La Furia del Inglés

1660 Words
Al llegar a la mansión, el dolor en mi pie era un tambor constante, cada pulsación un recordatorio de mi torpeza, de mi impotencia. Salomón me ayudó a subir las escaleras, un trayecto que se sintió eterno, mientras cada escalón amplificaba la punzada. Mi pie dolía como el infierno, pero dolía más la espera de ella. Pensé —con una ingenuidad que me dio asco de mí mismo, una debilidad impropia de Grayson Johnson— que Samira también subiría, que se quedaría a mi lado, al menos por un instante, para mitigar la humillación. No lo hizo. No tuvo tiempo. Apenas cruzó el umbral de la puerta principal, antes de que el mármol frío pudiera recibir sus pasos, apareció César. Como un perro fiel que llevaba horas aguardando su regreso, con una devoción que me revolvió las entrañas. La tomó del brazo, con una familiaridad que me provocó náuseas, y la apartó, como si ella le perteneciera por derecho. Como si mi furia, mi posesión, no fueran nada para él. Y yo, con el tobillo fracturado, con el orgullo hecho trizas, con el corazón martilleando contra mis costillas, no pude moverme. No pude detenerla. Solo mirar. Solo tragarme la rabia, dejar que el veneno se expandiera por mis venas. Me repetí que ella y su grupo se quedarían en la mansión hasta el viernes al mediodía. Me repetí que dormía en la habitación contigua a la mía, a unos pocos metros de distancia. Me repetí que habría tiempo. Tiempo para reclamarla, tiempo para afianzar mi dominio. Pero ninguna de esas certezas calmó el dolor ni el veneno de los celos. Era una herida abierta. Salomón, quizá al ver mi amargura palpable, se retiró en silencio, su figura discreta desapareciendo por el pasillo, cerrando la puerta tras de sí. Me quedé solo, la imponente habitación ahogada por la penumbra del atardecer, con el martilleo incesante en mi pie y el vacío abrumador en el pecho, un hueco que solo ella, la fiera, podía llenar. Entonces, el silencio fue abruptamente roto. Sonó mi teléfono. Y con él, el infierno. La información sobre Samira Aldridge. Un informe frío, clínico, implacable, que mi inspector privado me había enviado. Cada línea era un golpe, una revelación que desgarraba la imagen que había construido de ella. Hija de Rosenia Aldridge. Madre ausente. Maltrato. Desprecio. Una niña abandonada. Un diamante formado bajo la presión brutal del dolor. La familia Winston la había criado como un tesoro, adoptándola en su círculo de privilegio y filantropía. David Winston la había amado como a una hija. Ahora era la dueña absoluta de esa inmensa fortuna, accionista mayoritaria de sus empresas, dueños de fundaciones para niños huérfanos. Un ángel público, una figura intachable. La Samira que había visto en el hospital. Pero en la otra cara de la moneda… Escándalos en su juventud. Amores rotos. Un antiguo novio, Simón López, hijo del gobernador. Infiel. Traidor. Casado con otra. Y Samira… Samira marcada por eso, incapaz de entregar su corazón de nuevo, construyendo muros infranqueables. La frase que más me quemó la sangre, que me hizo apretar los puños hasta que mis nudillos blanquearon, fue la última, resaltada en negrita en el informe: "Habitación 305. Nunca repite." Es su especie de trampa. Extranjeros hombres que no volverán más. Y César Duarte. El supuesto amigo. El amante conformista, siempre en la sombra, aceptando migajas, migas de su atención, de su cuerpo. Esperando como un mendigo a que ella le regalara un poco de su fuego, a que le ofreciera el privilegio de una noche. Sentí un rugido interno. No era un rugido de dolor, sino de ira. De humillación. De celos tan intensos que me quemaban la garganta. ¿Eso era lo que quería de mí? ¿Hacerme un idiota dócil, un número más en su lista de conquistas? ¿Un juguete en sus manos, a quien podía usar y desechar? ¿Un hombre más en la larga lista de los devorados por su fuego, sin dejar rastro de mi posesión? El teléfono se me resbaló de las manos cayendo al suelo con un susurro. Me quedé mirando el techo, las vigas talladas que parecían burlarse de mi impotencia, con los ojos ardiendo, inyectados en sangre. La odié. La odié con una ferocidad que me sorprendió a mí mismo. La odié por arrastrarme a sus ojos, por envolverme con sus piernas, por dejarme así: roto, expuesto, prisionero de un deseo que no podía controlar. La odié por ser la única mujer que me había hecho sentir esto, esta mezcla de anhelo y resentimiento. Entonces golpearon la puerta. Tres toques suaves. Y con ellos, su voz. La única que podía atravesarme como una bala, que me desarmaba a pesar de toda mi furia. Llegó suave, casi inocente, como el canto de una sirena: —Inglés… ¿puedo entrar? Por un instante, solo por un instante fugaz, el alma me tembló. Por un instante, casi dije que sí, casi abrí la puerta y me rendí a su presencia. Pero el estallido de mi ira fue más fuerte. El rugido contenido de mi animal interior se liberó. —¡FUERA! —rugí, al lanzar el pesado reloj de mesa contra la puerta. El cristal se hizo añicos con un estruendo brutal que resonó en el silencio de la mansión. Escuché su sobresalto. Luego, sus pasos rápidos, como si corriera, alejándose por el pasillo. Y lo deseé. Deseé que corriera. Deseé que no volviera jamás. Deseé que su figura se desvaneciera para siempre de mi vida, llevándose consigo este tormento. Porque esa noche, en medio de la oscuridad que me rodeaba, con el dolor en mi pie y el informe de su pasado en el suelo, juré que si Samira Aldridge se quedaba, si su fuego seguía encendiéndome, terminaría por destruirme por completo. El resto de la noche fue un infierno. No dormí. No por el dolor del tobillo —aunque era insoportable—, sino porque cada vez que cerraba los ojos veía los suyos. Verde aceituna, brillando con la malicia de saber cuánto poder tenía sobre mí. Al amanecer, tomé una decisión: no la buscaría. No le hablaría. Que viniera ella. Que sintiera, por primera vez, lo que era quedarse sin mi atención. Me enterré en el taller. El ruido del compresor, el olor a pintura fresca y gasolina, el calor sofocante de las lámparas… eran mi única distracción. Con el pie vendado, apoyado en muletas, trabajé hasta que las manos se me entumecieron. Pero era inútil. Samira estaba en cada rincón. La escuchaba reír en los pasillos. La música de su radio retumbaba a través de los muros de piedra, desafiándome. Y lo peor… la veía con César. Él siempre cerca, siempre dispuesto. Una sombra complaciente. Una mañana, los encontré junto a la fuente. Ella se inclinaba sobre un cuaderno, mostrándole algo, y César sonreía como si acabara de ganar la eternidad. Mi mano se cerró en un puño hasta que el dolor del tobillo me obligó a soltarla. No dije nada. No me acerqué. Pero cuando ella levantó la vista y me vio, sonrió. No con dulzura. Con descaro. Como quien disfruta ver cómo el fuego consume al otro. Durante los almuerzos se sentaba junto a él, reía de sus comentarios, apenas me miraba. Y cuando lo hacía, sus ojos me desafiaban con esa chispa que me retaba a perder el control. La tentación de arrastrarla de ese comedor, encerrarla en mi habitación y marcarle la piel hasta que entendiera que era mía me quemaba por dentro. Cuatro días. Cuatro noches escuchando su música, oliendo su perfume en la casa, sintiendo su presencia en la habitación contigua y sin poder tocarla. Hasta que llegó el viernes. El día que sabía que se marcharía. Y yo… había tenido suficiente. La encontré en el salón de música, recogiendo con calma las piezas del piano. Se veía tranquila. Demasiado tranquila. —¿Te vas sin despedirte? —mi voz salió ronca, áspera, más grave de lo que esperaba. Ella me miró por encima del hombro, con esa media sonrisa que me mataba y me resucitaba al mismo tiempo. —¿Y qué esperabas, inglés? Que te diera un beso de buenos días como si fuéramos pareja. —Esperaba que no te escondieras detrás de César para provocarme toda la semana —escupí, sin rodeos. Su sonrisa se ensanchó, peligrosa. —Entonces funcionó. Me acerqué, rengueando, hasta quedar frente a ella. —Samira… —mi voz fue un gruñido—. No te confundas. Puedes jugar lo que quieras, pero al final del día, solo yo te tengo en la cabeza. Y lo sabes. Ella me sostuvo la mirada, firme, desafiante. —¿Y tú crees, Grayson, que eso me hace tuya? Me incliné tan cerca que sentí su respiración, el roce de su perfume quemándome la garganta. —No lo creo, Samira. Lo sé. Me enderecé, la miré fijo y añadí, sin temblar: —Mas te diré algo. Firmaste un contrato de trabajo. Y no lo has terminado. No me importa cuánto tardes, pero César Duarte no pisa más esta casa. La próxima vez que lo vea cerca de ti, lo voy a moler a golpes. Quizás así entiendas que no soy tu juego. Ahora mismo eres mía. Y si hoy sales a una discoteca, recuerda que no puedo correr tras de ti por este maldito yeso… pero tengo el dinero y el poder para perseguirte desde cualquier rincón de mi imperio. Ella no respondió. Ni un gesto, ni una palabra. Solo esos ojos verdes, ardiendo. Y ese silencio fue peor que cualquier respuesta. Me di media vuelta, apoyado en las muletas, y me largué hacia mi habitación. Quería dejarla. Dios sabe que lo intenté. Pero era inútil. La necesitaba con la brutalidad de un hombre que no sabe vivir sin poseer. Aunque fuera un demonio disfrazado de mujer, aunque arrastrara mi orgullo a la ruina, Samira ya era mía. Y nada iba a cambiar eso.
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