Pero despues de dos días de tormento la pantalla de mi celular iluminó la habitación del hotel, un faro solitario en la oscuridad de Londres. Era medianoche, pero para mí, el tiempo se había detenido. Y ahí estaba su nombre, una promesa, un tormento: Samira.
Acepté la videollamada antes de que el corazón me explotara en el pecho.
Ella apareció en la pantalla, el rostro enmarcado por una explosión de vida. Estaba rodeada de risas femeninas, vasos de vino tintineando y una música suave de fondo. El ambiente era cálido, festivo, un contraste brutal con mi soledad. Samira sonreía con esa luz que me desarmaba, esa chispa en sus ojos verdes, pero apenas me vio, su gesto se suavizó, una preocupación fugaz cruzó su rostro.
—Hola, señor Johnson —me saludó en tono burlón, su voz un murmullo juguetón, mientras se acomodaba un mechón de cabello rebelde tras la oreja, un gesto que me resultaba demasiado familiar.
—¿Te diviertes? —pregunté, mi voz más tensa de lo que quería, áspera por la frustración y los celos. El autocontrol era una batalla perdida.
—Con las chicas —respondió, girando la cámara un segundo para mostrar a tres de ellas, alzando sus copas y diciendo "¡Salud!". El brillo del vino en el cristal. Luego, volvió a enfocarme, sus ojos penetrantes—. ¿Por qué esa cara, Grayson? Pareces como si hubieras visto un fantasma.
Me incliné hacia adelante, con el ceño fruncido, mi reflejo sombrío en la pantalla.
—Porque mientras yo firmo contratos millonarios que me atan a este cubículo de hotel, tú estás allá riendo y bebiendo como si nada. Como si no me hubiera ido apenas hace unos días.
Ella entrecerró los ojos, una sombra cruzando su mirada.
—¿Y qué esperabas? ¿Que me quedara encerrada en tu mansión hasta que vuelvas? ¿Que hiciera penitencia por tu ausencia? No soy una prisionera, Grayson.
Me mordí el labio, conteniendo la rabia que bullía en mi interior. Había algo más profundo, una necesidad de control, de certeza.
—¿Quieres que me quede tranquilo, Samira? ¿Que no te pregunte más por César ni por nadie más? ¿Que confíe en ti, a pesar de todo?
Ella parpadeó, sorprendida por el filo en mi voz, por la desesperación apenas velada.
—Grayson…
—Entonces llévame a conocer a tus padres —solté, sin darle tiempo a reaccionar, la frase salió de mí como un torpedo. Era un ultimátum, una prueba.
Samira se atragantó con el vino. Tosió, cubriéndose la boca con una mano, su risa anterior ahogada. Las amigas rieron en el fondo, ajenas a la tensión que crecía entre nosotros, sin comprender la bomba que acababa de soltar. Ella se levantó de la mesa, apartándose un poco del bullicio, su rostro grave mientras me miraba seria, el celular en alto.
—¿Mis… padres? —Su voz era un susurro de incredulidad.
—Sí —Tomé un sorbo de whisky, el hielo chocando contra el cristal, el líquido quemando mi garganta. No aparté la mirada de la pantalla, mis ojos fijos en los suyos—. Quiero hablar con ellos. Saber qué piensan de mí. Saber qué clase de hombre soy para la mujer que… —Me detuve, la palabra "amo" muriendo en mis labios—. No quiero ser tu juguete, Samira. Ni un pasatiempo mientras estoy en tu pueblo.
—Pues… te daré unas malas noticias —dijo, con una sonrisa amarga que no le llegó a los ojos, una tristeza antigua asomándose en su expresión—. No tienes padres que conocer, Grayson. Soy huérfana.
Me quedé helado. El vaso de whisky casi se me cae de la mano. Su franqueza me golpeó con una fuerza inesperada.
—¿Huérfana? —mi voz fue un susurro, apenas audible—. ¿Cómo que… huérfana? —dije, fingiendo no saber nada, aunque recordaba claramente la información de mi detective.
Quería que ella lo dijera.
Ella bajó la mirada, el brillo de la pantalla iluminando la curva de su mandíbula. Se apoyó en una pared, lejos de las risas de sus amigas, la música quedó más tenue, como si el mundo exterior se desvaneciera.
—Está bien —dijo, un suspiro escapando de sus labios—. Ya qué importa… te lo contaré. Te lo debo.
Y me lo contó. Todo. Cada detalle de su abandono.
—No conocí a mi padre. Nunca hubo un nombre, una cara. Y mi madre… bueno, con ella viví un tiempo. Era una mujer… distante. Fría. Siempre sentí que estuve de más, un estorbo. Una madrugada, cuando yo apenas era una niña, dejó la llave debajo de la puerta, me dejó una ración de comida y una nota de despedida. Y se fue. Así. Como si abandonara a un perro callejero. Sin mirar atrás.
Yo la escuchaba, inmóvil, mi corazón encogiéndose hasta doler. Sentía el eco de su dolor en cada palabra.
—Al tercer día… el hambre me obligó a salir. Fui hasta la biblioteca del pueblo. La misma donde me escondía de pequeña, donde encontraba refugio en los libros. Y la señora Nelly me acogió. Ella y papá Fernando… no podían tener hijos, y el abuelo David él… bueno, él me adoraba.
Asi. Me adoptaron. Me dieron su apellido. Me pusieron un collar, como se le pone a una mascota rescatada. Un apellido nuevo. Pero ya yo no era una cachorra inocente, Grayson. Ya sabía lo que era el abandono. El frío. La desilusión.
Hubo un momento de silencio, solo la música lejana y el zumbido de mi propio teléfono. La imagen de Samira, frágil y fuerte a la vez, me atravesaba.
—Entonces… —murmuró ella al terminar, una chispa de desafío en sus ojos— no tienes a nadie a quien dar explicaciones. No hay suegros que te aprueben.
Apreté la mandíbula, mi mente procesando cada palabra, cada cicatriz que ella había revelado.
—Pues si yo rescatara un cachorro, Samira —mi voz era baja, ardiente, casi un rugido contenido—, le pusiera un collar y un apellido, le diera un hogar… ¿sabes qué significa eso? Significa que ese cachorro me pertenece. Que es mío. Y no voy a permitir que nadie más se acerque.
Samira me miró a través de la pantalla, arqueando una ceja, la chispa de desafío mezclándose con una sorpresa que no pudo ocultar.
—¿Así que necesitas aprobación de padres, Grayson? —dijo, ella en un intento por desviar la conversación, por recuperar el control.- Alguien con quien quejarte de mi.
Me incliné aún más hacia la cámara, con esa media sonrisa que ella tanto odiaba y amaba a la vez, una sonrisa depredadora.
—Quieras o no, Samira… voy a hablar con ellos. Con tus padres, con la señora Nelly y con Don Fernando. Con todos los que te cuidan.
No me respondió. Solo lo vi en sus ojos: estaba temblando por dentro, una vulnerabilidad que rara vez mostraba. La máscara de indiferencia se había resquebrajado.
—Ahora duerme, Samira —Bajé la voz, casi un susurro, mi mirada fija en la suya, intentando proyectar toda mi determinación—. Porque lo que me has contado… no cambia nada. Absolutamente nada.
—¿Nada? —dijo, con una incredulidad palpable.
—Nada —Sonreí, pero no era ternura. Era decisión, una promesa sellada. Una declaración de guerra y de amor—. No necesitas un padre, Samira. Ya no. Necesitas un esposo. Alguien que te ponga un collar diferente, uno que diga que eres mía. Y puede que ese sea yo.
Colgué antes de que me viera dudar. Antes de que su mirada pudiera penetrar mi propia vulnerabilidad. Pero al quedarme frente al espejo del hotel, medio desnudo, con el pecho ardiendo, supe que ahora si. No había vuelta atrás.
Samira me había dado las piezas de su herida, las grietas en su armadura. Y yo, sin importarme lo que pensara, iba a convertirlas en cadenas. Cadenas de amor, de posesión, para que nunca más pudiera huir.