Titubeo.
Sus palabras caen sobre mí como un trueno. Por mi espalda corre sudor frío, casi muerto. Tengo miedo de responder, pero sé que si no lo hago me obligarán a hacerlo. ¿Qué debo hacer? ¿Les sigo la corriente? ¿Trato de negociar? Tantas posibilidades. Todas me aterran igualmente. El anciano se aclara la garganta como esperando respuesta.
— Yo… Yo no soy un asesino — le digo al final.
El hombre gordo me mira con una sonrisa.
— ¿Quién dijo que tú ibas a matarlo? — me dice el anciano —. No, no te has ganado ese derecho. Hay una fila interminable de personas que desean su muerte y tú, niño. Eres el último en ella.
«¿Una fila interminable de personas que quieren matar a mi jefe?» Le creo. Sí. Mi jefe no ha sido más que un desgraciado que ha buscado aplastar a cada uno de sus trabajadores. Por ¿Cuantos años? ¿Diez, veinte, treinta? No podría saberlo. No conozco a nadie, ni siquiera los más viejos que puedan decir algo bueno sobre Juan Carlos Mendoza, o su empresa.
— Entonces ¿Qué quieren de mí? — les pregunto.
— Información.
Alguien se mueve detrás de mí. Se escuchan rueditas poniéndose en movimiento.
— Baja la cabeza — me dice el hombre de canas.
Le hago caso. Escucho el metal chillando mientras las ruedas de una silla de ruedas pasa por mi lado derecho. El hombre gordo se quita de enfrente mío. Frente a mí ahora, está un hombre anciano en una silla de ruedas con un traje de vestir n***o y una camisa roja oscuro sin corbata. Parece ser que tiene un sombrero el cual oscurece su rostro. Solo puedo ver el ligero reflejo de luz en sus ojos formando apenas dos puntos blanco en la figura oscura de su cara. El Anciano con sombrero trae un paquete de cartas en la mano.
— No pedimos mucho. Sólo te pedimos que vigiles a tu jefe. Me han informado que ahora eres su chofer ¿No es así?
— Sí — volteo a ver el hombre canoso —. Así es.
— Entonces no se necesita más de ti. Ve y conviértete en su chofer. Haz lo que él te diga. Cada viernes iremos por ti, y nos harás un resumen semanal. Queremos saber sus horarios, a donde se mueve, con quien habla. Cuentas bancarias, deudas. Personas que le deban. Queremos que Juan Carlos sea tan transparente como un trozo de vidrio antes de darle el golpe. Queremos acabarlo primero. Quitarle todo, acorralarlo como una rata. Y después que ya no tenga nada.
El anciano me hace una señal con el dedo, es una pistola. Hace como que dispara.
— Te estaremos vigilando hasta que nos volvamos a ver.
— No lo haré.
El anciano parece sonreír en las sombras.
— Corrígeme si me equivoco ¿Acaso no lo odiabas?
— Sí. Con todas mis fuerzas.
— ¿Acaso no te estafó recientemente?
— Sí.
— ¿Entonces?
— No quiero verme involucrado en ningún crimen de ningún tipo. Ni siquiera quería quedarme en el país. Quiero irme de aquí, de la empresa, de todo. Ya no quiero perder más tiempo. Solo volví porqué no tengo nada — comienzo a llorar —. Una cosa tras otra, todas quitándome la oportunidad de vivir mi vida. Yo… Yo sólo quiero ser feliz.
El anciano me mira profundamente. Yo sigo llorando. Me siento humillado frente a estos hombres armados que nunca había visto, y que, si quisieran, me matarían en cualquier segundo. Aquí, en el almacén no hay nadie que pueda ayudarme. Ninguna mano amiga, nadie que me console. Estoy solo, emocionalmente desarmado y muy asustado.
— Parece ser, niño, que la vida te ha dado una mala mano — Me dice el anciano. Hay algo en su voz ¿Compasión? ¿Entendimiento? No lo sé. Pero su voz suena diferente
— ¿Una mala mano?
— Sí — El Anciano saca las cartas de su paquete y comienza a jugar con ellas. Tira múltiples cartas, como repartiendo —. En la vida hay gente como Juan Carlos, gente a la que la vida le tira múltiples As. Ese hombre desde antes de nacer tenía una pareja de cohetes. Una gran pareja que fácilmente podría ganarle a la mayoría de las demás manos — El anciano muestra dos As, uno de picas, otro de tréboles. Los tira en dirección a la foto de Juan Carlos, caen juntas —. Otras personas, ligeramente más afortunadas como tu compañero, el que anda como perrito tras las faldas de tu jefe tiene dos reinas. No es una mala mano pero, hay otras que pueden ganarle — El anciano tira dos reinas, una de picas y otra de diamantes —. Pero tú niño. A ti te dieron una mala mano. Una carta alta, Un as y un diez. Las probabilidades de que ganes este juego son casi milagrosas. Sin embargo, nosotros buscamos darte una segunda oportunidad. Queremos servirte un Rey, una Reina y un Arlequín. Con esto, tendrías una escalera real. Ganándole a tu jefe sin problemas. Pero para eso tienes que ayudarnos a que te ayudemos. Miralo como algo mutuo. Seríamos socios en esto.
El anciano tira delicadamente dos cartas hacía mi, caen en mis rodillas. Es un As y un diez de corazones. Luego me muestra las otras cartas que me prometió, todas del mismo palo. Las tira en el suelo, lejos de mí, pero lo suficientemente cerca como para alcanzarlas si lo intentara.
Una parte de mí lo considera. Veo frente a mí múltiples caminos que se rompen en otros caminos aún más pequeños:
En uno, les digo un definitivo «No» y recibo un balazo por una persona que no levantaría una servilleta por mí.
En otro les digo que sí y me condeno a mi mismo a una vida de remordimientos, de sentirme culpable. Vivir cada hora, minuto y segundo en constante miedo de mis acciones. No podría verme al espejo sin ver en mis propios ojos los ojos de Juan Carlos. Por otro lado Juan Carlos no ha hecho más que herirme constantemente con sus palabras y acciones, por varios años. Y si él no está, si logro acabar con el contrato antes. Si logro huir de todo esto ¿Acaso no estaría en mi derecho luego de que me engañara de tal manera?
— ¿Y bien? ¿En qué piensas? — pregunta el Anciano.
— En que no se jugar póker — admito.
— ¿Me dejaste que diera un discurso y que buscara cada carta sin decirme ese detalle importante?
— Pensé que si lo interrumpía me iban a disparar, socio.
El anciano se ríe.
— Sí, bueno. Estas no son las circunstancias en las que nos vemos metidos de momento — El anciano hace una seña. El hombre canoso baja su arma —. Así está mejor. Ahora ¿Aceptas nuestra propuesta?
Tomo aire.
— ¿Me dejarían pensarlo?
El anciano parece complacido.
— ¿Cuándo entras a trabajar con Juan Carlos?
— El lunes — le respondo.
— Hoy es viernes. Tienes para decidirte hasta el Lunes por la tarde, a las cinco.
El anciano se retira de la luz, escucho una puerta abrirse y cerrarse tras de él.
El Hombre canoso me jala del brazo para levantarme. Mis piernas me duelen, están entumecidas y al levantarme de golpe pierdo el equilibrio. Me tambaleo, el hombre canoso me ayuda a mantenerme estable, aún si siento como si me fuera a desmayar. Es como si una pelota dentro de mí comenzara a botar y golpear desde mis pies a la cabeza de pronto oscureciendo mi vista, de pronto solamente haciendo que un ruido agudo golpeara mis oídos.
El hombre gordo se me acerca y me trae un teléfono rojo, antiguo. De esos que existían antes de las pantallas táctiles. Lo pone en mi bolsillo.
— Tenemos este número, nosotros te marcaremos exactamente a esa hora. Contesta, no habrá una segunda oportunidad. Falla y…
El hombre gordo se acomoda sus lentes y me sonríe.
— ¿Qué pasa si fallo?
El hombre gordo señala al hombre canoso.
— Mi amigo aquí se divertirá contigo.
Lo volteo a ver. El hombre canoso parece disfrutar su posición de matón. Miro a los ojos al hombre gordo, el cual comienza a reírse.
— ¿Es broma verdad?
El hombre gordo niega con la cabeza.
Esto es lo último que veo antes de que me pongan el saco y me suban a la camioneta de nuevo.