El camino hacia la ciudad fue una tortura silenciosa. No solo por los autos negros que nos escoltaban como si fuéramos figuras políticas importantes, sino por la presencia inquietante de Luca sentado a mi lado. No dejaba de mirarme. No una, ni dos veces: toda la maldita carretera. Su silencio era tan afilado como un cuchillo; cada vez que sentía su mirada subirme por la mejilla, el cuello o la mano apoyada sobre mi regazo, mi estómago daba un vuelco involuntario.
Solo dejó de inspeccionarme cuando el auto entró al estacionamiento subterráneo del centro comercial. Un lugar enorme, perfectamente iluminado, que parecía vacío… demasiado vacío. Como si el mundo entero hubiera sido desalojado solo para dejar su imperio jugar a vestirme como un maniquí.
—¿Lo cerraste? —susurré. No sé por qué, pero sentí que levantar la voz en ese lugar sería casi un sacrilegio.
Luca no respondió. Solo caminó.
La estilista nos esperaba delante, con una sonrisa radiante, genuinamente entusiasmada por la montaña de trabajo que Luca quería que hiciera conmigo. A diferencia de él, ella sí parecía feliz con la idea de tener todas las tiendas disponibles solo para nosotros. A mí me daba escalofríos. A Luca parecía darle igual. Y aun así, llevaba la mandíbula tan tensa que pensé que en cualquier momento la rompería.
Él miraba hacia un costado… no hacia mí, no hacia la estilista. Miraba a los conductores, a los guardias, a las sombras dentro del estacionamiento. Como si esperara que algo o alguien apareciera de la nada para atacarnos. Eso me puso aún más nerviosa.
Cuando notó lo rígidos que estaban mis hombros, dejó de moverse, como si hubiera comprendido que su inquietud estaba empezando a contagiarse. No dijo nada, pero bajó el ritmo de su respiración. Siempre tan controlador, incluso con eso.
Caminamos detrás de la estilista, rodeados por una muralla humana de guardaespaldas enormes. Luca era alto, fuerte… pero sus hombres me superaban al menos por dos cabezas. Cada uno parecía una montaña negra en movimiento.
Una presión extra oprime el pecho cuando pienso que no tengo idea de cómo comportarme frente a la gente de su mundo. No sé qué debo decir, qué no debo preguntar, qué puede ofender, qué puede ponerme en peligro…
No sé nada.
Peor aún: no pusimos reglas claras en nuestro trato. Y eso… eso podía usarse en mi contra en cualquier momento.
“Debiste pedir un contrato”, pensé mientras un sudor frío me recorría la espalda. “Algo escrito. Algo que él no pudiera cambiar cuando quisiera.”
Bufé sin querer, frustrada conmigo misma. Al parecer, demasiado fuerte, porque Luca giró la cabeza hacia mí con un ceño leve, casi imperceptible pero peligrosamente atento.
Mis pasos se aceleraron detrás de la estilista, como si así pudiera escapar del caos dentro de mi cabeza. O de él. O de todo esto, que empezaba a sentirse como un pozo sin fondo.
El centro comercial, tan vacío, tan silencioso, tan muerto… me oprimía el pecho. Caminaba entre tiendas cerradas solo para mí, y aun así, en lugar de sentirme importante, me sentía cautiva.
Como si cada paso marcara un nuevo eslabón de una cadena invisible.
Y Luca, con su paso seguro, sus manos en los bolsillos, y esos ojos que brillaban solo para calcular… caminaba a mi lado como si ya fuera suya.
—Entremos aquí —dijo la estilista al detenerse frente a una boutique de vestidos de noche. El local tenía vitrinas de cristal iluminadas con luces suaves que hacían brillar los vestidos como si cada uno fuera una joya expuesta en un museo. Ella se giró hacia mí con una sonrisa tan grande y radiante que por un segundo me pregunté si la habían entrenado para no parpadear jamás —Los vestidos te van a encantar, Alessia.
Asentí con una sonrisa más tensa que sincera. No quería apagar su entusiasmo, aunque en el fondo solo pensaba en lo mucho que odiaba usar vestidos de noche. Nunca me gustaron: demasiado apretados, demasiado largos, demasiado… reveladores. Y yo siempre había sido torpe con ellos. Si eran altos, me tropezaba. Si eran estrechos, me faltaba el aire. Si eran ambos, probablemente moriría antes de llegar a la puerta.
Y allí estaba yo, entrando a una tienda donde solo había vestidos de ese tipo.
Genial.
Las mujeres dentro del local se giraron apenas nos vieron cruzar la puerta. Primero miraron a Luca —porque claro, ¿quién no lo haría?— y luego a mí. Y aunque trataban de disimularlo con sonrisas profesionales, sus ojos recorrían mi ropa sencilla como si analizaran cada hilo, cada costura, cada error. Mi estómago se revolvió.
“Perfecto, ya empezamos con los juicios silenciosos.”
Luca caminaba detrás de mí con paso pesado, firme, transmitiendo una presencia que llenaba todo el espacio. Yo la sentía detrás de mis hombros como una sombra viva. Los guardaespaldas se distribuyeron por los rincones del local, enormes, silenciosos, vigilantes. Todo eso hacía que la tienda —tan vacía y pulida— se sintiera aún más fría. Más ajena.
La estilista avanzó como si estuviera caminando sobre una pasarela, tocando perchas, murmurando cosas sobre colores, cortes, siluetas. Yo, en cambio, solo quería gritar. Gritarle a Luca por arrastrarme aquí. Gritarle a la estilista por parecer tan feliz con todo esto. Gritarle a los vendedores por seguir mirándome como si no encajara.
Quería huir. Escapar corriendo por los pasillos del centro comercial vacío, sin luces ni música, como si fuera un escenario abandonado hecho solo para nosotros. Para él.
“Va a ser un día largo”, pensé mientras tragaba saliva.
Largo para la estilista. Largo para Luca. Y larguísimo para mí.
—Si algo no te gusta, solo dilo, A —murmuró Luca detrás de mí, su aliento rozando la base de mi nuca como un roce accidental… pero no lo fue. Un escalofrío recorrió mi columna. Me alejé un paso, lo suficiente para recuperar el aire, y asentí sin mirarlo antes de seguir a la estilista.
Ella parecía tener más energía que todos los guardaespaldas juntos. Iba de un lado a otro, hablaba para sí misma, levantaba telas, descartaba otras con apenas un vistazo. Cuando me vio acercarme, me tomó de la muñeca como si yo fuese una muñeca de trapo y me llevó directamente hacia los tonos pastel.
Apenas vio cómo mi expresión se desfiguraba, negó con la cabeza tan rápido que pensé que le dolería el cuello.
—No, no, no —dijo, frunciendo el ceño—. Esto no eres tú.
Antes de que yo pudiera decir algo, ya me arrastraba hacia una sección completamente diferente. Los colores oscuros. Las telas pesadas. Los cortes elegantes. Sacó un vestido de terciopelo color vino, largo, ceñido en la cintura, con un escote que definitivamente haría que cualquiera se tragara la lengua.
Si fuera otra mujer, seguramente estaría deslumbrada.
Pero no lo estaba.
Negué con suavidad, casi pidiéndole perdón, y su sonrisa se derrumbó como si la hubiera pateado por dentro. Lo colgó de vuelta con un puchero que en cualquier otra situación me parecería adorable.
Luego vinieron más. Uno tras otro. Diez, doce, quince vestidos quizá.
Demasiado ajustados. Demasiado descubiertos. Demasiado largos.
Cada vez que le decía “no”, su ceja temblaba un poco más. Hasta que finalmente bufó, se llevó ambas manos al cabello y se lo sacudió como si estuviera intentando reiniciar su cerebro.
Se giró hacia mí con los ojos muy abiertos, casi desesperados.
—Está bien, respiremos —dijo, respirando ella misma como si acabara de correr un maratón—. Dime… ¿qué cosas te gustan?
La pregunta sonó sencilla, pero me dejó en blanco. Sentí la mirada de Luca quemándome la espalda, como si estuviera evaluando cada palabra que diría. Como si fuera importante.
—Definitivamente no esto —respondí, intentando sonar amable… aunque mi voz salió más nerviosa de lo que quería admitir.
La estilista entrecerró los ojos. Luca soltó una risa suave detrás de mí, la clase de risa que no sabía si quería golpear o esconderme bajo tierra.
La estilista soltó un suspiro pesado, dejando caer los hombros como si por fin admitiera una derrota temporal. No sabía cuánto tiempo habíamos pasado allí, pero para mí ya eran horas interminables entre telas brillantes. Después de unos segundos, volvió a levantar la cabeza y me sonrió como si nada hubiera pasado, como si su frustración nunca hubiera existido.
—Bien, no te preocupes —dijo mientras enlazaba su brazo con el mío—. Tenemos toda la mañana, y estoy segura de que en este centro comercial debe haber algo que te guste.
—Claro, señorita… —murmuré, sintiendo cómo la vergüenza me calentaba las mejillas mientras salíamos de la tienda.
Ella rió suavemente.
—Por favor, dime Lili —pidió con esa sonrisa enorme que llevaba desde que nos conocimos, tan constante que me pregunté si no le dolía el rostro de mostrarla tanto.
Por un instante, al salir de la tienda, lancé una mirada de reojo hacia Luca. Seguía con los ojos clavados en la pantalla del celular, el ceño fruncido en esa expresión que ya parecía permanente en él. Cada cierto tiempo soltaba un suspiro pesado, el tipo de suspiro cargado de enojo que hacía que tanto Lili como yo nos tensáramos sin necesidad de mirarnos.
Estaba molesto; eso era evidente. Quise convencerme de que sólo se trataba del aburrimiento, de que ya le fastidiaba verme negar vestido tras vestido, repitiendo la misma mueca incómoda cada vez que Lili me hacía girar frente al espejo. Pero había algo más allí, algo que no tenía nada que ver conmigo ni con los vestidos.
Algo que él estaba intentando disimular… y no le estaba funcionando.