—¡A mí! ¿Para qué? ¡Verme a mí! —Naturalmente, Clifford. No te pueden tener esa adoración sin que tú correspondas aunque sólo sea un poco. Para ella, San Jorge de Capadocia es poco comparado contigo. —¿Y crees que vendrá? —¡Oh, se ruborizó! ¡Y por un momento pareció hasta guapa, la pobre! ¿Por qué no se casarán los hombres con las mujeres que realmente les adorarían? —Las mujeres empiezan a adorar demasiado tarde. ¿Pero dijo que vendría? —¡Oh! —Connie imitaba a la jadeante señorita Bentley: «Su excelencia, no sé si me atreveré a tomarme esa libertad.» —¡Tomarse la libertad! ¡Qué absurdo! Pero deseo por lo más sagrado que no aparezca por aquí. ¿Y qué tal su té? —Oh, «Lipton’s» y muy fuerte. Pero, Clifford, ¿te das cuenta de que eres el Roman de la Rose de la señorita Bentley y de muc

