La Propuesta, parte dos.

1471 Words
Estoy corriendo. Mi respiración es rápida, entrecortada. Todos los sonidos suenan tan lejanos. Los carros me pasan de lado, zumbando. La gente alrededor mía me mira raro mientras me ven pasando entre ellos. ¿Qué tan lejos estoy de la tienda? Espero a que kilómetros, pero probablemente solo a unas calles de distancia. Me paro frente a un parque público donde nadie puede verme. Me siento en la primera banca pública que encuentro. Aquí al menos estaré a salvo. Tengo que calmar mis pensamientos. No puedo negarme. Conozco muy bien los contratos de la empresa. Probablemente haya una cláusula con amenaza de una demanda multimillonaria por incumplimiento de contrato. Mi teléfono suena, es un mensaje de mi jefe: “Nos vemos el lunes”. Apago el teléfono y me lo guardo en el bolsillo. Mis manos tiemblan. Mis piernas tiemblan. Mis ojos arden en lágrimas hirvientes. ¿Qué he hecho? ¿Cómo he podido confiar en ese desgraciado otra vez? ¿Cómo no se me ocurrió leer el contrato? La gente del parque se me queda viendo, unos niños botan su pelota en una cancha de basquetbol, sus madres los apartan del parque como si tuvieran miedo de que les contagie la lepra. Pronto me quedo solo en la banca, mirando al piso. Veo como una sombra se acerca a mí, y le escucho sentarse a mi lado. Suena pesado. — ¿Mal día? — me dice un Hombre Gordo pero con apariencia aún fuerte, vestido de traje y con lentes con marcos cuadrados gigantes de metal. No sé si confiar en él. Dudo unos segundos. Pero digo: «al diablo» y asiento. — Mal semana. El hombre sin mirarme asiente también. Mira al horizonte. — ¿Trabajo? — Sí — me limpio las lágrimas con la manga —. Renuncié a mi trabajo. Luego tuve que volver por falta de dinero, pero al parecer mi trabajo de gerente se lo dieron a otro. A mí me dieron uno de chofer. — Ah — El hombre saca un cigarro, se lo pone en la boca mientras me ofrece uno de la caja. Con la cabeza me niego «No, gracias». Se guarda la cajetilla. Enciende su cigarro y fuma unos segundos —. ¿Siquiera te paga bien? — No. Y debo trabajar para él cinco años por un contrato que firmé. Me tiene de las bolas. Justo cuando creí que podía confiar en él. Firmé sin fijarme creyendo que de la buena voluntad de su corazón me estaba dando dinero y un trabajo para ayudarme. Sólo era para extorsionarme. El Hombre asiente. — Así es él. Le gusta aprovecharse porqué sabe que estás necesitado. — Sí. Y lo dejé hacerlo. Lo peor es que quería irme. Ya tenía todo listo pero… Simplemente se arruinó todo porqué… Porqué… — ¿Por qué se quemó tu casa? — me dice. — Sí. Justo cuando yo… Me detengo en seco. — ¿Cómo sabes que se quemó mi casa? — Lo oí. Santa Claus te lo dijo después de que barriste la pista de baile en Tiendas Mendoza. — ¿Estabas ahí? — Sí. Cada cuánto vamos. Observamos. Buscamos. — ¿Vamos? ¿Buscan? El hombre se ríe, aún sin mirarme. Tira su cigarrillo y lo pisa. — Necesito que vengas conmigo antes de que te diga más. — No. Lo siento. Lo que vendas no lo compro. Me levanto. Tengo miedo. Comienzo a caminar, rápido. Casi trotando. Veo la salida del parque, detrás de mí el hombre camina, tranquilo pero seguro hacía mi dirección. Llego a la calle. Una camioneta gris tipo van se detiene. Un hombre Canoso con el pelo peinado hacía atras sale pistola en mano. — Súbete. Volteo a ver detrás de mí, el Hombre Gordo camina hacía a mí mientras se arregla el saco del traje. En la cintura también tiene una pistola. — ¿Qué está pasando? — grito. El Hombre Canoso me da una patada en la cara desde la camioneta. Todo se pone n***o un instante, me siento desorbitado. Caigo de espaldas al piso y me golpeo contra la dura calle. Siento mi cuerpo rebotar. No tengo control de mí. Como en una experiencia astral, veo como el hombre canoso y el hombre gordo me suben a la camioneta. Me ponen un saco en la cabeza y me dejan cara abajo en el asiento trasero. Intento gritar. Uno de ellos (probablemente el Canoso) me pone la rodilla en el cuello aplastando mi cabeza. No puedo respirar. — Deja de ladrar, perro. Me quitan la rodilla de la garganta y me quedo callado con mucho miedo de hacer cualquier sonido. Incluso mi respiración la intento hacer quedita. Siento la pistola fría aún apuntándome contra la espalda. Escucho a la camioneta pasar calle por calle. Intento escuchar algún sonido que me de referencia de donde estoy, a dónde vamos. Nada. Todas las calles son iguales, el bullicio de la gente es un murmullo que sisea y se apaga poco a poco mientras nos alejamos de la ciudad. Al menos sé eso. La camioneta se detiene. En el silencio los escucho murmurar. — ¿Es este? — Sí. Me sacan de la camioneta aún con la cabeza tapada. Alguien me amarra la mano con una cuerda rugosa que pica, me lastima y sé que si me muevo demasiado la cuerda comenzará a cortarme. Me hacen caminar en la oscuridad, la pistola está en mi espalda. — Cuidado con el escalón — me dice la voz del Hombre Canoso. Levanto mi pie y doy un paso más largo. Me caigo. — Lo siento. Parece ser que no hay escaleras aquí. Se ríe de mí. Me levantan, adolorido. Me torcí el talón en la caída. Apenas y me puedo mantener parado. Me cuesta caminar. Me jalan del brazo como si fuera un juguete de trapo. Me ponen de rodillas con una patada en la pierna. Parece ser que se dieron cuenta de que me torcí el pie, pues me pegan justo en mi lado lastimado. Grito de dolor. Me quitan la capucha. Por un momento la luz me deslumbra y veo solo formas borrosas. Después mi visión se aclara. Parece ser que estamos en alguna bodega. Todo está en oscuridad con excepción de un foco que cuelga directamente encima de mí. De reojo, en las sombras veo al hombre de canas, está a mi izquierda con la pistola aún apuntándome. — No te voltees — me dice una voz nueva. Es de un hombre anciano. Su voz es grave y se escucha terriblemente cansada. Sin embargo, sé que no debo confiarme. Ese hombre es tan peligroso como el que tiene un arma sobre mi —. Mira al frente tuyo. ¿Los reconoces? Frente a mí camina el hombre gordo que me pateó. Se arrodilla y comienza a colocar distintas fotos en el piso: Una de mi jefe, una mía, una de tiendas Mendoza y otra de una mansión gigante de color blanco con ventanas enormes de vidrio por encima de una alberca olímpica y una cancha de tenis. Unas escaleras de piedra blanca llevan a un patio de grava con pinos rodeando el terreno. Hay un Ferrari y un Bentley color verde oscuro ahí junto a varios coches lujosos que no logro reconocer. — Reconozco las primeras tres. ¿De quién es la casa? — De tu jefe. — ¿Y qué quieren de mí? Yo no tengo dinero. — ¿Te parece que somos gente que necesita tu dinero? — No sé que clase de gente son. — Deberías saberlo. ¿Olvidas en qué país vives? Trago saliva, mi garganta está seca. Nunca creí cruzar camino con ese tipo de gente. Nunca me había metido con nadie, nunca había salido de las normas que se me habían dado. Nunca antes de renunciar a mi trabajo me había comportado de alguna manera que molestara a nadie. Siempre complaciendo a quien sea, dejándome pisar por quien sea. — No he hecho nada. No sé a quien buscan pero yo no soy nadie. El hombre canoso a mi izquierda se ríe. — He ahí el problema Alfredo. Tú eres el único que puede ayudarnos «¿Alfredo? Saben mi nombre. ¿Qué tanto saben de mí?» pienso. — ¿Qu-Qué necesitan? ¿Qu-Qué puedo hacer por ustedes C-caballeros? — pregunto temblando. — Alfredo, te venimos a dar una propuesta a la que no podrás negarte. Queremos acabar con tu jefe de una vez por todas. Y tú vas a ayudarnos. — ¿A-ayudarlos? ¿Ayudarlos a qué? — Vamos a matarlo — dice el hombre canoso con una sonrisa. — ¿Y si me niego? — Alfredo — me dice el anciano con una voz entre la incredulidad y la risa — ¿Quién te pregunto si querías o no?
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