Subí al auto y regresé a casa. Pasé un rato reparando la piscina, que ya lucía medio rescatada del olvido, el agua limpia reflejando el cielo, un pedazo de azul robado a la melancolía. Desde la ventana, miré hacia el piano, que ahora reposaba sin su funda, limpio, pero aún ronco. Silencioso. Como yo.
El cielo empezaba a caer sobre los campos, tiñéndolos de oro y púrpura. A punto estuve de marcar el número en el papel. Pero no lo hice. No por miedo al rechazo, ni por orgullo herido. Fue intuición. Creyó que sería mejor presentarse en persona. Mostrarle que ese piano —esa reliquia dormida— había sido tocado por mi tío. Y que, mucho antes, el último que le dio vida… fue el abuelo de ella. Quizás en esa conexión radicaba el "código".
Y así, entre reparaciones de la casona, autos antiguos que volvían a rugir bajo mi toque, motos desarmadas esperando su momento de gloria, caballos a medio domar en los vastos pastizales y recuerdos que se negaban a morir, se me escaparon seis meses en Castle Combe.
Seis meses de grasa en las uñas, tuercas en los bolsillos, martillos resonando en el taller, pintura seca en los dedos, y conversaciones silenciosas con el pasado que me rodeaba. Había encontrado una extraña paz en el trabajo manual, una forma de canalizar mi tormento, de drenar la herrumbre de mi alma en algo tangible. Pero esa tarde… necesitaba ruido. Y licor. Algo que no oliera a moho, ni a tristeza familiar, ni a la ausencia ensordecedora de Germán. Algo que me sacudiera de mi propia inercia, de la burbuja de mi melancolía.
Me acerqué a uno de los trabajadores —el pintor, un hombre robusto con bigote canoso que ya estaba por entregar su obra maestra en la casa— y le pregunté con una media sonrisa, un destello de mi antigua personalidad que emergía de la sombra.
—Oiga… ¿le puedo preguntar algo? ¿Dónde se divierten los hombres solteros por aquí? Digo… los que están aburridos de estar solos.
El pintor soltó una carcajada discreta, sus ojos brillando con picardía, comprendiendo de inmediato mi necesidad.
—Jefe, si quiere mujeres y ruido, de ese que te quita el silencio de la cabeza, vaya a la discoteca del pueblo. La más ruidosa. Ahí llegan todas las solteras, las que no buscan cuentos de hadas… van por lo mismo que usted: aventuras fugaces, un buen rato y nada de ataduras.
Me dio el nombre del lugar, con una dirección sencilla, casi un susurro. Le respondí sin pudor, sin disfraz, mi voz grave resonando con una sinceridad inesperada.
—¿Chicas solteras buscando encuentros fugaces? Entonces le tomaré la palabra. Gracias.
—No se va a arrepentir, señor. Después me cuenta —remató el pintor, con un guiño cómplice antes de volver a su trabajo, dejando mi curiosidad picada.
Y así fue. Pasadas las diez de la noche, dejé la casona como quien abandona un templo sin fe, un lugar que había sido mi claustro, mi celda voluntaria. Me dirigí al Refugio.
La discoteca se llamaba El Refugio, un nombre irónico para mi, que había buscado exactamente lo contrario durante seis meses. Era pequeña, antigua, con paredes de ladrillo que sudaban humedad y un piso de madera que vibraba bajo mis botas italianas al ritmo incesante de los bajos. No era mi hábitat natural, no. Los clubes exclusivos de Mayfair o los salones discretos de Ginebra eran mi reino. Pero después de meses ahogado en el silencio monástico de los establos, el olor a pintura seca en mi estudio y el eco persistente de recuerdos que se negaban a morir, necesitaba una dosis de caos. Ruido. Y, sobre todo, licor que quemara el camino hasta el olvido.
Apoyado en la barra pegajosa, el codo rozando un charco de cerveza derramada, bebía whisky puro. Mi camisa blanca de lino, de un corte impecable, estaba remangada hasta los codos, exponiendo la red de líneas geométricas que cubrían mi antebrazo, mis cicatrices tatuadas. El hielo chocaba contra el cristal con un tintineo que se perdía en la cacofonía de la música, un pequeño sonido que solo yo podía discernir en el estruendo. Bebía, sorbo tras sorbo, con la misma intensidad con la que había conducido kilómetros en la oscuridad o cerrado tratos millonarios. Como si esperara algo. O a alguien. La verdad era que no lo sabía. Había un vacío, una inquietud que ni la velocidad ni el alcohol conseguían llenar del todo.
Pedí otro whisky. Lo bebí con lentitud, sintiendo el ardor del alcohol quemar mi garganta, como si esperara algo. O a alguien. Aunque aún no sabía a quién.
Algunas chicas me sonrieron desde la pista de baile. Un par se acercaron, sus risas burbujeantes intentando captar mi atención, sus ojos curiosos. Compartí tragos con un par de extranjeros que hablaban un inglés arrastrado, algunos saludos superficiales con los habituales del lugar. Nada serio. Nada que me desconectara del silencio que aún me habitaba, esa burbuja personal que me mantenía a salvo, blindado contra cualquier conexión real.
Hasta que la vi.
Ojos verdes. Verde aceituna, profundos y luminosos, que reflejaban las luces estroboscópicas de la discoteca como esmeraldas vivas. Cabello oscuro, suelto, salvaje, que danzaba alrededor de su rostro como una melena indomable, ajena a cualquier intento de control. Y un vestido n***o… corto, ceñido, que se movía con la música como una provocación sin disculpa, un conjuro antiguo lanzado al aire, invitando al pecado, al deseo más puro. El tipo de vestido que no se compra en cualquier tienda, se escoge para desatar tormentas, para ser el centro de todas las miradas, para quemar con su mera presencia.
Ella danzaba como si el mundo no importara, sus movimientos fluidos y poderosos, como si la música la obedeciera, y no al revés. No era un baile, era una declaración. Una fuerza de la naturaleza.
Y yo, por un instante, olvidé respirar.
El whisky se detuvo a medio camino de mis labios, el vaso olvidado en mi mano. Porque en medio de luces estroboscópicas, cuerpos en movimiento y ritmos vibrantes, yo ya no podía mirar a ninguna otra parte. El silencio de la casona, el peso de mis demonios, la herrumbre de mi alma… todo se desvaneció. Solo existía ella. Y el hilo invisible que, de repente, sentí que se extendía entre nosotros.
Después de tres whiskys, el tiempo se había disuelto en la cacofonía del Refugio, pero mis ojos aún no conseguían apartarse de ella. Se movía entre otras chicas y hombres que, por la tensión en sus mandíbulas y la fijación casi animal de sus ojos, evidentemente la deseaban con un hambre palpable, un eco de la mía propia. Era una silueta en movimiento, un faro en medio de la niebla de cuerpos.