La habitación era un pozo de humo, murmullos y tensión. El sótano estaba saturado de energía densa, con focos cálidos colgando bajos sobre la mesa principal de póker. Tapetes verdes gastados, fichas de colores apiladas como columnas frágiles, vasos de whisky medio vacíos, y ese silencio que precede a la primera jugada. Pantera se sentó con lentitud junto a Justin. Lo hizo con la elegancia, mostrando que era un hombre que sabía ganar. Su espalda permanecía recta, llevaba guantes negros de cuero fino. Solo sus ojos —de un azul cortante— parecían vivos, en contraste con el silencio que se extendió después. El dealer, con manos veloces y mirada neutra, volvió a mezclar las cartas y comenzó a repartir otra vez. El resto de los jugadores completaban el círculo: un ruso de hombros anchos con ci

