20 de febrero de 2100.
—¡Arriba las manos! —le apuntó con el arma.
El sujeto alzó una linterna y mostró su rostro. No llegaba a los cuarenta años y por su actitud, seguramente no había sido él quién había herido a su colega.
—Mi nombre es Manuel Ibáñez —musitó—, y usted acaba de dejar de escapar al científico más peligroso del Valle. Sin embargo, aún está a tiempo de reparar su error.
—¿Qué dice? ¿Está hablando de…?
—De Horacio Aguilar. Si usted me lo permite, podemos ir tras él.
—No sería ético que permitiera que la vida de un civil corriese peligro.
—¿Una oficial de policía viene a darme clases de moral? —el sujeto hizo una mueca—. ¡Por favor! ¡Aguilar mantuvo a las autoridades al margen durante más de dos décadas gracias al dinero! ¿Acaso usted no estaba al tanto de ello?
Leona sólo sabía lo que le había contado su amigo Pablo, nada más. Era consciente de que el gobierno y sus superiores ocultaban mucha información respecto a Culturam y otros crímenes encubiertos que habían tenido lugar en el Valle.
Apretó los labios, y terminó asintiendo.
—Vamos a por él —dijo ella finalmente.
—Genial…
Mientras trotaban, él comentó:
—Causaré un incendio y provocaré una explosión. Es la única forma de terminar con todo esto.
—No me parece buena idea…
Luego de haber permitido que Manuel causara una explosión, ambos huyeron de la edificación.
—¡Ahora los dos Aguilar, padre e hijo, deben estar tiesos bajo los escombros! —exclamó Ibáñez, antes de perderse de vista.
Esto está mal, esto está mal. Se había dejado llevar por el impulso de vengarse de Horacio Aguilar a causa del dolor, pero no había pensado que más personas inocentes podrían haber muerto ese día.
No puede ser, no puede ser.
Huyó tan rápido como pudo. Al escabullirse entre el pastizal, vio a lo lejos una figura cuyo andar era errático, vestía un traje de protección y era alto y esbelto. Se veía sucio y ensangrentado.
—Ese muchacho ¡Tiene que ser el hijo del científico! —musitó para sí misma, razonando que los demás ya habían evacuado el edificio.
Leona no dudó en correr hacia él.
Samuel se hallaba increíblemente aturdido luego de la explosión. Sentía que la angustia estaba asfixiándolo. Tenía el cuerpo entumecido, estaba mareado e increíblemente confundido.
Corrió hacia donde no había multitud, el griterío de la muchedumbre le hacía doler aún más la cabeza. Además ¿Quiénes eran esas personas? ¿Amigos… o enemigos?
Se sentía como si le hubieran extraído un órgano. Sus pies se movían hacia adelante, y él los seguía, sin tener idea hacia dónde se dirigía.
Jugueteó con el collar que tenía puesto, hasta que tropezó, enredándose con sus propias piernas, y cayó de bruces al pastizal. Notó que perdió el colgante. Buscó a tientas el objeto, pero no fue capaz de encontrarlo. Maldijo para sus adentros. Se puso de pie, tambaleante, y se movió hacia adelante.
Estaba descompuesto y débil, y sentía un dolor punzante en las sienes ¿Qué demonios le había sucedido? ¿Por qué tenía la necesidad imperiosa de huir, y a su vez… se sentía tan triste?
Para su sorpresa, alguien le tocó el hombro mientras andaba de forma errática.
Una mujer policía. Se veía agotada, sucia y sudada.
—Si querés sobrevivir… lo mejor sería que vinieras conmigo.
Anduvieron en el vehículo en completo silencio. La única interacción que habían tenido había sido cuando la agente le había convidado agua.
Llegaron a una granja súper tecnológica. La mujer lo guio hasta una pequeña casa que había allí.
—Podés quedarte aquí el tiempo que desees. Comé lo que quieras y usá lo que quieras, te daré empleo. Mañana hablaremos al respecto.
—Espere… —era la primera palabra que salía de su boca—. ¿Quién… es usted? ¿Cómo me conoce?
La señora lo miró con confusión.
—Soy Marcela Pinares, oficial de policía… Vos sos Aguilar ¿No?
—Samuel Aguilar —era una de las pocas cosas que recordaba sobre sí mismo. Su nombre.
Esperó a que la mujer continuase.
—Samuel, no te preocupes. Ahora estás a salvo. Ocupate de ducharte, comer algo y descansar ¿De acuerdo? Te traeré ropa limpia.
Él fue capaz de imaginar hacia dónde iría la agente. Sin embargo, no presentó objeción. Se encontraba demasiado agotado para hablar.
No sabía qué le había ocurrido en esa edificación, y tampoco qué les había sucedido a sus padres. Presentía que había pasado por muchas situaciones difíciles. Se sentía sumamente amargado.
Ni bien la mujer se marchó, se pegó una ducha tibia. Observó las heridas y las cicatrices que tenía en su piel, recorriéndolas con las yemas de sus dedos.
No podía recordar cómo las había obtenido.
Supuso que el cuerpo de un adolescente promedio de dieciocho años no debería encontrarse así de lastimado ¿Verdad? Sus manos eran la parte más marcada. Tenía una lastimadura que todavía estaba curándose y demasiadas cicatrices.
Una vez que se bañó, se colocó una bata —que le quedaba bastante corta, ya que era de mujer—, y fue a la cocina para buscar algo para comer.
No sabía cuánto tiempo había tardado en el baño, pero le sorprendió encontrar en el sofá una muda de ropa de hombre, que él presintió que le pertenecía. Arriba de la misma, había un cartel hologramático que rezaba: >.
Samuel se puso un pantalón deportivo y una camiseta, y cenó comida instantánea. De postre, ingirió algunas frutas y luego se acostó en el sofá, pensativo.
Le dolía el cuerpo y la cabeza, y se sentía increíblemente confundido. No podía dejar de preguntarse qué demonios había ocurrido en ese lugar y por qué él no era capaz de recordarlo. Se sentía como si hubiese perdido doce años de su memoria de un día para otro.
Recordaba a su mamá, la persona más dulce que había existido en el planeta. Tenía la certeza de que había muerto cuando él era un niño, pero no era capaz de acordarse cómo. Sabía que su padre había sido abusivo con él, pero no recordaba muchos momentos compartidos con su progenitor. Era frustrante. Sentía que ya no poseía una identidad.
Se echó a llorar. Sentía un nudo en la garganta. Dejó salir la angustia que le oprimía el pecho hasta quedarse dormido.
Una chica de cabello castaño y lacio, ojos de color café y de escasa estatura lo tironeó del brazo hasta el lago. Metieron los pies en el mismo. El líquido cristalino estaba frío, pero no importaba: el clima nocturno era cálido.
Pronto, la jovencita lo salpicó con agua. Empezaron a jugar, hasta que ella tropezó. Instintivamente, Samuel la atrapó y la atrajo hacia sí, para que no se lastimara. La adolescente se quedó atónita unos segundos, hasta que se animó a rodear el cuello del muchacho con sus delgados brazos. Samuel se sintió increíblemente nervioso. Nunca había estado así de cerca de una chica tan hermosa.
Deseaba besarla, pero estaba paralizado. Temía que ella lo rechazara ¿Quién se podía fijar en un monstruo como él?
Los monstruos eran monstruos hasta su muerte.
Los monstruos no merecían ser felices.
En un abrir y cerrar de ojos, la escena cambió.
Estaban en el cementerio del Valle, y había un hombre regordete abusando de la chica que le gustaba. Sintió que estaba a punto de enloquecer de la ira. Los pervertidos merecían morir.
Sin dudarlo, apartó al sujeto y comenzó a golpearlo hasta dejarlo prácticamente desmayado, descargando su furia con cada puñetazo.
Cuando notó que el individuo estaba muy malherido, se apartó. Con las manos ensangrentadas, se acercó a la muchacha para socorrerla.
Sin embargo, un sentimiento de horror lo invadió al comprobar que la chica había muerto hacía rato. Tenía el cuello quebrado y moretones en todos los lugares visibles de su piel.
—¡ISABEL! —aulló—. ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Samuel se despertó completamente sudado. Miró la hora en la pantalla del living, y notó que apenas eran las tres de la madrugada.
Se acordaba de la mitad del sueño, maldición. Se preguntó quién era esa hermosa chica, y por qué él había soñado que alguien le hacía daño. Si habían conversado o la había llamado por su nombre, no lo recordaba.
Qué frustrante.
Se levantó a tomar agua, y en lugar de ir al sofá, se acostó en una cama pequeña que había en un dormitorio. Se obligó a intentar dormir. Su cuerpo estaba cansado, y su mente, también.
Samuel causó una explosión. Entró dispuesto a salvar a esa chica, quien estaba en manos de un hombre de mediana edad.
El secuestrador le pidió que se sacara la máscara, y la muchacha le gritó que no lo hiciera. Sin embargo, él necesitaba rescatarla. No podría hacerlo si ese individuo le hacía daño.
Se quitó la protección. El tipo aprovechó para apuntarle a la cabeza y dispararle…
Pero ella se había movido con rapidez. Empujó el brazo del sujeto con toda la fuerza de su delgado cuerpo, impidiendo que la bala se incrustara en el cráneo de Samuel.
De repente, la imagen cambió.
La hermosa muchacha de cabello castaño estaba en sus brazos.
—Vos me salvaste a mí… y yo te salvé a vos.
—Samuel… —alguien le tocó el hombro—. ¡Samuel! ¡Son las nueve!
—¿Mm? —se giró para ver quién lo llamaba.
Todavía se seguía confundido y tenía el cuerpo entumecido.
—Estabas murmurando el nombre de una chica —anunció Marcela—. ¿Quién es?
—¿Qué chica? —se sentó en la cama y la contempló fijamente.
La mujer reflexionó unos instantes. En lugar de responder su pregunta, formuló otra:
—Muchacho ¿No te acordás de lo que sucedió en Culturam?
Él negó con la cabeza.
—¿Y de la jovencita a la que llamabas?
Volvió a negar con la cabeza, sintiendo que la frustración volvía a invadirlo. Ni siquiera sabía si esa hermosa muchacha era real o producto de su imaginación.
—Vamos a hablar a la cocina. Prepararé el desayuno. Arréglate.
Ella se marchó de la habitación. Samuel arrastró los pies hasta el baño, se lavó el rostro y se acomodó un poco el cabello. Luego, se dirigió hacia donde estaba Marcela.
Sobre la mesa digital, había dos cafés, dos jugos frutales y tostadas con jamón y queso.
La señora le hizo un gesto con la mano para que se sentara y disfrutara de la comida.
El estómago de Samuel rugió. Lo primero que hizo fue pegarle un mordisco a una tostada mientras bebía un poco de café.
—Samuel, necesito saber qué recordás exactamente. Anoche mientras vos descansabas, estuve haciendo averiguaciones en los archivos de mi amigo Pablo Becerra… Así que puedo ayudarte a rememorar algunos eventos.
Él se encogió de hombros. Ni siquiera sabía quién era Pablo Becerra.
—Tengo sangre letal. Mi padre… no ha sido bueno conmigo, pero no consigo saber qué me ha hecho, bueno, además de experimentar conmigo. Mi madre… ella sí me amaba. Su afecto me ha salvado de convertirme en un monstruo.
La mujer asintió.
—¿Hasta qué edad tenés recuerdos?
—Más o menos hasta los seis o siete años. No sé cómo murió mi mamá, y mucho menos qué sucedió en Culturam.
Marcela se frotó el mentón, pensativa.
—Vos estabas encerrado con tu padre en una habitación. Evidentemente, él te ha quitado tus recuerdos antes de morir. Quizás lo hizo para experimentar una última vez… quién sabe lo que pasaba realmente por la cabeza de ese loco.
—¿Está muerto? —lo presentía, pero sólo necesitaba corroborarlo.
—Sí. Los líderes de Culturam están muertos: Víctor Heredia y Horacio Aguilar —Ella había dicho Culturam. Luego averiguaría al respecto—. Su mano derecha, Toribio Castellán, está preso y siendo juzgado por la justicia. Te diría que no vayas a verlo, por cuestiones de seguridad. De hecho, lo mejor para vos es que adoptes una nueva identidad y que evites ir al Valle en donde algún trabajador de Culturam pueda reconocerte y denunciarte a las autoridades. Ya sabes, porque vos eras el más peligroso de los experimentos. Supongo que dejarán a tus compañeros mutantes en libertad sin que el público del Valle sepa, para no generar controversias.
Samuel se encogió de hombros. Tenía un nudo en la garganta: ¿Había más personas como él? ¿Qué había sucedido con ellos?
—No te preocupes, aquí estarás a salvo. Si algún ser querido está buscándote, estoy segura de que te encontrará. Mientras tanto, debes permanecer en este lugar.
Él asintió.
—¿Cómo debería llamarme de ahora en más?
—Lo he estado pensando, y creo que lo correcto sería llamarte Santiago Aguirre. No es tan diferente a tu nombre, y creo que es incluso hasta más adecuado para vos.
El joven no protestó. Se limitó a beber un poco de jugo de frutas.
—Trabajarás en la granja, y cuando tengas necesidades, podrás pedírmelas. Te recomiendo que no salgas sin avisarme a dónde vas.
—No se preocupe, no voy a salir… ahora no tengo a dónde ir.
—Mm… —ella se frotó la barbilla, pensativa—. Creo que sería conveniente cortarte el cabello. Rapártelo, mejor dicho. En el baño hay una máquina para eso…
—Luego la usaré.
—Muy bien, ahora tengo que explicarte cómo trabajar en la granja. No creas que comerás gratis, muchacho.
—Por supuesto que no. Aprenderé todo lo que sea necesario.
—Así me gusta. Ah, y por cierto… cuando tengas nuevos recuerdos ¿Me contarás al respecto?
—Sí.
—Bien. Ahora debo irme, tengo que preparar tu nueva identificación, Santiago.
—Muchas gracias…
Ella se puso de pie. Antes de que se marchara, Samuel se animó a preguntarle:
—¿Por qué me está ayudando?
—No lo recuerdas, pero… te lo debo.
Eso era todo lo que necesitaba saber.
Abrió un ordenador hologramático que había en el living de la casa de la granja.
Buscó en internet información sobre Culturam, y encontró artículos diversos sobre Horacio Aguilar y Víctor Heredia. Había entrevistas con algunos de los padres cuyos bebés habían sido víctimas fatales de sus experimentos. Había videos caseros que se habían hecho virales, donde habían filmado a Toribio Castellán siendo detenido y a oficiales de la policía sacando ayudando a algunos heridos.
Sin embargo, había muchas cuestiones sin resolver: ¿Qué entidades colaboraban con Culturam y le brindaban materia prima para que realizaran sus experimentos? ¿Quién más estaba involucrado en los negocios ilegales? Y por último ¿Quién había causado la explosión que había terminado con la vida de Horacio Aguilar?
En lugar de recuperar sus recuerdos, acabó sintiéndose aún más confundido.
Qué frustrante.