Juan Cruz se bajó del vehículo de su madre con desconfianza. Salomé estaba allí de pie, esperando a alguien.
—Hola —él la saludó—. ¿Dónde está Sam?
Contempló la granja, el paisaje montañoso de fondo, el sol poniéndose en el horizonte. Parecía un sitio bastante tranquilo, adecuado para alguien que había sufrido tanto como su primo.
—Está hablando con Isabel, por allá —señaló un bosque con el dedo.
—Gracias.
Micaela y Soledad intentaron seguir al muchacho, pero Salomé las detuvo.
—Quédense conmigo hasta que venga Ezequiel ¿Podrían hacerlo?
—¡Pero…! —protestó Micaela.
—Creo que necesitan pasar un rato en familia —musitó la joven Hiedra, y eso fue lo último que Juan Cruz alcanzó a oír.
El hermano menor de Isabel cojeó hasta un bosquecito que había detrás de una pequeña casa ¿Allí dormiría Samuel? ¿Qué había estado haciendo durante estas semanas?
De pronto, los vio.
Isabel y Samuel estaban sentados uno frente al otro, conversando muy sonrientes, como si nada hubiese pasado jamás entre ellos. Su vínculo parecía intacto.
Juan Cruz respiró, y se acercó a los muchachos, tratando de ocultar cuán ansioso se encontraba.
—Hola, chicos —hizo un leve movimiento con la mano.
—¡Hola!
Ambos se pusieron de pie de inmediato.
—¡Hermanito! —la señorita Medina lo tironeó del brazo con entusiasmo—. Sammy, él es Juan Cruz, de quien estuve hablándote hasta recién. Juan es una de las personas más importantes en mi vida y mi compañero de aventuras…
¿Qué? El joven Medina se sintió increíblemente confundido ¿Por qué los presentaba como si no se conocieran?
—Es un gusto, Juan. Lamento no poder recordarte —Samuel le tendió la mano para que la tomase.
¿No poder recordarlo? ¿Qué? El joven Medina vaciló, pero pronto, le dio un apretón.
—Samuel… ¿No te acordás de mí?
Isabel se encogió de hombros, y se apoyó sobre el brazo de su hermano de manera cariñosa.
—Apenas recuerda episodios de su infancia.
No puede ser.
Luego de todo lo que había pasado…
—¿Cómo…?
—Presiento que Horacio realizó un último experimento antes de morir —explicó Isabel con frustración.
Ahora todo tenía sentido: por eso no había buscado a Isabel durante estas semanas. Había perdido la memoria.
Por un lado… ¿Eso no sería bueno para Samuel?
Su cabeza traicionera lo llevó a pensar en Benjamín. Si no recordaba a Isabel, mucho menos se acordaría de su padre.
Sintió una punzada de dolor.
—¿Cómo estás? —Samuel se animó a preguntarle—. Me dijo tu hermana que has sufrido mucho este tiempo…
—Acá andamos… —no quería mostrar sus sentimientos abiertamente—. Mi hermana es parte de mis dolores de cabeza —aprovechó a retrucar—. ¿Sabías que ha estado saliendo a cualquier hora a buscarte por el Valle?
—¡No me digas! —el joven Aguilar miró a su prima con desaprobación—. ¿Has estado merodeando sola por la ciudad? ¡Es peligroso!
—No puedo creer esto. Recién se reencuentran y ya los tengo a los dos regañándome —revoleó los ojos—. No saquen conclusiones precipitadas… Salomé me ha acompañado en cada ocasión.
—¡Dos chicas solas! —protestó Samuel.
Isabel le apoyó una mano en el hombro a su primo, y anunció:
—Se nota que no te acordás de ella. Salomé es capaz de patearle el trasero a cualquiera, incluyéndote. Cuando fuimos a Culturam a buscar información, ella lanzó un par de patadas y ¡Pum! —hizo un gesto con la mano—, destrozó a los robots guardianes.
A pesar de todo, ver a Isabel tan animada hizo que Juan Cruz se sintiera un poco menos desdichado.
—Ella es capaz de destruir todo lo que se interponga en su camino, incluyendo mi corazón —se agarró el pecho con ambas manos, fingiendo dolor.
Samuel no captó que era un chiste, pero Isabel sí.
—Él y Salomé fueron novios durante el verano. Su romance no duró mucho. Ella ahora está de novia con una chica…
—…hija de un exfraude —agregó el hermano de Isabel—. No le guardo rencor… —necesitaba cambiar de tema de inmediato—. ¿Y vos, Samuel? ¿Cómo estás? ¿Qué te ha sucedido?
Juan Cruz se sorprendió de sí mismo: a pesar del dolor que albergaba en su corazón, era capaz de fingir que todo estaba bien para que Isabel no se preocupara.
Aún estaba resentido con su primo, pero al verlo así, sin memoria, parecía un joven indefenso.
Sentía pena por él.
Samuel le contó su versión de los hechos: cómo se sintió desorientado al salir de Culturam, la ayuda que le había brindado Marcela, los recuerdos que poseía, la información que había obtenido de internet.
—A pesar de todo, no he sido capaz de recordar nada. Ustedes… ¿Podrían ayudarme a recuperar la memoria?
—Trataremos de ayudarte a recordar los buenos momentos, no los malos —intervino Isabel—. Has sufrido mucho, Sammy.
—Recuerden que, para el mundo, soy Santiago Aguirre.
Justo cuando le estaban explicando a Juan Cruz de su cambio de identidad, cuatro figuras estaban acercándose a ellos: las hermanas Hiedra, Soledad Martínez y Ezequiel Acevedo.
La niña pequeña, apenas vio a Samuel, corrió eufóricamente hacia él y lo envolvió en un abrazo.
—¡Estás vivo! —sollozó, aferrándose a la cintura del muchacho.
Él le dedicó una sonrisa y le acarició el cabello.
—Micaela, mi hermana menor… ¿Te acordás de ella?
La niña lo contempló, expectante, hasta que él negó con la cabeza. Decepcionada, se apartó.
—¿Y de mí? ¿Te acordás? —intervino el chico rubio de espaldas anchas.
—No… pero supongo que vos eras uno de mis compañeros mutantes ¿No es así?
—Sí… hemos realizado muchas misiones juntos ¿No lo recordás? Y también hemos realizado diferentes pruebas de destrezas. Salomé generalmente ganaba en las de velocidad, yo en las de fuerza, y vos en todas las demás.
Samuel se encogió de hombros. Evidentemente, no era capaz de recordar nada.
De repente, a Salomé se le iluminó el rostro.
—Hablando de eso, tengo una idea.
—Luego no las contás —intervino Isabel—. Aún no le hemos presentado a nuestra madre, Soledad.
Ella estaba esperando ese momento. Sonrió.
—Es un gusto —Samuel estiró el brazo para que ella le estrechase la mano. Sin embargo, la mujer lo arrastró contra sí y lo rodeó con sus extremidades, en un gesto maternal.
Él aceptó la demostración de afecto y envolvió con sus brazos a la mujer.
Juan Cruz sintió una punzada de celos, pero se limitó a apretar los labios y quedarse callado.
—Mis hijos estaban tan preocupados por vos… —musitó la viuda de Damián Bustamante—. Todos ustedes han sufrido tanto… ¡Es un milagro que te hayan encontrado! ¿Estás bien? Si necesitás algo, sabés que podés ir a nuestra casa cuando quieras… Bueno, tendré que pasarte la dirección.
Isabel les explicó a los recién llegados el asunto de su nueva identidad, también que debían llamarlo Santiago Aguirre cuando estuvieran en el Valle y que él debía evitar andar por la ciudad, para que ningún exempleado de Culturam lo reconociera y lo denunciara. Lo mejor para él era que el mundo creyera que había muerto.
Todos comprendieron la situación.
—Ya es de noche —comentó Salomé cuando las luces automáticas de la granja iluminaron varias hectáreas de campo con unos reflectores hologramáticos—. Es un buen momento para llevar a cabo mi idea.
—¿Qué idea? —preguntó Samuel.
—Ahora les explico.
Marcela les había permitido a todos quedarse hasta la hora que quisieran, pero les había pedido que se aseguraran de que nadie los siguiera y que se irían por caminos separados.
Salomé había preparado una serie de desafíos con los materiales que había encontrado en la granja. Había colocado maderas para que funcionaran como “vallas”, metales de forma vertical para que funcionaran como “blanco”, sogas colgadas de los árboles, una pila de cajones para mover, etcétera. A su vez, le había pedido ayuda a Samuel para programar unos “hologramas de bala”.
—¿Qué haremos con eso? —preguntó Ezequiel.
—Mediremos nuestra destreza. El primero en completar el circuito sin equivocarse, ganará. Mientras corremos, nos veremos obligados a esquivar los hologramas.
Les explicó a sus compañeros que primero debía saltar las vallas, luego tomar una roca y derribar los metales que se hallaban puestos en vertical. Más tarde, tenía que treparse y balancearse por las tres sogas hasta dejarse caer frente a los cajones para mover. Una vez que los levantara y los pusiera frente a la casa, debía brincar hasta el techo y robar el pañuelo blanco que se hallaba en la chimenea. No debían permitir que las “balas” los tocaran.
—Isabel controlará el temporizador y Juan Cruz se encargará de que nadie haga trampa. El que comete un error, debe volver a empezar el ejercicio ¿De acuerdo?
—Esto lo hemos hecho mil veces cuando éramos niños. Es demasiado fácil para mi gusto… —Ezequiel se tronó los dedos.
—No deberías confiarte tanto. Hemos estado semanas sin entrenar —replicó Salomé.
—¿Están listos? —los interrumpió Isabel, mirando especialmente a Samuel.
—¡Sí! —exclamaron la señorita Hiedra y Acevedo al unísono.
—Excelente. A la cuenta de tres, iniciaré el temporizador. Uno… dos… ¡Tres!