La fiera se queda

2175 Words
Me deslicé en la tina, el agua caliente como un bálsamo para el alma, con un vaso de whisky en la mano. Había escuchado con dolorosa claridad cómo los autos se alejaban de la mansión, el rugido de los motores desvaneciéndose en el silencio de la noche. Se habían ido. Todos. Y la casa, que antes rebosaba de murmullos y presencias, ahora era una tumba. Después de tres largos tragos, salí de la tina con dificultad, cada movimiento era una punzada en mi pie enyesado. Maldije en voz baja, la frustración burbujeando en mi interior. Pero cuando abrí la puerta de la habitación, la vi. Ahí estaba ella. La fiera. Vestía un diminuto short de pijama que apenas cubría sus muslos, el cabello oscuro caía en cascada sobre sus hombros, enmarañado y salvaje. Sostenía un cuenco de cereal entre sus manos, la cucharilla rozaba sus labios, y esa imagen, tan simple y doméstica, bastó para encenderme de nuevo, para prender la llama que creí haber extinguido con alcohol y resignación. —¿Qué buscas aquí? —le solté, mi voz más áspera de lo que pretendía. Estaba molesto con ella, sí, pero aún más conmigo mismo por la estúpida punzada de felicidad que me atravesó al verla. Ella se encogió de hombros con una calma exasperante, una serenidad que siempre me desarmaba, dejando mis defensas inútiles. —Un televisor —murmuró, sin apartar la vista de su cereal—. Necesito ruido para dormir. Y como odias mi música… —No la odio —repliqué, cojeando un paso más cerca. Mi voz se suavizó a pesar de mi intento de mantenerme firme—. Solo que no la entiendo del todo… y es escandalosa. Demasiado para mis refinados oídos ingleses. Busqué el control remoto sobre la mesita de noche y, con un clic, encendí la pantalla oculta tras un cuadro sobre la chimenea, un panel corredizo revelando la moderna televisión. Ella sonrió, divertida, sus ojos brillando con esa chispa traviesa que tanto me exasperaba y me atraía a partes iguales. —Los millonarios y sus gustos extraños —se burló, con un tono que mezclaba desdén y fascinación. —Tú también eres millonaria, Samira. Por lo menos tu familia lo es. Tu trabajo, tus… extravagancias, no son precisamente baratas. Quería ver cuánto estaba dispuesta a contarme, a cuánto me dejaría entrar en ese mundo tan hermético que la rodeaba. Samira dejó la cuchara en el cuenco con un tintineo suave y suspiró, un sonido que parecía cargar el peso de viejas tristezas. —No es mi dinero, Grayson. Es de los Winston. Yo solo lo manejo. Mantengo vivo el legado del abuelo David, sus empresas, sus inversiones… Es una responsabilidad, no una fortuna propia. Se quedó un momento en silencio, su mirada se perdió en la superficie lechosa de su cereal, como si las respuestas estuvieran flotando allí. —Pero el dinero… —dijo al fin, su voz casi un susurro melancólico— no es más que papel. La necesidad de él hace que olvides lo que de verdad es valioso. El amor… ese hermoso sentimiento está agonizante. Lo han matado los gustos caros, las expectativas vacías, las transacciones sin alma. Hubo un brillo distinto en sus ojos, una melancolía cruda que me atravesó como una daga helada. No era la Samira que conocía, la depredadora segura de sí misma que se devoraba al mundo en cualquier bar. Era alguien rota, vulnerable… y por primera vez, la vi de verdad. Pero la fiera volvió en un parpadeo, la grieta se cerró con una maestría alarmante. Se encogió de hombros con picardía, sus labios se curvaron en esa media sonrisa tentadora. —Entonces… ¿película de terror, o quieres que te haga suspirar un poco, inglés? Para tu pie no será necesario moverte. Sonrió con esa malicia suya que siempre me arrastraba a sus juegos, a sus provocaciones. Pero esta vez, algo era diferente. Su seducción no me atrapó. No quería sexo. Por primera vez en lo que sentía como una eternidad, lo único que deseaba era abrazarla, tenerla cerca, sentir su calor sin ninguna otra intención. —No quiero sexo, Samira —mi voz salió más baja y ronca de lo que esperaba, teñida de una honestidad que me sorprendió a mí mismo—. Solo… una pastilla para el dolor. Y comida. Estoy hambriento. Ella me miró con un destello en los ojos que no supe descifrar. ¿Sorpresa? ¿ decepción? ¿ curiosidad? Luego sonrió, una sonrisa suave que no era la habitual. —Volveré enseguida, majestad. Me acomodé en la cama, el pantalón de pijama arrugado, mientras la esperaba. Regresó a los pocos minutos, cargando una bandeja con una cena sencilla pero reconfortante: sopa caliente, pan recién horneado y los analgésicos. Me sirvió con una naturalidad asombrosa, como si fuera… como si fuera mi novia, mi esposa. Sus movimientos eran suaves, atentos. Me besó con una dulzura inesperada, como si yo no le hubiera odiado, o al menos intentado odiarla, toda la semana. Después, se acomodó a mi lado en la cama, sin una palabra, sin una pregunta. Puso una película de terror tan intensa que con cada sobresalto, cada grito, se aferraba a mi brazo con fuerza, y mi pecho latía como un maldito tambor, al ritmo de su miedo y mi propia agitación. No dije nada. Me limité a disfrutar en silencio, a saborear el momento, aunque por dentro me estaba incendiando en una mezcla de deseo y ternura. Ella se quedó. No porque quisiera verme débil. No porque buscara hacerme suspirar con su presencia. Se quedó porque sabía, con la certeza peligrosa de los que juegan con fuego… que ya me pertenecía, que mi resistencia se había derrumbado por completo. La película seguía su curso, con sus gritos agudos, las puertas que se cerraban solas y las sombras acechando en cada rincón de la pantalla. Pero yo no veía nada de eso. Lo único que tenía frente a mí, ocupando toda mi atención, era ella. Samira. La luz azulada de la pantalla iluminaba su rostro, dibujando destellos hipnóticos en sus ojos verdes, que se veían aún más profundos en la penumbra. Se había recostado a mi lado, su cabeza apoyada en la almohada, con el cuenco vacío de cereal ahora en la mesa de noche. Sus pies descalzos rozaban la sábana, un contacto suave y constante que me erizaba la piel. Cada tanto, se estremecía con alguna escena particularmente aterradora y se pegaba un poco más a mí, su cuerpo cálido y vibrante. No la aparté. Dios, nunca la habría apartado. De hecho, mi brazo se deslizó sin pensar alrededor de su cintura, atrayéndola aún más cerca. Por primera vez en mucho tiempo, no había música ensordecedora, ni el sabor amargo del alcohol en mi boca, ni besos voraces que buscaban dominar. Solo ella. Solo nosotros. Y el silencio que pesaba más que cualquier palabra, un silencio cómodo y revelador. —Tu corazón late rápido —murmuró de repente, sin apartar la vista de la pantalla, como si fuera un comentario casual sobre el terror en la pantalla, pero sabía que no era así. Su voz fue un roce, casi un secreto, una conspiración íntima. Tragué saliva, la garganta seca. —Será la película —mentí, aunque el sonido de mi propia voz sonaba poco convincente. Giró el rostro hacia mí, arqueando una ceja, sus ojos verdes clavados en los míos. —No te creo, Grayson. —Sus labios se curvaron con esa media sonrisa que me arrancaba el alma, que prometía travesuras y secretos a partes iguales—. No te asusta un fantasma en la pantalla. Te asusta algo mucho peor. —¿Y qué sería eso? —pregunté, aunque ya temía la respuesta, sabía lo que iba a decir. Ella me miró fijamente, como si pudiera atravesar mi piel, mis huesos, y llegar hasta mi alma. —A mí. El aire se me atascó en el pecho, denso y pesado. No lo negué. No podía. La verdad era un puñetazo en el estómago. —Puede ser —admití al fin, mi voz ronca, apenas un suspiro. Hubo un silencio largo, denso, cargado de verdades no dichas. Ella bajó la mirada, sus dedos jugaron con la manta, la seda fría deslizándose entre ellos, como si de repente le pesara lo que había dicho, como si se arrepintiera de haber expuesto esa verdad brutal. Era la primera grieta que veía en su coraza de invencibilidad. La primera muestra de que la fiera también sangraba, también sentía, también dudaba. Me incliné un poco más y, sin pensarlo demasiado, casi por instinto, tomé su mano. No para poseerla, para reclamarla como mía. No para dominarla, para imponer mi voluntad. Solo para sentirla. Para conectar. Samira parpadeó, sorprendida, sus ojos se abrieron ligeramente. —¿Qué haces? —su voz era apenas un hilo. —Lo que debería haber hecho desde el principio —respondí, apretando suavemente sus dedos. —¿Y qué es eso, inglés? —Dejar que te quedes sin pedírtelo. Sin que tengas que buscar una excusa. Ella apretó mis dedos, apenas un instante, un micro-segundo, como si quisiera asegurarse de que yo estaba ahí, de que no era un sueño ni una ilusión. Luego, con un suspiro que liberó toda la tensión de sus hombros, apoyó la cabeza en mi pecho. Y por primera vez, no hubo juegos, ni provocaciones, ni la habitual danza de seducción entre nosotros. Solo calor humano. Solo la certeza de que estábamos demasiado cerca, demasiado entrelazados, como para fingir indiferencia o mantener las barreras. La película terminó. Las luces de la pantalla se apagaron, sumiéndonos en la oscuridad de la habitación, rota solo por la tenue luz que se filtraba de la ciudad. Pero ella no se movió. Su respiración se hizo más lenta, más acompasada, y su peso sobre mi pecho era una bendición. —Samira… —susurré, mi voz apenas audible, mientras mis dedos acariciaban suavemente su cabello, tan suave y sedoso como la seda. —Dime.- contestó entre susurro —No sé qué diablos estamos haciendo.- dije buscando el nombre de aquello que me tenía embriagado. Ella sonrió contra mi piel, una vibración cálida que me llegó al corazón. —Yo tampoco, inglés. Pero esta noche… no quiero saberlo. Cerré los ojos, el dolor de mi pie desapareció, como también se desvaneció la furia y la frustración de los días pasados. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, dormí en paz. Con la fiera en mis brazos. Y supe, con una certeza inquebrantable que me caló hasta los huesos, que ya no habría vuelta atrás. Desperté con la sensación extraña de no estar solo. La luz del amanecer se colaba por las cortinas y, por un segundo, creí que era un sueño. Pero ahí estaba. Samira. Su cabello oscuro desordenado sobre mi pecho. Su respiración calma, profunda, rozándome la piel. Una pierna suya descansaba sobre la mía, ligera, posesiva sin darse cuenta. Nunca se quedaba. Lo sabía. Era su regla, su ley no escrita. Y sin embargo, ahí estaba. En mi cama. Aún conmigo. No quise moverme. No quería romper el hechizo. La observé en silencio, memorizando cada detalle, como si el universo me hubiera concedido un regalo que no merecía. La curva de sus labios, todavía húmedos por la noche anterior. La suavidad de sus pestañas contra la piel. El pequeño gesto que hacía con la nariz al dormir. Me descubrí sonriendo. Yo, el hombre que siempre había despertado con mujeres que salían corriendo o que yo mismo despedía sin mirar atrás. Yo, que juré nunca volver a entregarme después de Débora. Ahora me sentía un adolescente idiota por la simple idea de que Samira hubiera decidido quedarse. Pasé la mano por su cabello, despacio, temiendo despertarla. Ella se movió un poco y, sin abrir los ojos, murmuró: —Inglés… El corazón me dio un vuelco. —Aquí estoy —susurré, como si tuviera miedo de que se esfumara. Abrió los ojos apenas, esos verdes que parecían conocer todos mis secretos. Me miró unos segundos… y luego volvió a cerrar los párpados, acurrucándose más contra mí. —No te acostumbres —murmuró casi dormida—. Yo no me quedo. Sonreí, aunque por dentro la sentencia me desgarró. —Demasiado tarde, fiera —respondí bajo, besando su frente. El silencio volvió a envolvernos. Pero yo ya lo sabía. Estaba perdido. Ese gesto mínimo, esa madrugada compartida, me había condenado más que todas las noches de pasión. Porque Samira, sin quererlo, me había dado lo que ninguna otra mujer me dio jamás: la ilusión de pertenencia. Cuando por fin se levantó, con su pijama corta y desordenada, la seguí con la mirada. Iba rumbo al baño, recogiendo su cabello en una coleta improvisada. Se giró un segundo para mirarme, con esa sonrisa traviesa que tanto odiaba amar. —Voy por café. No te emociones, inglés. Yo no respondí. Solo la vi alejarse. Y supe que ya no había marcha atrás. Samira era mía. Aunque ella aún no lo aceptara.
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