Caricaturas y obsesiones

1361 Words
Me quedé tendido en la cama, todavía incrédulo, el sol de la mañana filtrándose por las cortinas. Era sábado. Y yo juraba que se iría, que se desvanecería de mi vida con la misma facilidad con la que se había metido en mi piel. Pero ahí estaba. Entró en la habitación con un desayuno para dos en una bandeja, con una taza de café humeante en la mano, y esa naturalidad suya que siempre me desarmaba, que derrumbaba todas mis defensas. La vi moverse con gracia, como si esta mansión fuera su hogar de toda la vida. Encendió el televisor con el control remoto, y las risas infantiles de unas caricaturas llenaron la habitación, rompiendo el silencio matutino. —¿Más terror? —pregunté con una media sonrisa, observándola mientras se acomodaba a mi lado en la cama, el borde del colchón cediendo bajo su peso. —No ahora —respondió, sin mirarme, concentrada en el revoltijo de colores en la pantalla—. Caricaturas. Luego, si tienes ánimo, me puedes acompañar a trabajar. Aprovecharé el fin de semana para adelantar el encargo. Cuando estés mejor, iremos por la pieza del piano y estará listo. Sus palabras fueron como un calmante más fuerte que cualquier pastilla para el dolor. No porque me importara el piano, no en realidad, sino porque me tranquilizó saberlo: no pensaba irse. No todavía. Esa certeza, tan simple, me inundó de un alivio inesperado. La vi sonreír, despreocupada, sus ojos fijos en la pantalla, como si nada hubiera pasado entre nosotros. Como si no me hubiera torturado toda la semana con su ausencia. Como si no llevara días envenenándome con los celos que me carcomían cada vez que pensaba dónde y con quién podría estar. Y sin embargo… ahora estaba aquí, junto a mí, riendo por una caricatura estúpida que solo me recordaba lo joven que era, lo distinta, lo peligrosa que era su influencia sobre mí. No pude evitarlo. Me incliné un poco, atrapando con mi mirada su perfil perfecto: el brillo de sus ojos verdes que reflejaban la luz del televisor, la curva sensual de sus labios al reír, la delicadeza de su cuello. Y sentí el mismo vértigo de siempre: ese que me decía que Samira era un abismo del que nunca saldría con vida, un torbellino del que no quería escapar. —Te gusta hacerme sufrir, ¿verdad? —le murmuré, mi voz baja y ronca, sin apartar la vista de ella. Samira giró apenas el rostro, y con esa maldita sonrisa suya, esa que siempre lograba descolocarme, me contestó: —Quizás. O quizás solo me gusta ver hasta dónde puedes llegar, inglés. Le sostuve la mirada, el aire cargado con una tensión eléctrica. Quise decirle tantas cosas. Que no iba a dejarla ir esta vez. Que ya me pertenecía aunque se negara a aceptarlo. Que era mía, a pesar de que se empeñara en jugar a la libertad y a la independencia. Pero no lo hice. Porque en ese momento, con ella ahí, con las caricaturas de fondo y el olor a café impregnando el aire, supe que a veces la mejor forma de atraparla, de asegurar su presencia, era simplemente dejarla quedarse. Otorgarle la libertad de elección, sabiendo que ya había elegido. Me recosté otra vez contra las almohadas, sin dejar de mirarla, con el corazón latiendo como si tuviera veinte años, con la adrenalina de una persecución que solo yo conocía. Samira no lo sabía, pero ya había perdido. Yo ya no la dejaría escapar. Ni aunque tuviera que arrastrarme con este maldito pie enyesado por todo Londres. Después del desayuno, Samira se levantó con esa gracia felina suya, su silueta esbelta moviéndose con ligereza. —Voy al salón de música —dijo, sin darme tiempo a protestar—. Quiero adelantar un poco el pulido de las piezas antes de que anochezca. No lo pensé dos veces. Me incorporé con esfuerzo, apoyando el yeso contra el colchón, y tomé las muletas que descansaban junto a la cama. El dolor en mi tobillo era un fastidio, pero nada que me impidiera seguirla. Ella se giró apenas, arqueando una ceja, sus ojos verdes estudiándome con una mezcla de diversión y preocupación. —Grayson… mejor deberías descansar. Tu pie parece no estar para estas expediciones. —Descansaré cuando tú no estés aquí para tentar mi paciencia —respondí con una sonrisa torcida, ignorando la punzada de dolor. Rodó los ojos, un gesto de resignación, pero no insistió. Sabía que era inútil. La seguiría aunque tuviera que arrastrarme por el suelo. El pasillo estaba en silencio, la luz del mediodía que se filtraba por los ventanales dibujaba cuadrados brillantes en el suelo de madera pulida. Samira caminaba delante de mí, su cabello cayendo en ondas oscuras sobre la espalda, balanceándose con cada paso. Por un momento, una extraña necesidad me invadió. Quise olvidarme de mi orgullo, de mi pose de hombre duro, y llamarla. Detenerla. Decirle que no se moviera un paso más, que se quedara a mi lado. Pero la dejé llegar hasta el salón de música. Una vez allí, encendió su radio portátil, y la música, fuerte y desafiante, llenó la estancia, una melodía vibrante y caótica que solo ella parecía entender. Se sentó frente a la mesa de trabajo, ajustó sus lentes transparentes sobre la nariz, y comenzó a pulir con paciencia las intrincadas piezas del piano, sus manos moviéndose con una habilidad sorprendente. Yo me quedé de pie, apoyado en las muletas en el umbral, observándola como un condenado, incapaz de apartar la mirada. —¿Piensas mirarme así todo el día? —preguntó, sin apartar la vista de su labor, su voz sonando ligeramente divertida por encima de la música. —Sí —respondí sin dudarlo. —¿Por qué? —su tono era un desafío suave. —Porque si dejo de hacerlo, temo que desaparezcas —confesé, la honestidad tan cruda que casi me dolía. Samira sonrió, apenas un segundo, una curva sutil en sus labios, y bajó la cabeza otra vez para concentrarse en su trabajo. No lo negó. Y ese silencio suyo, esa falta de objeción, fue peor que cualquier palabra, una confirmación tácita de la verdad de mis temores. Avancé unos pasos, el crujido de mis muletas resonando ligeramente en la vasta habitación, hasta quedar justo detrás de ella. El olor a cera, a madera antigua, y sobre todo, a su perfume, ese aroma a vainilla y algo salvaje, me golpeó con una fuerza abrumadora. Inclinándome, dejé que mi sombra cubriera su mesa de trabajo, envolviéndola. —¿Sabes qué pienso cuando te miro así, Samira? —susurré, mi voz grave, apenas un aliento cerca de su oído. —Me da miedo preguntarlo —replicó, su voz teñida de un ligero temblor que solo yo noté. —Que si alguien más llegara a tocarte con la mitad del deseo que yo siento, no lo soportaría —confesé, la posesión en mi voz tan palpable como el aire entre nosotros. —¿Celos otra vez? —replicó con una risita suave, aunque sentí que se tensaba un poco bajo mi mirada. —No. Posesión —corregí sin pudor, mi voz firme—. Y no pienso disculparme por ello. Ella levantó el rostro, y en sus ojos verdes vi ese fuego que me enloquecía, una mezcla de sorpresa, desafío y algo más, algo vulnerable. No dijo nada. Solo se inclinó hacia atrás, lo suficiente para rozar mi pecho con su hombro, un contacto eléctrico. Una provocación silenciosa. Una invitación disfrazada de juego. Mi respiración se volvió áspera. Quise tomarla ahí mismo, sobre esa mesa de trabajo, entre piezas de madera y herramientas. Pero me contuve. Por primera vez en mucho tiempo, quise más que su cuerpo. Quise que supiera que estaba perdido en ella, que la quería entera, no solo sus momentos de pasión. —Termina rápido —le murmuré, apretando suavemente su hombro, la tela de su camiseta suave bajo mi mano—. Quiero que la tarde sea nuestra. Samira no respondió con palabras. Pero sus labios se curvaron en esa sonrisa peligrosa que me prometía tormenta, y una tarde que sería inolvidable.
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