La hora del almuerzo llegó y, como lo imaginaba, todos estaban en el comedor. El murmullo de las voces y el tintineo de los cubiertos se filtraban desde la sala principal. Todos, menos ella. César me miró con el ceño fruncido en cuanto crucé la puerta del comedor, su pose despreocupada tensándose apenas. Le respondí con una sonrisa tranquila, casi imperceptible, limpiándome las manos con un paño húmedo que aún tenía el olor penetrante de la grasa y la pintura del taller. No tenía prisa por sentarme a la mesa con ellos, pero dentro de mí ardía una urgencia brutal por encontrarla.
Seguí el eco de la música, ese ruido escandaloso que siempre la acompañaba, vibrando a través de los viejos muros de la mansión, hasta dar con ella en el ala oeste, en el taller de restauración que había habilitado para su trabajo. Samira. Estaba inclinada sobre la mesa de trabajo donde descansaban las piezas delicadas del piano de mi tío, pulía cada fragmento de marfil y ébano con una paciencia quirúrgica, una dedicación que rara vez aplicaba a las personas. Sus ojos verdes, cubiertos por lentes transparentes que la hacían parecer aún más enfocada, brillaban bajo la luz cenital de las lámparas. Había un trozo de pan con jamón, un refresco y unas frutillas a un costado, intocados, como si la comida fuera una distracción innecesaria. Eso era todo lo que había "comido", pensé con una punzada de preocupación.
Me acerqué sin hacer ruido, mis pasos amortiguados por el grueso tapiz del pasillo. Cuando estuve lo bastante cerca, me incliné hasta su oído, mi aliento cálido contra la piel de su cuello.
—Eso es lo que comes… No creo que te dé fuerzas para aguantar lo que te quiero hacer.
Se sobresaltó apenas, un leve estremecimiento en sus hombros, luego se giró con una sonrisa y bajó el volumen de la radio, como si mi confesión, mi alma entera vertida en esas palabras, fuera un simple comentario casual.
—Señor Johnson, qué bueno que vino por aquí —dijo con esa voz grave que me erizaba la piel—. Necesito unas piezas para el piano, pero no están en venta aquí. Las encontraremos en un pueblo pequeño… donde guardan las mejores artes.
La escuché, sí. Pero el piano era lo que menos me importaba en ese instante. Las piezas, el pueblo, el arte… todo se desdibujaba ante su presencia. Lo que yo necesitaba era a ella.
No respondí con palabras. Fui directo a su boca. No con hambre, sino con necesidad. Una urgencia primitiva que me quemaba desde que la vi bajar de mi auto esa mañana, una urgencia que solo ella podía saciar. Mis labios reclamaron los suyos con una ferocidad que no intenté contener.
Sus labios me respondieron con la misma intensidad, una batalla de voluntades en la que ninguno quería ceder. Y cuando me aparté, con el pulso ardiendo en mis venas, ella sonrió con esa malicia que me desarmaba, que me hacía desear más su veneno.
—Grayson Johnson, no confundas las cosas —dijo con la voz firme, aunque sus pupilas dilatadas delataran el incendio que ardía en sus entrañas, el mismo que yo sentía—. No soy una mujer de todos los días. Mis encuentros son fugaces. No porque me acosté contigo un viernes seremos novios. Yo soy tu empleada, y tú, mi jefe. Los acostones no significan nada más que deseo… fuego. Y a mí me gusta mucho quemarme. Y así mismo consumir al otro.
Entonces, con un movimiento deliberado que era pura provocación, sacó mis llaves del bolsillo de su bolso y las colgó frente a mis ojos, balanceándolas con la punta de sus dedos, como si su desafío fuera un látigo directo a mi orgullo, un recordatorio de que mi auto y, por extensión, mi posesión, habían estado en sus manos.
No me contuve. La paciencia se me había agotado. Mi mano se extendió para tomar las llaves, y mi voz se alzó, ronca por la furia contenida.
—No me importa lo que digas. No habrá otro después de mí. Grábatelo bien, Samira. Tú viniste a mí, no al revés. Tú me buscaste en esa discoteca, tú me provocaste. Ya eres mía… así no quieras.
La sonrisa se le borró, sus labios se tensaron en una línea fina. Y ese gesto, esa pequeña victoria, me hizo saber que había tocado la fibra exacta, la verdad que ella se esforzaba por ocultar. Le arrebaté las llaves de sus dedos, el metal frío rozando su piel. Ella respondió con veneno dulce, su voz apenas un susurro cargado de desafío:
—Eso si yo lo quiero. No tienes derechos sobre mí, inglés. No te equivoques.
Me iba a retirar. Estuve a un paso de hacerlo, de dar media vuelta y dejarla con la palabra en la boca, con la amarga certeza de que su libertad era innegociable.
Pero entonces habló. Y esas pocas palabras, susurradas con una mezcla de provocación y vulnerabilidad que solo ella sabía usar, me arrastraron de regreso al abismo.
La arrinconé contra la pared con una velocidad que la sorprendió, mis brazos apoyados a cada lado de su cabeza, atrapándola. Bajé la mirada hasta encontrar sus ojos, esos orbes verdes que ahora me miraban con una mezcla de furia y excitación. La obligué a ver quién era Grayson Johnson cuando dejaba caer la máscara de la cortesía, cuando el cazador salía a la luz.
—Samira… mi fiera hermosa. Estoy adicto a ti. Quizás un día me aburra de esta locura… o quizás tú me sueltes primero. Entonces te dejaré ir, lo juro. Pero ahora —apoyé mi mano abierta en su pecho, justo donde ese tambor furioso la delataba, donde su corazón latía desbocado—, ahora que te miro, que te huelo, que te toco… sé que me deseas. Y sé que no me vas a negar tus labios.
No tuve que esperar su respuesta. Fue ella la que se abalanzó contra mí, sus labios reclamando los míos, devorándome con una ferocidad que me dejó sin aliento. La levanté sin pensarlo, sus piernas rodeando mi cintura de forma instintiva, y la llevé hasta el baño contiguo al salón, la puerta se abrió con un golpe seco. El mundo se redujo a su cuerpo, a su piel ardiendo contra la mía, a su risa ahogada que se mezclaba con el eco de nuestros jadeos mientras el lavamanos cedía bajo nosotros con un estruendo que arrancó de mis labios una maldición.
Sentí el dolor agudo en mi pie al caer el lavamanos, un latigazo de agonía que me recorrió la pierna, pero ni eso logró apartarme de ella. Seguimos la batalla, sudorosos, con la ropa desordenada y pegada a la piel, el espejo empañado reflejando figuras borrosas, y la adrenalina aún bombeando con fuerza en mis venas.
Después de que el lavamanos cediera bajo el peso de nuestro caos pasional, y de arreglar mi ropa y la de ella —empapadas, desordenadas—, salimos del baño sin decir palabra. Algunos trabajadores, que evidentemente habían escuchado el estruendo, nos miraron de reojo, susurrando entre sí. Yo no ofrecí explicaciones, ni una disculpa por el destrozo. No me importaba lo que pensaran, ni sus especulaciones.
La única orden que salió de mi boca, con la voz áspera por el jadeo reciente, fue para Flora, la mujer de servicio:
—Llame a un plomero. Hubo un accidente en el baño del salón de música.
Samira me siguió de cerca, silenciosa, su figura ligera moviéndose con esa gracia felina hasta que llegamos al auto. Mi pie ardía como fuego bajo la piel, una punzada constante que se extendía desde el tobillo. Apenas pude subir al Aston Martin con la ayuda de Salomón, que se movía con la eficiencia silenciosa que lo caracterizaba. Él corrió como si mi vida dependiera de ello, y yo apenas logré recostar la cabeza hacia atrás en el asiento de cuero, reprimiendo un gemido.
Entonces Samira se inclinó sobre mí, su rostro cerca del mío, su aliento acariciando mi mejilla. Su voz era seda y cuchilla al mismo tiempo, una dicotomía que me desarmaba:
—Ahora dime, inglés… ¿cómo vas a correr tras de mí con ese pie?
No respondí. No supe qué decir. Me había humillado, y en su mirada no había ni una pizca de arrepentimiento. Ella podía ser hielo y fuego en el mismo instante, una criatura de extremos. Una maldad hermosa, pensé, una que me arrastraba sin piedad, sin darme tregua.
Unos minutos después llegamos al hospital público del pueblo. El edificio, aunque funcional, no tenía el lujo ni la pulcritud de las clínicas privadas a las que yo estaba acostumbrado. Lo primero que salió de mí fue un reproche, mi orgullo herido resonando en el silencio del auto:
—¿Por qué no fuimos a una clínica privada? ¿Crees que no puedo pagarla, Samira?
Ella sonrió, esa sonrisa que desarmaba más que cualquier argumento lógico, una que me dejaba sin palabras.
—Claro que puedes —respondió, su voz tranquila, casi exasperante en su serenidad—. Pero aquí hay buenos doctores. Y si quieres gastar dinero, contribuye para los niños y ancianos que luchan aquí sin nada… sin familia… sin amor.
La observé. No sé cuánto rato. Mi mirada, por un momento, se perdió en la suya, en la profundidad insondable de esos ojos verdes que reflejaban una compasión que no esperaba de ella. Aquella mujer que podía ser tan cruel en una cama, tan desenfrenada en el placer, ahora se mostraba vulnerable, casi frágil, frente a la miseria de desconocidos. Una paradoja andante. El yin y el yang en carne y hueso. Oscura cuando bebía y bailaba en las discotecas, atrayendo a los hombres con su fuego; radiante y de corazón noble en la vida cotidiana, frente al sufrimiento ajeno.
Al cruzar las puertas del hospital, su nombre ya la precedía, susurros y exclamaciones de sorpresa y alegría llenaron los pasillos. "Samira… Samira…" repetían voces de enfermeras, doctores, hasta pacientes sentados en sillas de ruedas. Se acercaban a ella, la abrazaban, le contaban sus problemas. Como si fuera una heroína local.
Me atendieron de inmediato, un joven doctor eficiente y de mirada cansada que me hizo sentir como un niño malcriado. Mientras me revisaban el pie, Samira conocía nombres, diagnósticos, historias personales de cada rincón del hospital. Los niños con cáncer, los ancianos olvidados en los pasillos, los que sobrevivían de la caridad y la esperanza. Incluso escuché que el de rayos X le confesaba que varias computadoras no servían, y que debían hablar con el gobernador para conseguir fondos. Samira escuchaba con atención, asintiendo, prometiendo investigar.
Yo no dije nada. Solo la observaba. Ella no solo estaba presente allí. Ella pertenecía allí, a ese mundo de sufrimiento y esperanza, un mundo tan alejado del mío como el día de la noche.
Cuando salí de rayos X, cojeando, Samira conversaba con una doctora, una mujer atractiva con una bata impecable y una sonrisa amable. La mujer me devoró con la mirada, sus ojos se detuvieron en mí más de lo necesario. Y al notarlo, yo le sonreí por puro instinto, un destello de mi antigua naturaleza depredadora. Samira lo captó. Con esa sonrisa fingida, que me taladró el pecho como una bala, la apartó de mi vista con un gesto sutil, casi imperceptible, como quien retira una amenaza, una competencia. Una punzada de celos, extrañamente satisfactoria, me recorrió.
Volvió conmigo y preguntó el diagnóstico al doctor.
—Fractura de tobillo —dijo el joven médico, sin rodeos.
Yo asentí. Sonreí, incluso. No por valentía, ni por resignación, sino por un orgullo retorcido. Ese era el precio de mis actos, el peaje por haberme entregado a ella sin reservas. Últimamente parecía un adolescente bajo la falda de Samira, torpe y desorientado. Como si fuera la primera mujer que tocaba, la primera que me hacía perder el norte. Y no escuchaba nada de lo que decía el médico sobre el yeso o los cuidados. Solo pensaba en ella. En ella… y en el dolor que ya no venía de mi pie fracturado, sino de esa certeza cruel:
Que no podía correr tras ella. No por la fractura, no por el dolor físico. Sino porque siempre me dejaba en claro que no quería romance con ataduras. Que su libertad era más importante que cualquier jaula de oro que yo pudiera ofrecerle.
Al final, ella recibió el diagnóstico con una calma profesional, yo las pastillas para el dolor y las instrucciones para el yeso, y volvimos a la casona. No hablé en todo el camino. El silencio se instaló entre nosotros, pesado, lleno de palabras no dichas. Cerré los ojos, escuchando apenas el murmullo del motor y el ritmo constante de su respiración cercana. Pensé en mi tío Germán. En su testamento, en cómo me había arrastrado de vuelta a Castle Combe después de tantos años de huir del pasado, de las expectativas familiares.
¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para conocer a una mujer que había desatado en mí un tormento que no sabía cómo apaciguar, una obsesión que amenazaba con devorarme por completo?