El Resplandor de una Marca Ajena

1385 Words
Cuando el reloj de la torre de la iglesia de Castle Combe aún no había despertado, me encontré como perdido en la pequeña habitación del motel. Desangelada bajo la luz grisácea del amanecer que se colaba por las cortinas raídas, era un recordatorio crudo de lo que había sucedido. De lo que ella había hecho. Inmediatamente, sin necesidad de un mapa o una confirmación visual, supe que la chica se había ido. Un hueco frío se abrió en el estómago, un vacío que no correspondía a la cantidad de alcohol consumido. Era un vacío distinto, el de la ausencia de una fuerza que acababa de aplastarme. Sobre la mesita de noche, donde antes había habido una botella de agua a medio terminar, encontré la llave de las esposas. Todavía tenía una puesta, el metal frío sobre mi muñeca, un recordatorio irónico de la esclavitud que acababa de experimentar. Junto a la llave, una nota. No en papel de hotel, ni en un sobre perfumado, sino en un trozo de papel de baño arrugado, escrito con lápiz de ojos rojo, las letras un poco corridas, como si se hubieran emborronado con prisa o con una risa silenciosa. > “Gracias por la entretenida noche. > Te dejé algo de dinero por si necesitas un taxi. > Un placer haberte conocido, señor inglés. > —S.” Sostuve la nota entre los dedos, mi mandíbula tensa, mis ojos fijos en la caligrafía descuidada y el pigmento rojo. Las palabras danzaban ante mis ojos, cada una una punzada. El insulto velado en el "gracias" casual. Una trivialidad. Después, mis ojos se posaron en los pocos billetes arrugados que había junto a la servilleta. ¿Dinero para un taxi? ¿A mí? ¿Grayson Johnson, el hombre que movía millones con un chasquido de dedos, a quien sus asistentes enviaban limusinas blindadas a cualquier rincón del mundo? Por primera vez en mucho tiempo, en una eternidad, no sonreí. No por rabia. Ni por el orgullo herido que tan a menudo me definía, que era mi armadura más férrea. Sino por algo que no conocía: el sabor amargo y desconcertante de ser dejado. De ser tratado como… cualquier otro. Un polvo en el camino de su noche. La habitación olía a sexo, a sudor, al perfume embriagador de la mujer que se negaba a abandonar el ambiente, y al humo rancio del cigarrillo que habíamos compartido en la segunda ronda, un momento de falsa intimidad que ahora me parecía una burla. Ni siquiera me duché. El agua no la borraría. Me vesti con mis ropas, todavía sintiendo su olor impregnado en la tela, en mis manos, en mi piel, como una posesión invisible. El ardor de sus uñas, pequeñas y afiladas, aún me rasguñaba el pecho, una constelación de líneas rojas sobre mi piel que mi propio deseo había invitado, aceptado sin reparos. Y, más visible aún, la marca redonda y perfecta del tacón s****l y fino que usaba aquella mujer. Un tacón que se había apoyado en mi pecho, una huella de posesión. La única pista tangible que me había dejado era una simple "S". No sabía quién era. No sabía de dónde venía. No sabía si volvería a verla. Pero, Yo. Grayson Johnson, el hombre que controla imperios y desarma voluntades con una mirada, supe inmediatamente que ninguna mujer se había atrevido a poseerme así, de esa manera tan cruda, tan dominante, tan brutalmente honesta, como si fuera un objeto. Un juguete para su noche. Cerré la puerta de la habitación con un golpe sordo, aún con la nota en la mano. El papel de baño arrugado, ya con el creyón corrido en las letras por el sudor o la humedad, parecía burlarse de mí. Un agradecimiento vacío. Dinero para el taxi, como a una prostituta recién despachada. Y una simple, maldita "S" entre comillas. ¿Qué significaba esa letra? Había muchas opciones de nombres o apellidos como para atreverse a adivinar. Pero no había nada más. Ni un número de teléfono. Ni un apellido. Ni una ciudad. No había olvidado nada más que el perfume de ella que aún llevaba entre las manos, aferrado a mi piel, una especie de tortura exquisita que se negaba a desaparecer. Al pasar por recepción, esta vez sí había alguien. Un hombre un tanto mayor, con el rostro cansado y los ojos hundidos, tras el mostrador. Parecía el guardián de mil historias sin contar, de mil noches sin nombres. —Anoche entré con una mujer —dije, mi voz baja, controlada, pero con una urgencia apenas perceptible. —Sabes a qué hora salió o adónde fue. El recepcionista miró la llave que aún sostenía, y pareció reconocerla, una chispa de picardía en sus ojos apagados. Una mirada de "otra vez lo mismo". —Caballero, aquí no hay turno de noche. Y yo llegué hace poco, no tengo acceso a las cámaras. —El hombre se encogió de hombros, con un aire de indiferencia practicada, la de quien ha visto demasiado. Luego, su voz bajó, un tono cómplice, casi mañoso. —¿Perdió algo? ¿La mujer se llevó algo importante? Porque puede pasar mañana… yo se lo tengo aquí. Claro, si la consigo. —Terminó con una rapidez que delataba la familiaridad con ese tipo de escenarios, un guion repetido al infinito. No dije nada. No valía la pena. Solo salí, sabiendo con una certeza brutal que los lugares como ese no guardaban los encuentros sin historia, sino que los enterraban en el olvido, sellados por la discreción y el anonimato. Salí a la calle con el mismo paso decidido con el que yo solía abandonar los cuartos de hotel, a las amantes de una noche, a las mujeres que dejaba atrás con una sonrisa cínica, convencido de mi dominio. Pero esta vez, el abandonado era yo. La rueda había girado. A unas escasas calles, bajo el cielo que comenzaba a teñirse de rosa y naranja, encontré mi auto, una obra de arte cromada que contrastaba brutalmente con el ambiente descuidado del barrio, una pieza fuera de lugar. El sol ya comenzaba a asomarse tras las nubes, promesas de un nuevo día que se sentían ajenas a mi tormento. El pueblo aún dormía en su quietud ancestral. Pero en mi pecho, algo ardía con una mezcla incomprensible de frustración, rabia y, extrañamente, una punzada de gozo. Apoyé el antebrazo en el techo pulido del vehículo y bajé la cabeza, la frente tocando la piel fría del metal. Me reí. Una risa baja, gutural, casi inaudible, pero extrañamente sincera. Una risa que contenía rabia por la situación y un gozo primario por lo que había vivido. —Me folló como si yo fuera el premio de la noche —murmuré, la incredulidad y la admiración mezcladas en mi voz. Y no podía negarlo: había sido espectacular. Recordé su cuerpo encima de mí, la firmeza de sus caderas, la manera en que me miraba sin pedir permiso, sin una pizca de sumisión, sus ojos verdes como esmeraldas ardientes. Recordé cómo los besos me dejaron marcas invisibles en el alma, cómo sus uñas arañaron mi pecho cuando yo la empalaba sin piedad, sin ternura, buscando una rendición que nunca llegó. Cada gemido de ella era como una victoria, un canto de guerra. Cada vez que la sentía apretarse a mi alrededor, sentí que perdía el juicio, que me disolvía en ella, y por primera vez en mi vida, no quería encontrarlo de nuevo. Quería seguir perdido. Y sin embargo, ella me dejó. Sin miramientos. No pidió mi número. No me preguntó mi nombre. Solo dejó una nota, una nota fría, casual, como si yo fuera cualquier hombre de paso, como si ella de verdad no supiera con quién se había acostado. Como si yo, Grayson Johnson, no fuera más que una noche entretenida. Aunque ella, pensé con una amarga ironía, no lo sabía, pero se había acostado con un hombre que no olvida fácilmente. Porque lo que más me podía, lo que me carcomía por dentro, era que, a pesar del alcohol, a pesar del motel sucio y barato, a pesar de lo inesperado y lo inusual de la situación, a pesar de que ella me había dominado y luego abandonado… cada maldito segundo, cada roce, cada golpe de sus caderas, lo había disfrutado.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD