Y entonces, como si un hilo invisible se hubiera tensado entre nosotros, un cordón umbilical de pura atracción, ella también me miró. Y ambos, por unos segundos que se estiraron en una eternidad, nos sostuvimos las miradas. Un duelo silencioso, cargado de una promesa tácita, un desafío que resonaba en el tamborileo acelerado de mi pulso.
Yo no me moví, una estatua de control y deseo contenido, pero ella seguía haciéndolo, girando, provocando, la silueta de su vestido n***o danzando con cada paso como una llama oscura. Y en lugar de apartarse, de bajar la vista con la timidez o la sumisión que mis ojos solían provocar, ella esbozó una sonrisa. Lenta. Peligrosa. Una sonrisa que no pedía permiso, lo tomaba. Con una sensualidad descarada y una elegancia felina, caminó directamente hacia mí, abriéndose paso entre la multitud como un depredador seguro de su presa.
Se detuvo a mi lado, tan cerca que pude oler la mezcla embriagadora de gin y un perfume que se aferraba a su piel, denso, casi palpable. El calor de su cuerpo me envolvió como una segunda piel, un fuego incipiente.
—Tú no eres de aquí —soltó, su voz ronca, un poco gastada por la risa y el gin, con un acento que, a pesar de la impecable dicción, tenía un dejo extranjero, indescifrable y exótico. Una melodía que me atrapó al instante.
Acostumbrado a las mujeres que me lanzaban miradas tímidas o coqueteos estudiados, ensayados, me intrigó. ¿Perfecto francés? No, el acento era peculiar, casi musical. Una sorpresa, un guion roto.
—¿Y tú sí? —contesté, mi voz grave, la intriga evidente en cada sílaba. Había un desafío en mi tono, la habitual necesidad de retomar el control de la conversación.
Ella volvió a sonreír, una curva lenta y traviesa que me aceleró el pulso aún más. No era una sonrisa de niña inocente, sino de una mujer que conocía su poder.
—Más de lo que parezco. Pero esta noche… —su mirada se deslizó por el bar, por la multitud sudorosa y ruidosa, antes de volver a clavarse en mí, llena de una franqueza desarmante—, no estoy buscando mucha conversación ni raíces. Solo quiero un buen trago. Y algo mejor que dormir esta noche sola.
Parpadeé. Nunca me había sentido tan… cazado. No en el sentido de presa acorralada, sino de ser el objetivo de una cacería electrizante. Tardé unos preciosos segundos en responder, descolocado por su audacia, por la absoluta falta de pretensión. Ella no estaba coqueteando; estaba declarando sus intenciones.
—¿Entonces vas a invitarme o te quedarás mirando mis piernas? —Ella se inclinó ligeramente, el vestido se tensó, delineando la curva de sus muslos, una provocación descarada. Su voz bajó a un susurro lleno de complicidad—. Puedo enseñarte algo más, señor inglés.
Esa frase me obligó a detallar, con una urgencia que no pude disimular, más allá de sus tonificadas y fuertes piernas que el vestido ceñido apenas insinuaba. Mis ojos se fijaron en la provocación de sus labios, en la inteligencia chispeante de su mirada, en la pura audacia de su ser.
—¿Y si hago ambas cosas? —solté, el sarcasmo habitual mezclado con una nota de admiración evidente. Acepté aquel "regalo de bienvenida" de aquel pueblo que ya no me parecía tan aburrido, tan monótono. Esta mujer era una tormenta en la quietud.
Ella soltó una risa baja, un sonido seductor que me invitaba a ir más allá, a perderme en su fuego.
—Entonces, sírveme un trago doble, inglés. Y veamos si eres tan bueno con la acción como con las palabras.
Sonreí. Una sonrisa genuina, rara, que no me había asomado en meses. Una que se sentía extraña en mi propio rostro. La llevé a una mesa apartada, más un rincón de madera oscura que una mesa formal, donde el ruido era un poco menos ensordecedor, donde podíamos crear nuestra propia burbuja. Allí bebimos por largo rato. Reímos, carcajadas sinceras que cortaron la tensión del primer encuentro y la hicieron vibrar en el aire, liberando algo en mí. Bailamos, cuerpos que se movían con la música, susurrándose promesas tácitas con cada roce, con cada giro. No nos preguntamos nombres. Yo, mentalmente, la bauticé en ese instante como "la chica salvaje del pueblo", un huracán indomable en medio de aquella discoteca. Tampoco hablamos de trabajo, ni de pasados, ni de futuros. Solo palabras en un francés sensual y susurrado por parte de ella, de deseo si algunas caricias furtivas, miradas que se devoraban y segundos estirados por la urgencia de ese deseo que crecía sin control.
—No te fugues. Regreso enseguida —dije, casi a modo de advertencia, al pagar la cuenta, dejando un fajo de billetes sobre la barra, y encaminarme al baño. Mi mente ya estaba en el siguiente paso.
Ella sonrió, una sonrisa de conocimiento, y levantó la copa en señal de promesa, sus ojos verdes fijos en mí, mientras se acomodaba su pequeña cartera con un gesto de anticipación. Entré al baño, vacío la vejiga y me lavé las manos, el agua fría en mi rostro. Me aseguré en el reflejo del espejo que mi cabello rubio oscuro no estuviera demasiado desordenado, aunque mi mente ya estaba irremediablemente desordenada por la anticipación. Me aseguré a mí mismo que el resto de la noche se volvería interesante con aquella hermosa mujer de acento tan peculiar. No parecía francesa, pero a mí no me importó. Creí en ese momento que ya estaba preparado para lo que aquella noche me daba en bandeja de plata.
Pero al cruzar la puerta del baño, la mujer con esos ojos aceitunas ardientes, casi felinos, me esperaba, de pie, una silueta oscura contra las luces tenues del pasillo. Y sin aviso alguno, sin un "hola" ni una palabra, me empujó con una fuerza sorprendente contra la pared del baño. El impacto fue seco, un golpe sordo, pero apenas lo sentí. Mis labios se estrellaron contra los de ella en un beso crudo, con hambre, con una desesperación que no había sentido en años, un hambre que me sorprendió por su magnitud.
Ella me mordió el labio inferior, un pequeño pellizco que me hizo soltar un gemido ahogado, una rendición involuntaria.
La sujeté por las caderas, mis dedos grandes apretando la piel bajo la tela delgada del vestido, sintiendo la curva de sus huesos, la promesa de su cuerpo. Intenté tomar las riendas, dejar salir al lobo que dormitaba en mi interior, esa parte de mí que siempre controlaba la situación. Pero ella ya tenía el control, guiando mis manos, mis movimientos, imponiendo su voluntad sin esfuerzo.
—Vamos. Te llevaré a un lugar para solo los dos —dijo ella, separándose apenas para respirar, sus ojos relampagueando con una ferocidad excitante. Su aliento era puro gin y deseo, una mezcla que me mareó.
Yo ni siquiera logré responder. Ya me arrastraba por la calle, donde nos reímos a carcajadas bajo la lluvia fina que se había intensificado, el agua fría empapando nuestros rostros, lavando la pretensión, dejando solo la cruda verdad de la atracción animal que nos unía. Unas calles después, nos detuvimos frente a un hotel barato, sin estrellas que adornaran su entrada, sin recepcionista despierto. Más bien, un antro discreto donde la transacción era rápida: dinero deslizado por debajo de una puerta y un guiño cómplice de la cámara de seguridad al tomar la llave.
—¿Eso es todo? —pregunté, la soledad y la quietud invadiendo aquel lugar, un poco arriesgado para alguien de mi calibre. Un paso inusual para mí, que siempre operaba en la seguridad de lo conocido.
—Sí, es todo. Aquí todo es un secreto —respondió ella, con una sonrisa pícara, su dedo trazando una línea invisible sobre mi pecho—. No tengas miedo, señor inglés. No voy a tragarte entero.
Una aclaración directa, descarada, que me hizo soltar una risa gutural, asombrado por su aplomo, por la forma en que desarmaba mis expectativas con cada frase.
—Después de usted, señorita —agregué, ya aceptando mi destino, sintiendo una excitación inusual por esa entrega al control de ella. Era un juego nuevo, uno donde las reglas se rompían antes de ser escritas.
La mujer, sinvergüenza y sin titubeos, había agregado dos billetes más en la rendija para así llevar no una, sino dos cajas de protección de una pequeña máquina en el vestíbulo. Caminó meneando el trasero con una lentitud que prometía fuego, bajo aquel ajustado vestido n***o, el contoneo de sus caderas un desafío irresistible que me prometía un infierno. La seguí, las manos hundidas en los bolsillos de mi pantalón, preparándome mentalmente. Iba a darle un sexo exquisito, iba a hacerla caer rendida bajo mis manos, bajo mi virilidad, y así, pensé con una sonrisa depredadora, le bajaría esa confianza desmedida que la hacía lucir como una fiera tan peligrosa. Él iba a domarla. El lobo en mí estaba listo para el asalto.
Llegamos hasta la puerta 305. La cerradura giró con un clic ruidoso. La puerta se abrió, y entonces vi la habitación: un cuarto espartano, sin adornos, con el eco de mil historias anónimas impregnado en sus paredes. Una cama demasiado limpia, demasiado inmaculada para lo que estaba a punto de pasar.
Pero la chica de ojos verdes me terminó de sorprender. Se desvistió al instante, en un solo movimiento fluido y desvergonzado, sin quitarme la mirada un segundo, sus ojos clavados en los míos. Su cuerpo, esculpido por la aventura más que por el gimnasio, se reveló ante mí en la penumbra. Bronceado, fuerte, con curvas precisas que invitaban al tacto. No hablé. No podía. Solo la deseé. Un deseo tan primario, tan abrumador, que me cortó la respiración, eclipsando cualquier otro pensamiento.
Al instante, ella se acercó y plantó sus labios con furia sobre los míos. Sentí mi posesión naciendo, esa necesidad de tomar, de controlar. La acaricié con urgencia, queriendo tomar las riendas, dejar salir al lobo que dormitaba en mi interior. Pero ella me volvió a sorprender. Me empujó con fuerza, una vez más, y yo caí sobre el colchón, el impacto haciendo rebotar el somier. Seguidamente, ella se subió sobre el mismo colchón, con una agilidad sorprendente, y colocó su tacón, aún puesto, sobre mi pecho, manchando mi camisa blanca, una huella de su dominio.
—Esta noche, inglés, es mi noche —sentenció, su voz ronca con el deseo y una autoridad innegable que me paralizó por un momento—. Y en mis noches, mando yo.
Agregó justo al agacharse, retirarme la camisa del hombro y darle besos profundos con su lengua ardiente, encendiendo mi piel, marcando su territorio.
Y así fue. Lo sentí como tallado en fuego en cada nervio. Cada beso que ella me dio me hizo perder el juicio, cada toque me arrastró más profundamente en su marea. Me cabalgó con furia, con una mezcla de deseo animal y una rabia indescifrable que yo no comprendía, pero que me arrastraba con ella al abismo, un abismo de placer y rendición. Me esposó a la cama y me hizo gemir de un placer desbordante, tan absoluto que sentía que podría romperme por dentro con cada uno de sus ágiles movimientos de cadera. El control, la rendición, el abandono de mi propia voluntad ante ella, era un éxtasis que nunca había conocido, un territorio virgen en mi alma acostumbrada a la dominación.
Nos vinimos entre gemidos, sudor y silencios, el eco de nuestras respiraciones agitadas llenando la pequeña habitación. Después de la segunda ronda, cuando también mis pies fueron atados a los postes de la cama con el cordón del albornoz, y mi m*****o fue devorado por aquellos seductores labios y por sus ojos verdes que observaban cada reacción mientras, nuevamente, era cabalgado como un pura sangre por el mejor jinete.
Me dormí.
Pleno. Exhausto. Desarmado. No supe cuánto tiempo. Pero cuando desperté, estaba solo. El eco de su risa, el olor a gin y su perfume, y la mancha de tacón en mi camisa, eran los únicos testigos de una noche que me había desarmado por completo.