Loco Inglés en Casa

1497 Words
Ella abrió más la puerta, con una sonrisa en los labios que no llegaba a sus ojos, y me hizo entrar. La casa de los Winston me envolvió de inmediato en un abrazo cálido, un aroma familiar a café recién colado y madera pulida que hablaba de años de historias. Los cuadros colgaban en las paredes, sin un espacio vacío, y cada uno, sin excepción, llevaba el mismo rostro: el de Samira. Retratos de distintas edades, desde una niña con mejillas regordetas y ojos curiosos hasta la adolescente con una chispa desafiante, y finalmente la mujer que ahora me robaba el aliento. Una musa pintada con una devoción que iba más allá del lienzo, un amor paternal plasmado en cada pincelada. —Son hermosos… —murmuré, sin poder evitarlo, la voz apenas un hilo. No era solo la belleza de los cuadros, sino la intimidad que revelaban. —Los hizo mi padre —respondió Nelly, su voz teñida de una nostalgia que no entendí del todo—. Samira es un diamante. Pero es un diamante pulido a base de fuego, Grayson. Justo entonces, un hombre apareció en el umbral, su silueta recortada contra la luz del patio. Pipa en mano, camisa de lino remangada hasta los codos, un sombrero de paja ladeado que apenas ocultaba el rastro de la edad en su piel. Era un hombre curtido por el sol, con la mirada penetrante de alguien que ha visto demasiado pero aún conserva un fuego indomable en el alma. Una presencia imponente que llenó la sala. —¿Un novio, dijiste? —preguntó, su voz grave, con una ceja arqueada que parecía evaluarme con la precisión de un juez. Mi sonrisa se torció, nerviosa pero sincera. —Bueno como ya dije… no sé si ella ya me ha dado ese título. —Me aclaré la garganta, sintiendo el calor subir a mis mejillas—. Pero sí, estoy loco por ella. Completamente loco por el torbellino que es Samira. El hombre me evaluó de pies a cabeza, sin prisa, como si cada centímetro de mi existencia estuviera siendo analizado. Su mirada pesaba como un martillo, y por un instante sentí la urgente necesidad de encogerme. —¿Y por eso has venido? ¿Ella te acepta y no te acepta? Un inglés tan lejos… —Su tono era de pura curiosidad, pero la intensidad de su escrutinio era innegable. —Es complicado —admití, el nudo en mi estómago apretándose—. Pero no creo que sea ajena a mis sentimientos. Solo… tiene miedo. Miedo de confiar, de dar un paso con un hombre como yo. Pero no pienso irme. No vine hasta aquí para rendirme. Fernando exhaló una bocanada de humo de su pipa, observándome fijamente. —Hablas con el pecho, muchacho. Eso me gusta. Soy Fernando Winston, padre de ese huracán al que llamas Samira. Y si dices que no piensas irte, entonces pasa al patio. Vamos a ver de qué estás hecho. Lo seguí, la sensación de haber pasado una primera prueba flotando en el aire. El patio estaba vivo, una explosión de calor y anticipación. Brasas rojas y humeantes esperaban el chisporroteo del carbón, prometiendo un festín. Fernando abrió dos cervezas frías, el sonido del gas escapando en un silbido, y me lanzó una sin apartar los ojos de los míos. La sostuve con firmeza, el frío del metal en mi palma, un ancla en la creciente tensión. —Te diré algo, Grayson —dijo, su voz más suave ahora, pero no menos seria—. Estás enamorado de un huracán. Mi hija es fuerza y caos. Todavía estamos aprendiendo a cuidarla, incluso nosotros. Pero es nuestra. Y tú… eres un intruso que ha tenido la osadía de mirarla como nadie más. Me incliné hacia él, el instinto protector aflorando con una intensidad que casi me asustó. —No quiero que nadie la lastime, señor Winston. Sé que parece fuerte… y lo es, no me malinterprete. Pero yo la he visto cuando baja la guardia. Tiene un corazón que sangra en silencio. Y no pienso permitir que lo sigan hiriendo. Fernando me observó, sin pestañear, como si pesara cada palabra que salía de mi boca, cada emoción que veía en mis ojos. El silencio se estiró, pesado. —Tienes ojos locos, muchacho. Los mismos de todos los que se han enamorado de mi hija. Pero dime… ¿tienes lo necesario para quedarte? ¿Para aguantar un huracán y construir un hogar en medio de él? No dudé. La respuesta brotó de mí, visceral, innegable. —No vine a jugar. No vine a un romance de verano. Estoy aquí porque quiero casarme con ella. Y lo haré. Nelly, que había salido con un plato rebosante de panecillos humeantes, se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron de par en par, su sonrisa se congeló. —¡Virgen santa! —susurró, pero la exclamación no pudo ocultar la amplia sonrisa que ahora le nacía en los labios. Parecía que el aire se hubiera cargado de electricidad. Fernando soltó una carcajada, una risa profunda y resonante que vibró en el aire, y me palmeó el hombro con tal fuerza que casi me desequilibrio. Su voz retumbó en el patio: —¡Nelly! ¡Trae la botella del abuelo! ¡Hoy brindamos con él desde el cielo! ¡Samira pronto nos dará un nieto! ¡Quizás un par! —¡Fernando, por Dios! —protestó Nelly volviendo a la cocina, su voz teñida de una falsa indignación, aunque su risa se filtraba a través de las paredes—. ¡Te van a matar antes de que vea a mi primer nieto! Yo me reí, aunque la sangre me hervía en las venas, una mezcla de nerviosismo y euforia. —No sé si obligado… pero trabajaré en ello. —Le lancé una mirada cómplice a Fernando. —¡Ese es mi muchacho! —rió Fernando, levantando su botella de cerveza como un brindis anticipado. Y justo en ese momento, como si el destino la hubiera convocado con las palabras de su padre, escuché su voz. Una carcajada, clara y melodiosa, que cortó el aire. Samira. Giré la cabeza, y mi corazón dio un vuelco. Venía entrando con sus amigas, riendo fuerte, despreocupada, un vaso de cerveza en la mano. El aire se me fue de golpe. Era ella, mi huracán, en su elemento. Sus ojos verdes se encontraron con los míos, se quedaron helados por un instante… y luego se llevó la mano a la boca, una risa burbujeante escapando. Un segundo después, estalló en carcajadas, una risa contagiosa que hizo eco en el patio. —¡No puede ser! —dijo entre risas, avanzando hacia nosotros, con su melena morena agitándose con cada paso—. ¿Qué haces aquí, loco inglés? ¿Cómo llegaste hasta la boca del lobo? Me incliné un poco, alzando mi cerveza como si estuviera en casa, como si pertenecer allí fuera lo más natural del mundo. —Brindando con tu padre. Planeando cuántos muchachitos vamos a tener. Parece que ya me ha dado su bendición. Su risa se quebró en un gesto entre sorpresa y desconcierto, sus ojos verdes fijos en los míos. Se acercó más, tanto que pude oler su perfume mezclado con el ligero aroma a cerveza que la rodeaba. Esa cercanía me embriagaba. —¿Sabes que estás loco? —me susurró, la voz baja, casi inaudible, sus ojos clavados en los míos, buscando una respuesta, una señal de que no estaba bromeando. —Más que loco —le respondí, rozándole apenas el oído con mi voz, el aliento caliente en su piel—. Estoy perdido. Completamente perdido por ti, Samira. Y no quiero encontrar el camino de regreso. Ella sonrió. Una sonrisa que nunca le había visto. Ni desafiante, ni burlona. No era la sonrisa que usaba como armadura. Era una sonrisa genuina, pura, que le iluminó el rostro desde adentro. Una promesa. Y entonces me besó en la mejilla. Suave, un toque fugaz de sus labios, pero suficiente para que todo el patio se quedara en un silencio atónito, como si el tiempo se hubiera detenido. Fernando alzó su copa, un brillo de orgullo en sus ojos. —¡Por Samira y su hombre! ¡Que esta casa se llene de risas de niños! Las amigas aplaudieron, sus rostros divididos entre la sorpresa y la euforia. Nelly negaba con la cabeza desde la puerta de la cocina, aunque no podía borrar la sonrisa que le cruzaba el rostro. Yo solo la miré. Mi Samira. Y lo supe. Ningún hombre se había atrevido a tanto por Samira. Nunca. Ninguno había irrumpido en su mundo de esa manera, sin pedir permiso, reclamando su lugar. Yo estaba ahí. En su casa. Con su familia. Con su padre, quien me había evaluado y, de alguna forma, aceptado. Y aunque ella aún no lo admitiera en voz alta… ya era mía. La guerra había terminado, y había ganado.
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