El piano y la verdad elusiva

2560 Words
Mientras la seguía observando cada uno de sus movimientos y gestos. Intenté iniciar una conversación, con la mujer que aparentemente me había olvidado. —¿Hace mucho que no restauras un piano como ese? —pregunté en voz baja mientras subíamos las escaleras de roble de la casona, el sonido de nuestros pasos resonando en el silencio. Mi voz era tranquila, pero mi mirada la taladraba. —Hace mucho que nadie valora esos pianos —respondió ella, sin voltear a mirarme, su voz un susurro en el aire enrarecido—. Son más comunes de lo que se cree, señor Johnson, pero pocos quieren pagar lo que realmente vale devolverles el alma, el corazón musical. —¿Y tú devuelves almas, Samira? —Mi pregunta fue un dardo, cargado de una doble intención. Ella se detuvo justo frente a la puerta doble del salón principal, donde aguardaba el viejo piano de mi tío, imponente y silencioso. Giró apenas la cabeza, sus ojos verdes se encontraron con los míos, una chispa indescifrable en su mirada. —No —dijo con una sonrisa suave, casi etérea—. Yo solo restauro madera. Lo del alma… depende de quién lo toque. Sentí que algo se me atascaba en el pecho. Una mezcla de fascinación y una rabia silenciosa. La puerta se abrió. Y el piano… la estaba esperando. Como si supiera quién era ella. Samira se inclinó sobre el piano de cola, sus manos expertas volaron sobre las teclas, sobre la madera, comenzó a hablar en voz baja consigo misma, a tocar suavemente algunas notas, a medir los daños con la precisión de un científico. Yo no escuchaba una palabra de lo que decía. Solo veía sus manos. Las mismas manos que me apretaron con una fuerza feroz aquella noche. El contorno de su espalda. La misma espalda que arqueó salvajemente cuando se estremecía sobre mí, cabalgando mi placer. Y por primera vez desde que la volví a ver, desde que la encontré en la biblioteca, hablé, mi voz más áspera de lo que pretendía, rompiendo el hechizo de su concentración. —¿Nos hemos visto antes? Samira levantó la cabeza, la sorpresa genuina tiñendo sus ojos. Me miró con curiosidad, como si estuviera intentando ubicarme en un universo de extraños. Luego negó, con una leve risa nerviosa y melodiosa que me erizó la piel. —Lo dudo, señor Johnson. Nunca olvido un rostro como el suyo. Sonreí. Oscuro. Irónico. Mordaz. Una sonrisa de depredador que había encontrado a su presa. —Qué curioso… yo tampoco. La sala del este se llenaba de luz a través de los ventanales altos, donde el polvo bailaba en los haces de sol. como si supiera que algo importante, Y. El aire ese me parecía vibraba con una tensión silenciosa. Samira seguía de rodillas, revisando el intrincado sistema de resonancia del piano, sus dedos ágiles, su atención total, con una precisión que solo se obtiene con años de oficio… y secretos heredados de una estirpe de artesanos. Yo seguía hay también y la observaba desde un sillón de cuero cercano, cruzado de brazos, como una estatua de deseo y control. No hablaba. Solo la miraba. Como quien mira un rompecabezas que ya an armado, pero finge no conocer la solución, disfrutando de cada pieza que cae en su lugar. —Trabajas con las manos como si le hablaras a las cosas —dije, rompiendo el silencio que se había vuelto casi físico. —Así me enseñó mi abuelo. Las cosas viejas solo responden si las tratas con respeto —respondió ella, sin levantar la vista, su voz como un murmullo concentrado. —¿Y los hombres viejos? —pregunté, mi voz cargada de una ironía juguetona, una sonrisa dibujándose en mis labios. Ella finalmente levantó la vista, una chispa de astucia en sus ojos. —Depende. ¿Usted se siente viejo, señor Johnson? Reí por primera vez en horas, una carcajada genuina que resonó en el amplio salón. Dios… esa lengua. Esa lengua afilada, rápida, insolente. Era la misma que me hablaba al oído mientras cabalgaba sobre mí sin pudor, susurrándome órdenes y placer. Me levanté enseguida y me incliné hacia el piano, moviéndome a su lado. Mi presencia era grande, opulenta, llenando el espacio personal de Samira. Mi olor, una mezcla embriagadora de aceite de motor, madera antigua y mi colonia oscura, la envolvió. Ella lo sintió en la nuca, el calor de mi aliento, un leve e inexplicable estremecimiento cruzó su piel. Un déjà vu que no podía precisar. —¿Nunca has sentido que conoces a alguien… pero no sabes de dónde? —pregunté, mi voz bajó a un susurro, íntimo, cómplice. —¿Lo dices por mí? —dijo ella, alzando una ceja, la duda comenzando a anidar, sutil, en su mirada. —Tal vez. —La estudié. —Tal vez tienes un rostro genérico. —Ella intentó desviar la tensión con una evasiva, una táctica que talvez usaba a menudo. —O tal vez tú tienes memoria selectiva. —No la dejé escapar. Mi voz era un bisturí que buscaba la verdad. Samira frunció los labios, la punta de su lengua asomando apenas para humedecerlos. Su cuerpo sabía que había algo en mí, una resonancia familiar, una electricidad. Pero su mente se negaba a ubicarme, a darle un nombre a esa sensación inquietante. Volví a sentarme y crucé las piernas con calma, apoyando el codo en la rodilla. Jugaba. Lo sabía. La estaba provocando. Y lo disfrutaba más de lo que debería. —¿Sueles salir mucho? —pregunté, cambiando el ángulo de mi ataque. —Cuando me da la gana —respondió ella, sin dar detalles. —¿Y alguna vez… has tenido una noche sin nombres? —La pregunta, casual en apariencia, era una bomba a punto de estallar. Samira se detuvo. Sus dedos quedaron inmóviles sobre la tapa del piano, la rugosidad de la madera bajo sus yemas. Su respiración se hizo apenas perceptible. ¿Era eso una provocación? ¿Un disparo en la oscuridad, esperando escuchar el eco? Ella no podía saberlo. ¿O sí? Pero no respondió. No aún. —Este piano está triste —dijo, cambiando el tema abruptamente, como una cortina de humo que buscaba esconderla. —¿Triste? —solté, alzando una ceja, intrigado por el cambio. —Sí. Como tú. La miré en silencio, mi sonrisa se borró, reemplazada por una expresión de asombro. Ella no lo sabía. Pero acababa de tocarme una herida, una que yo guardaba bajo mil capas de tatuajes, orgullo y control. Una herida profunda. —¿Te gustaría cenar conmigo esta noche? —pregunté, la pregunta saliendo sin premeditación, un impulso. Ella levantó la mirada, el desafío en sus ojos mezclado con una pizca de sorpresa genuina. —¿Es parte del trabajo? —No. Es parte de mi agradecimiento. Y de mi… curiosidad. —La última palabra se estiró, cargada de una doble intención. Samira lo dudó por un largo instante. Quizás su mente le gritaba que no, que era peligroso. Pero luego algo en ella —puede que esa parte salvaje que se sentía viva cuando jugaba con fuego, cuando se arriesgaba— dijo que sí. —A las ocho —dijo ella, sus labios moviéndose lentamente—. Pero el vino corre por tu cuenta. —Correrá lo que tú quieras, Samira —respondí, mi victoria brillando en mis ojos. Y entonces, mientras ella recogía sus herramientas, guardando cada una con el mismo cuidado metódico, me acerqué lo suficiente para murmurar cerca de su oído, mi aliento cálido en su nuca. —Me gustan las mujeres que dejan notas, Samira. Samira se detuvo por un segundo. Un escalofrío le recorrió la espalda. —¿Perdón? —Nada. —Me alejé con una sonrisa enigmática—. Nos vemos a las ocho. Ella me vio irme. Su ceja se alzó, la confusión por el "nota" mezclada con una extraña punzada. Un eco de algo. Pero no dijo nada más. Solo me vio salir de la sala. Sonreí. Una sonrisa de puro gozo. El juego había comenzado. Y esta vez, Samira, no se escaparía. Con la camisa de lino impoluta remangada hasta los codos, dejando al descubierto mis antebrazos poderosos, volví a salir al taller contiguo a la casona, ya casi en penumbra. La luz dorada del atardecer se colaba por los ventanales amplios y polvorientos, tiñiendo de ámbar los intrincados contornos de las herramientas y el frío metal. El aroma a grasa de motor, a pintura fresca y a sudor limpio me recibió como una melodía familiar, un bálsamo reconfortante en el caos de mi mente. No me molestaba; al contrario, me anclaba. Ese lugar olía a propósito, a trabajo honesto, a una realidad tangible que contrastaba con la intangible obsesión que me carcomía. Salomón, cubierto de aceite hasta los codos y con el rostro empolvado, guardaba sus herramientas con un ritmo pausado, silbando una vieja canción de reguetón en voz baja. Estaba por terminar su jornada, ansioso por el descanso, cuando escuchó mis pasos firmes y decididos, resonando en el suelo de concreto. Me acerqué, la figura de un empresario más que de un mecánico, extendiéndole un sobre grueso de papel manila. —Buen trabajo hoy, Salomón. Te lo ganaste —dije, mi voz tranquila, pero con una autoridad innegable. Salomón lo tomó con una ceja alzada, intrigado por el peso del sobre. Lo abrió con la naturalidad de quien recibe propinas, y apenas hojeó el contenido, sus ojos oscuros se abrieron como platos, redondos de asombro. Cientos de billetes de alta denominación se asomaban. —¡Mi madre! —exclamó, la voz ronca por la sorpresa, pasándose una mano por la cabeza afeitada—. Esto no lo junto yo en tres meses… ¡ni con brujería! —rió, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. ¿Y todavía me va a decir que mañana es libre? —Te lo ganaste —repetí, una pequeña sonrisa formándose en mis labios—. Pero antes de que te vayas… —Apoyé una mano enguantada en la mesa de trabajo, el metal frío contra el cuero—. Quiero hacerte una pregunta, y quiero la verdad. —Dispare, jefe. Usted manda. —¿Conoces bien a la restauradora? A Samira Aldridge. Salomón chasqueó la lengua, pensativo, sus ojos mirando un punto fijo en la pared mientras apoyaba el sobre, aún sin cerrar, contra su pecho, como si temiera que el dinero se escapara. —¿Samira? —repitió, el nombre sonando con un deje de misterio—. Nadie la conoce bien, jefe. Es un enigma. Anda por ahí, como el viento, libre y salvaje. Nunca la he visto con novio formal, con alguien que la ate a nada, pero tiene mil historias… —Una sonrisa pícara cruzó su rostro—. Creo que su cama tiene más huellas que la playa en pleno verano. Pero su corazón… ese, creo que nadie lo ha pisado. O lo guarda muy hondo. A veces pienso que ella es como esas cajas fuertes viejas, ¿sabe? De esas que se ven por fuera inquebrantables, pero por dentro quién sabe qué tesoros esconden. No hay forma de abrirlas sin dinamita. Asentí lentamente, cada palabra de Salomón era un eco de mis propias impresiones, un pedazo más del rompecabezas. La imagen de la "caja fuerte" me hizo sonreír por dentro, una sonrisa que no llegó a mis labios, pero que calentó algo en mi pecho. —¿Y qué pasa con su casa rodante? ¿Por qué no la arreglas? Ella parece muy apegada a ella. Salomón rodó los ojos, exasperado, pero con una sonrisa indulgente. —Ah, jefe… eso es otro cuento. La señorita Samira quiere conservar cada pieza del vehículo, hasta el último tornillo, como si fuera una reliquia sagrada. Hay partes que no sirven ni para hacer un columpio para un bebé, están podridas de viejas, pero ella insiste en que no se puede botar nada. "Mi abuelo lo dejó así, así tiene que quedar", dice. Yo le digo que necesita un motor nuevo, una reconstrucción completa, pero no. Ella no quiere que lo toque demasiado… solo que lo haga funcionar. ¿Qué hago yo con eso, pues? Lo miré un segundo en silencio, la risa brotó de mi garganta, no de burla, sino de un profundo entendimiento. La terquedad de Samira Aldridge, su obstinación por preservar lo antiguo, su apego a las cosas que otros desecharían, empezaba a resultarme… entrañable. —Es una reliquia —murmuré, como para mí mismo, mi mirada fija en el horizonte rojizo—. Si su abuelo lo construyó o lo mantuvo así, tal vez escondía algo en ese diseño… algo que la hace sentir segura. Lo comprendo. Hay cosas que no se miden por su valor material, ¿verdad? Después, le palmeé el hombro a Salomón con firmeza, una señal de camaradería. —Recíbela tú la camioneta. Tráete la casa rodante aquí. Vamos a repararla juntos, pieza por pieza. Veremos qué se puede hacer. Te prometo que te ayudaré personalmente. —¡¿De verdad, jefe?! —los ojos de Salomón brillaron como dos faroles en la oscuridad, una emoción infantil en su rostro. —Y cuando ella te invite esa cerveza por el buen trabajo, me traes una a mí también —añadí con una sonrisa pícara, una chispa de picardía que rara vez mostraba. Salomón se echó a reír con ganas, una risa contagiosa que llenó el taller. Guardó el sobre abultado en su mochila, sacudiéndose las manos con un trapo sucio, ya imaginando su día libre y sus cervezas. —¡Trato hecho! Pero le advierto, jefe… si usted me ayuda con esa casa rodante y me quita a la señorita Samira de encima gritándome órdenes, ¡yo mismo hago una parrilla aquí afuera! ¡Con música, bastante cerveza, y hasta le invito a sus amigas! Alcé una ceja, la curiosidad despertando. —¿Sus amigas? —Ah sí, jefe. Siempre anda con dos o tres, como uña y mugre. Fiesteras, sí, pero de buena familia. Buenas muchachas, esas. Dan lo que quieren, cuando quieren. Nada de engaños ni de enredos. Lo hacen porque les gusta el momento, no porque esperan algo a cambio. ¿Me entiende? Son como la Samira, pero menos… dinamita. Sonreí con complicidad, una sonrisa que era casi un reflejo de la suya. —Te entiendo más de lo que crees, Salomón. Mucho más. —Entonces vamos a arreglar esa casa rodante, jefe —dijo con una convicción renovada, un brillo de entusiasmo en sus ojos—. Y de paso, hacemos que Samira deje de gritarme y me dé al menos una sonrisa por el amor de Dios. —La sonrisa vendrá… solo si le devuelves a la vida esa máquina vieja sin romperle el corazón —murmuré, observando a Salomón con una mirada de conocimiento. —Usted habla como poeta, jefe. Pero se le nota lo enamorado —respondió el joven con un guiño descarado, ignorando la severidad fingida en mi rostro. Lo miré con una severidad fingida que no duró ni un segundo. Salomón se encogió de hombros y se subió a su bicicleta desvencijada, silbando una melodía despreocupada mientras se alejaba por el camino recién asfaltado, cantando a viva voz como un hombre sin deudas ni culpas, un alma libre.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD