla elegir. Quería conocer sus gustos.
Cuando entramos en una tienda menos formal, Alessia finalmente mostró algo más cercano al interés. Vestidos más cortos, colores vivos, telas que brillaban bajo las luces frías. Y ella… más relajada.
Terminaron eligiendo algunos conjuntos. Me senté cerca de los vestidores, Lili a mi lado, mientras revisaba la información del embarque que Matteo me había enviado. Tenía que supervisarlo antes del anochecer. Solo pensar en ese retraso me irritaba, pero más me irritaba pensar en dejar a Alessia aquí sola.
Suspiré, y de repente Lili soltó un chillido. Por instinto, levanté la vista. Creí que era por mi gesto, como lo había sido antes.
—Este conjunto te queda increíble —dijo la estilista dando pequeños saltos.
—No creo que esto sea lo más cómodo —esuché murmurar a Alessia desde los vestidores.
—Señor, ¿qué le parece? —Lili se inclinó hacia mí con los ojos brillantes.
Rodé los ojos. No había prestado atención a los conjuntos anteriores. No me interesaba.
Pero entonces… la vi.
Alessia salió del vestidor con un enterizo azul marino brillante. La tela era semitransparente, ceñida en su cintura, abriéndose desde las rodillas en forma de campana. Las piernas largas y pálidas quedaban insinuadas bajo el brillo.
La parte superior era… un maldito atentado a mi autocontrol. Dos bandas gruesas cruzaban su pecho y se anudaban en su nuca, dejando su espalda completamente desnuda. Su piel parecía demasiado suave, demasiado delicada.
Sentí el aire hacerse espeso. El corazón golpear un poco más fuerte.
Aclare la garganta y me puse de pie demasiado rápido. Intenté mantener la compostura, pero mi torpeza me traicionó: varias prendas cayeron del perchero con un sonido seco que reverberó en la tienda silenciosa. Fruncí el ceño, como si eso pudiera borrar lo evidente.
Cuando levanté la vista, Alessia ya me estaba mirando. Sus ojos estaban abiertos por la sorpresa… ¿o por algo más? Sentí un tirón en el pecho, y antes de poder evitarlo, mis pasos me llevaron hacia ella, como si mi cuerpo hubiera tomado una decisión sin consultarme.
Quería alejarme. Quería correr. Quería que dejara de afectarme como lo hacía.
Pero ahí estaba, avanzando directo hacia ella.
Me detuve justo a su lado, lo suficiente para ver con claridad la textura brillante del enterizo… y la piel tibia que dejaba expuesta. Tragué saliva. La voz que quería mantener firme se me quebró por dentro.
La tomé por la cintura con suavidad —demasiada, quizá— y la giré hacia el espejo del vestidor. Su respiración se agitó apenas, lo suficiente para intoxicarme. La mía… ni hablar.
Su piel cálida contrastaba con el frío repentino que se me deslizó por la nuca. No sabía si era un golpe de nervios o de rabia. Nervios porque tenía a Alessia tan cerca que podía sentir la vibración mínima de su respiración. Rabia porque solo imaginarla caminando frente a otros con ese enterizo me provocaba un incendio visceral que no debería sentir.
En el espejo, su reflejo parecía más pequeño a mi lado. Delicada. Frágil de una manera que me hacía querer envolverla con mis manos y esconderla del puto mundo.
Tuve miedo de tocarla más de lo permitido. Miedo de lo fácil que sería romper esa distancia que ella necesitaba.
—¿Qué es lo que piensas tú, Alessia? —pregunté, esforzándome por mantener la voz controlada. Quería que dijera que no. Que buscara otra cosa. Que me diera un motivo para alejarme. Pero no lo hizo.
Ella sonrió. Una sonrisa pequeña, tímida… pero real. Su mirada recorrió su cuerpo de arriba abajo, siguiendo el mismo camino que mis ojos habían tomado sin permiso.
—Estaré bien con él —dijo.
Y su sonrisa se desvaneció cuando sus ojos se encontraron con los míos. Algo en mi expresión debió delatarme, porque su rostro cambió. Ya no había miedo. Ya no había esa tensión que siempre se colaba entre nosotros.
Había preocupación. Por mí.
—¿Esto está bien? —preguntó, girándose hacia mí.
La forma en que lo dijo. Su tono, su gesto y su duda se me clavó debajo de las costillas. Jamás creí que llegaría el día en que Alessia me mirara así… como si le importara mi respuesta. Como si estuviéramos en el mismo lado, aunque solo fuera por un segundo.
—Estaremos bien si te sientes cómoda…
Mentira. Me estaba muriendo por dentro, pero tenía que aparentar calma. Ella se veía feliz, tranquila incluso, y eso bastó para obligarme a apartar todo lo que no debía sentir. Mis emociones. Mis pensamientos. Cada impulso que me empujaba a olvidarme de que esto no era más que un trato.
Un trato que me aseguraría territorio, poder y un asiento sólido en el extranjero cuando presentara a mi “esposa”. Un trato que terminaría en cuanto revelara la verdad sobre su padre. Y cuando ese momento llegara, lo nuestro —si es que podía llamar “nuestro” a algo— dejaría de existir.
No podía fallar.
No podía permitir enamorarme de una mujer que no pertenecía a mi mundo.
No podía permitir que Alessia cruzara una línea que yo mismo había dibujado… y que ya estaba borrando con mis propias manos.
Ella asintió tímidamente frente al espejo, y ese gesto me atravesó. Di un paso atrás, necesitaba distancia. Aire. Control.
Me giré hacia la vendedora, que estaba lo suficientemente cerca como para escucharme.
—Nos llevaremos ese —dije, señalando el enterizo que llevaba puesto. Ni lo dudó. Volteé hacia la estilista, que recogía las prendas descartadas —. Y todo lo demás también.
Y entonces escapé.
Salí de la tienda casi corriendo, con el corazón golpeándome la garganta. La espalda descubierta de Alessia seguía clavada en mi memoria, como una condena. Esa mujer iba a ser mi ruina.
Apenas estuve fuera, ordené que la llevaran a casa sin un rasguño, que la prepararan para la noche, que nada fallara. Yo… necesitaba otro aire. Una excusa para alejarme, aunque supiera que era una excusa patética.
Mientras caminaba por el pasillo vacío del centro comercial, el mareo me golpeó. No era cansancio. No era estrés. Era la voz de mi padre repitiéndose en mi cabeza como una amenaza vieja y conocida.
Él no creía, ni por un segundo, que Alessia sería mi esposa. No creía en mis decisiones. No creía en mi control.
Y quizá tenía razón.
Ella venía de un mundo que jamás se cruzaría con el mío, de no ser por Marco. Un rostro que no conocía hace dos meses, y ahora… ahora era la única persona que lograba hacerme perder la cordura.
Mi padre me dio un ultimátum la noche anterior. Si este plan fallaba, él tomaría las riendas. Y cuando él tomaba el control, lo hacía a base de sangre.
Yo lo sabía. Él lo sabía.
Y Alessia también pagaría las consecuencias.
Apreté los dientes.
Tenía que hablar con ella antes del evento familiar. Tenía que dejar claras las reglas, los riesgos, lo que estaba en juego. O ambos caeríamos bajo las manos de nuestros padres, de la forma más horrenda y miserable que existía en nuestro mundo.
Y yo no estaba dispuesto a perder.
El sonido de mi celular me arrancó de mis pensamientos más oscuros. El nombre de Matteo apareció en la pantalla, parpadeando con insistencia. Solté un suspiro antes de contestar, justo cuando cerré la puerta del auto. Su voz explotó en el altavoz, cargada de enojo:
—¿Dónde carajos estás?
Llevaba media mañana buscándome, aunque él sabía que había dejado órdenes claras de que nadie me molestara. Fruncí el ceño y dejé que el silencio pesara unos segundos antes de responder. Mi humor no estaba para soportar impertinencias… y Matteo parecía empeñado en olvidar quién mandaba.
—Antes de continuar —dije con una calma afilada, tan fría que el chofer tensó los hombros—, voy a pedirte, por tu bien, que recuerdes cómo hablarme. Bajé la voz solo para hacerla más grave —No creo que quieras quedarte sin lengua.
Al otro lado de la línea escuché un suspiro largo. Me lo imaginé masajeándose las sienes con frustración contenida. Ese tic suyo siempre salía cuando tenía que tragarse el orgullo frente a mí. Y funcionaba… porque ambos sabíamos que, si quería, podía borrarlo del mapa con solo una palabra.
—Luca… —empezó con otra exhalación pesada—. Tienes que venir al oeste de la fábrica Nexus. Hay un posible sospechoso de Park…
Matteo no terminó la frase, pero no necesitaba hacerlo. Mi mandíbula se tensó tanto que me dolió.
—¿Estás seguro? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta por el tono seco de su voz.
—Tan seguro como para no perder el tiempo llamándote —respondió Matteo—. Si es quien creemos, podría llevarnos directo a la persona que traicionó a su padre.