La Propuesta, parte uno.

2841 Words
Sirenas. Entro por la calle, mi edificio tiene la fachada negra. Grupos de gente corren por todos lados. Hay niños llorando y adultos en un estado de Shock. Una niña mira a la gente alrededor y pregunta: — ¿Han visto a mi mamá? — la voz le tiembla, su cara roja indica que ha llorado. Nadie responde. Un bombero pasa a mi lado, lo detengo. — ¿Algún herido? — No. No de momento — me responde y se va corriendo hacía las llamas. El aroma a quemado es intenso. Llega de mis narices y hace arder mis ojos. Busco entre la multitud a mis vecinos. Encuentro a una de ellas gracias a su cuello de jirafa: Doña Carmen. Me acerco a ella con la cola entre las patas. — ¿No has visto mi cadenita? — le pregunta a su hija. — Doña Carmen — le digo, mi voz suena desgarrada. Muchos gritos, muchas emociones al mismo tiempo. Intento mantener la compostura — ¿Sabe si alguna de mis cosas sobrevivió? Lo que sea. En específico unas maletas. Doña Carmen intenta decir algo, me mira primero como a quien le cortaron a mitad de sentencia. Después su rostro se vuelve una mueca de lástima. — Alfredo, disculpa. Pero parece ser que no. De tu departamento y de don Guillermo no quedan más que cenizas. Probablemente a Don Guillermo se le olvidó desconectar la plancha, y bueno el departamento de Don Guillermo estaba bajo el tuyo y pues...Ya ves. — Ay ese Don Guillermo. Que loquillo me salió — digo intentando sonar libre de culpa. — Sí, pero no te preocupes Alfredo. Yo y unos vecinos vamos a linchar a ese viejo desgraciado. — Ahí me guardan un poco — digo sin prestarle mucha atención a lo que dicen. Me siento en la banqueta. Pasan las horas. Veo como los bomberos pasan, uno tras otros. El incendio ya apagado deja tras de sí una mancha oscura en la zona donde mi departamento estuvo alguna vez. Los bomberos sacan algunas de mis cosas como un favor. Mis maletas con dinero están completamente destruidas. Todo mi dinero se ha ido. Mi boleto de avión no existe más. De mi escultura no se pudo rescatar nada. Probablemente ahora solo es arcilla líquida derramada en el piso. Tal vez ni eso. Mi gato se salvó. Juego con él un rato en las afueras del bloque de departamento. — Al menos aún te tengo a ti — le susurro. Minutos después la niña que buscaba a su mamá, ahora en mano de su madre pasan a mi lado. La niña se detiene y grita emocionada: — ¡Panchito, te estaba buscando! El gato me abandona. Al parecer siempre tuvo dueña y yo solo le daba comida extra. Me quedo solo. Llega la noche, comienza a llover ligeramente. Me refugio en una parada de autobuses, tengo frío. No tengo a donde ir. El mundo sin un hogar parece horriblemente grande y aterrador. Comienzo a notar que los asientos de la parada tienen un fierro que separa el asiento continuo para generar tres asientos separados, no tanto para evitar que una persona se siente en dos lugares, sino para que la gente sin hogar no pueda dormir ahí. Vaya gente desgraciada que se les ocurrió el sistema perfecto para afectar a los que menos tienen. Me hago bolita en el asiento de en medio y veo los carros pasar. Dormito un poco. El teléfono vibra, son cerca de la una de la madrugada. La lluvia parece haber bajado un poco. Reviso mi teléfono. Tengo múltiples llamadas perdidas. De todo el día, desde la mañana. Todos son de un número desconocido. El teléfono tiembla en mi mano. Es ese número, llamando otra vez ¿Debería contestar? Miro alrededor con miedo. Normalmente no contesto números que no conozco pero ahora sólo quiero escuchar la voz de alguien, aunque sea extraña, aunque me intente vender un seguro de vida, lo que sea. Con tal que ese ligero contacto humano calme mi melancolía y soledad. Aguanto la respiración inconscientemente mientras contesto. — ¿Alfredo? ¿Estás ahí? Es Sarita, la santa de mi trabajo. Una parte de mí se relaja, respiro. — Hola Sarita — mi voz tiembla — ¿todo bien allá? Ella se detiene un momento, confundida. ¿De qué estoy hablando? ¿Todo bien allá? Por supuesto que todo está bien allá. Fue mi casa la quemada. Otra vez la mala costumbre de hablar sin pensar. — Sí, todo bien aquí — responde —. ¿Y qué hay de ti? ¿Se salvó algo? ¿Tienes donde quedarte? — Sorprendentemente sí, se salvó un gato que tenía. Claro, luego llegó la dueña y al parecer ese gato tenía una casa grande, no sé. Estoy pensando en demandarlo con la señorita Laura, así si no exhibo al desgraciado mínimo podría usar la fama del programa para lanzar mi carrera de modelo o algo — Sarita se ríe en la línea —. Fuera de ahí mi casa… Bueno mi casa se quemó. Toda, todita — Hago un ademán con las manos, como si ella pudiera verme —. ¡Puf! Ya no es... Ya no está. Y… Y yo, bueno. Yo. No tengo nada. Nada de nada. Cada esquina de mi casa se fue. Mi dinero, mi ropa. Mis recuerdos. Mi oportunidad de irme — Me río, más de nervios que otra cosa —. La verdad es que tengo miedo. Tengo mucho miedo Sarita. Algo caliente cae por mi mejilla. Por un segundo pienso que alguna paloma decidió bendecir el final de este día bautizándome con su gracia. Lo toco con mi mano… Es una lágrima. Sarita me reconforta por teléfono mientras yo sigo llorando. Me dice que me quede donde estoy, que vendrá por mí. Le hago caso y me cuelga. Quince minutos después me vuelve a llamar, no le había dicho dónde estaba. Así es ella. Al fin viene por mí. Me lleva a su departamento. Es similar al mío: Muy grande para solo una persona, demasiado pequeño para dos. Ella apaga la luz. Seguro se preguntan «jeje» ¿Qué hace un hombre y una mujer solteros en un departamento tan pequeño, con las luces apagadas en una noche como esta? «jeje» Bueno, ella se va a dormir a su cuarto y yo me dedico a llorar en su sofá en silencio principalmente. Paso el resto de la noche pensando en las palabras de mi jefe. “Rosadito” y “Rarito” me duelen más. ¿Acaso ellos sabían más de mí que yo mismo? Nunca había pasado por mi cabeza nada raro en mí. No soy diferente a cualquiera que conozca. Creen que me gustan los hombres. Sinceramente nunca me ha gustado nadie en particular. Aunque hubo una vez… Me despierto al siguiente día pensando en que hacer para compensar a Sarita por dejarme quedar en su casa. Pienso en hacerle el desayuno, pero cuando me doy cuenta ya está desayunando con un plato extra esperándome. Chilaquiles, mis favoritos. — Eres demasiado buena Sarita. Ella sonríe mientras come. — ¿Ya pensaste qué vas a hacer? Puedes quedarte hasta que encuentres un lugar, si gustas. La compañía es buena, a veces. — Gracias. Supongo que voy a buscar algún trabajo. Me toca volver a empezar — Como un poco y sonrío —. A lo mejor pido trabajo en el banco, seguro buscan mi reemplazo. Me río. — Eso me recuerda — dice Sarita —. Me dijo la de recursos humanos que podías ir por tu finiquito. Igual y te sirve. Lo había olvidado. El finiquito. Es el dinero que la empresa te da cuando termina tu empleo, es bastante dinero si llevas el tiempo que yo y se te despide. Tristemente renuncié. Así que no esperaba que fuera mucho. Antes, cuando pensaba irme del país, planeaba dejarlo ahí. Sin reclamar. Pensé que sería muy poco como para quedarme y más aún pasar la pena de volver a ese lugar luego de quemar todo puente con la empresa. Además no quería volver a ver a mi jefe. Pero en tiempos de necesidad... Una hora después estamos frente a tiendas Mendoza. Mis manos tiemblan. Sarita me ayuda a entrar sin que mis ganas de huir saquen lo peor de mí. Camino por la tienda saludando a todos. Todo el mundo me mira raro. Algunos me miran con un respeto y admiración que rayan en la envidia, otros me miran como un loco despreciable. Cada paso que doy resuena con un eco que retumba en un silencio tan agudo que casi corta. Cierro los ojos para evitar sus miradas. Alguien grita en el fondo: — ¡Mhysa! Otra voz se le une, y luego otra. Al fin se escuchan cientos de voces hablando, gritando por mi atención. Me he convertido en el profeta del Godinato. Alzo mis manos para dejar que mis súbditos me toquen. Abro los ojos. Todos siguen en silencio, me miran raro. En la televisión hay un episodio de Juego de Tronos. Ya decía yo. Trato de ocultar mi vergüenza y corro directo a las oficinas de Recursos Humanos. — ¿Se te escaparon los dragones, Mhysa? — me saluda la mujer de recursos humanos con una sonrisa burlona. — Sí, por eso se quemó mi casa. Ten cuidado. La última vez que vi al grandote iba hacía la tuya. Su sonrisa se le congela. — No te preocupes, yo no dejaría la plancha conectada nunca. — Eso es porqué no planchas tu ropa. ¿Ya me puedes dar mi finiquito? La mujer de recursos humanos se ríe de mí. — Sí. Pero antes, me parece que el jefe quiere hablar contigo. Mi corazón se detiene. — ¿Conmigo? — Sí. Específicamente contigo. Ya sabes, nunca hace este tipo de cosas con la gente que se va. Pero tú. Bueno. Tú eres un caso especial. — ¿No podemos saltarnos eso y me dan mi dinero y me voy? La señora se ríe. — Él tiene tu dinero en la oficina. — Dile que quiero otro, ese ya está sucio. — Me parece que tiene algo que decirte, y esa es la última palabra. Ella finge que se pone a trabajar en su computadora. No hay manera de discutir con ella. Entro a la oficina de mi jefe. Ahí está con Gutiérrita. Gutiérrez me mira aún enojado. Mi jefe, de manera extraña, tiene el rostro relajado. — Por favor, déjanos solos — dice mi jefe. Gutiérrez sale, no sin antes hacer una risita en mi oído al pasar a mi lado. «¿Qué está pasando? ¡Alerta roja! ¡¡ALERTA ROJA!!» Es lo que dice mi mente. Me siento frente a mi jefe. Ambos nos quedamos en silencio un minuto entero. El único sonido es el del reloj. Tic, tac. Tic, Tac. — Siento lo de tu casa — dice al fin. Dudo. ¿De verdad dijo lo que creo que dijo? ¿Está el gran omnipotente Juan Carlos Mendoza disculpándose conmigo? ¿Juega acaso con mis sentimientos? No sé qué pensar. — Lo digo en serio. Sé lo que es perder tu patrimonio. Yo mismo perdí mi primera tienda, hace muchos años. Se quemó igual. Nadie debería pasar por eso. ¿Dónde te estás quedando? — Con Sarita, en su departamento. Mi respuesta es automática, no sé qué responderle a ese hombre. Juan Carlos se rasca la barbilla, ahí donde la sombra de una barba inexistente se asoma. Parece satisfecho con algo. No quisiera aventurarme a saber lo que pasa por su mente. — Ah, la buena Sarita. ¿Ustedes dos..? — No. Sólo es una buena amiga. — Una buena amiga — repite, algo decepcionado. Se encoge de hombros. Comienza a buscar en su escritorio. Saca un sobre pequeño. — Este es el dinero de tu finiquito. Con la rapidez de un ninja, lanzo la mano al sobre. Juan Carlos es más rápido, me detiene de tomarlo con su mano. — Creí que era mío — le digo. Juan Carlos asiente. — Lo es, pero quiero que me escuches antes. Tengo algo que proponerte. Es una propuesta que será de provecho para ambos. Quito la mano. Juan Carlos saca otros tres sobres. Todos diez veces más grande que el primero. — Quiero primero que nada, compensarte por todo lo que ha pasado. Y ayudarte. Estoy a punto de negarme. Él me detiene. — Este sobre es para que puedas pagar la renta seis meses en algún departamento, calculé más o menos cuánto valía la renta del que tenías, y le subí un poco más para que estés en uno mejor. Juan Carlos empuja el primer sobre hacía mi. El cual se abre ligeramente de lo lleno que está dejando ver la cantidad de billetes. Solo un diez por ciento de los billetes en él servirían para pagar tres años del alquiler de mi departamento pasado. Mi corazón comienza a acelerarse. Juan Carlos empuja el segundo sobre. — Este sobre es para que puedas comprar mejor ropa, algo lindo. Trajes, corbatas. Incluso te hice cita con mi sastre personal para que puedas lucirte mejor en tu nuevo trabajo. — ¿Mi nuevo trabajo? — Sí. Quiero que trabajes para mí. — El hecho es que no quiero quedarme en el país mucho tiempo, señor. — Te puedes ir cuando gustes. Haz tu dinero, vete. — ¿Sería trabajar de gerente aquí, de nuevo? Juan Carlos se ríe. — No, no. Pensé en un trabajo mejor, más digno de ti. Y tus habilidades. Hablando de eso. Juan Carlos empuja el tercer sobre. — Este es un bono invernal, para ti. Un adelanto si gustas. Feliz navidad. Mis labios comienzan a temblar. — Juan Carlos, yo… Señor Mendoza — Comienzo a llorar —. ¿Después de todo lo que hice? Juan Carlos se comienza a reír. — Alfredo, soy un hombre viejo. El pasado ni me va ni me viene. Juan Carlos me agarra de la mano fuertemente para que deje de llorar. — Toma, tu nuevo contrato. Lo tomo, y lo firmo. No puedo creer que esto esté pasando. Tras años de odiarlo. Tras años de sentirme humillado, dejado, abandonado e incluso estafado por él. Este sujeto, mi jefe decidió ayudarme tras todo lo que hice. No me siento digno de él. — Ahora, ven. Vamos a darles la noticia a todos. Mi jefe y yo salimos de la oficina. Alrededor de nosotros se junta todo el personal de la tienda y el banco. Nos miran como si esperaran otro espectáculo como el de ayer. Me ven con los ojos llorosos y algunos sonríen como diciendo «Vamos, haz lo tuyo». — Aprovechando que todos están reunidos queremos darle la noticia. En vista de todo lo ocurrido ayer. Es mi deber recordarles que esta empresa cuida por los suyos, y que aquí todos tienen un lugar al que corresponden y al cual queremos llevarlos — La gente aplaude confundida, ni yo entendí lo que dijo —. Así que, es mi placer anunciarles que alguien que ustedes conocen y aprecian ha llegado al fin al lugar que siempre fue de él. Un lugar que le ha esperado por años y que al fin, está listo para llenar. Es mi placer anunciarles el nuevo director de operaciones de Empresas Mendoza, mi nueva mano derecha… — La emoción me llena, no esperaba tanto. Comienzo a temblar. Me tapo la boca para no gritar. Todos nos miran con emoción. Sarita grita de felicidad — ¡¡Javier Gutiérrez!! La gente aplaude. Nadie sabe que pensar. — ¿Y yo señor? — le pregunto a mi jefe. — Ah, sí. Y reincorporándose a Empresas Mendoza, su compañero Alfredo Gómiz. Mi nuevo chofer. La gente se suelta a reír. Una carcajada tras otra. — ¿Chofer? En eso no quedamos. — ¿Ah no? Está aquí, en tu contrato. Un contrato de cinco años conmigo y el préstamo que te di en los sobres. — Pero… — Ahí está ¿Acaso no lo leíste? — Pero me dijo que sería un trabajo más digno de mí. Juan Carlos sonríe. — Alfredo. Tienes el nombre de una salsa, no te creas la gran cosa. Camino hacía atrás. Tropiezo con un estante. Una televisión extremadamente cara cae al suelo rompiéndose. Todos se ríen de mí. Todos excepto Sarita. Juan Carlos disfrutando la situación se encoge de hombros. — Eso saldrá de tu sueldo. ¿Qué son unos pesos más? Tienes cinco años para pagarme. Me levanto horrorizado, le doy los sobres de dinero a Sarita. — ¿Qué pasó? — Te explico luego. Me alejo, limpiándome las manos con la ropa. Las siento sucias por tocas ese dinero puerco que me ha arrebatado otros cinco años de mi vida. Salgo corriendo. La gente me rodea, algunos me tocan mientras se burlan. — ¡Mhysa! ¡¡MHYSA!! — se burla la señora de recursos humanos.                 Grito de horror. No se oye, solo se escuchan las risas. 
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