El Silencio Quebrado

2070 Words
El lunes amaneció con una luz tibia, de esas que apenas se atreven a colarse por los ventanales altos de la casona, revelando la danza de las motas de polvo en el aire. Sabía que Samira llegaría puntual, y la tensión en el ambiente era casi palpable. Justo como lo habíamos pactado la noche anterior, escuché el sonido de vehículos en la entrada. Me asomé y ahí estaban: Samira al mando de su pequeño equipo de restauradores. Dos chicas jóvenes con delantales manchados de cera y pigmento, el cabello recogido con pañuelos; un joven delgado con gafas colgando de la punta de la nariz, un eterno aire de concentración; y un moreno impecable, con su camisa perfectamente planchada y esa mirada que lo decía todo sin pronunciar una sola palabra, un aura de misterio y devoción contenida. Apenas bajaron las cajas de herramientas, las pesadas lonas protectoras y los portafolios repletos de bocetos y fórmulas secretas, aparecí en la entrada principal, como si mi olfato me hubiera alertado de su llegada. Yo llevaba las mangas de mi camisa de lino blanco arremangadas hasta los codos, las manos aún sucias de grasa de motor de mi taller, y esa mirada de depredador curioso, de cazador que ha acorralado a su presa. Estaba impecablemente desalineado, con una elegancia que solo yo podía lograr. Y, sin embargo, dominaba el espacio con una naturalidad asombrosa, como si fuera el anfitrión de una gala importante, en lugar de un ermitaño en su mansión. Samira se adelantó unos pasos, su postura firme, su tono de voz autoritario, pero con un matiz juguetón que solo yo supe percibir. - Nos quedaremos en tu casa, - anunció, sin pedir permiso, sino informando. -Trabajaremos día y noche, hasta que todo esté como nuevo. Hay mucho por hacer, y poco tiempo. Espero que no tengas problema con que invadamos tu espacio… y vaciemos tu refrigerador. Mi sonrisa fue un relámpago de picardía que iluminó mi rostro. No había mejor forma de comenzar el día. Esa mujer era un desafío, una constante chispa. - Llenaré las despensas con lo que necesiten, sin límite, - respondí, mi voz grave resonando con seguridad. - Y tendrán buenos espacios para invadir. Este lugar ha estado callado demasiado tiempo. Demasiado solo. Les abrí paso con un gesto amplio de la mano, invitándolos a entrar en la gran sala de colecciones. Cuando el grupo cruzó el umbral hacia el vasto espacio, todos quedaron en silencio. Aquel cuarto no parecía una simple sala; era más bien una cámara secreta de un museo, un santuario del tiempo perdido, con vitrinas cubiertas por sábanas de lino que ocultaban tesoros, pergaminos antiguos enrollados, relojes de bolsillo que ya no marcaban el tiempo, instrumentos musicales de formas extrañas, esculturas de mármol y bronce, baúles misteriosos que parecían contener vidas enteras, muebles restaurados con técnicas imposibles que desafiaban la lógica… y, por supuesto, el viejo piano, el centro de esa inmensa telaraña de historias. Las chicas del equipo se quedaron boquiabiertas, sus rostros reflejando un asombro reverente. Una de ellas, Liana, murmuró con voz temblorosa: - Dios mío... Esto es historia viva. ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí? - Toda una vida, - respondí, con un dejo de melancolía en la voz. - Era el corazón de mi tío Germán. Su refugio. El chico de las gafas, Fabio, se quitó los lentes para limpiarlos, como si al hacerlo pudiera ver mejor lo que tenía delante. Murmuró: - Esto es una locura… Es una fortuna. Cada pieza aquí cuenta una historia. Esto no es una restauración cualquiera… Esto es un rescate arqueológico. Samira sonrió de lado, cruzando los brazos, saboreando el momento. - Por eso estamos aquí. No vamos a darle brillo a objetos. Vamos a devolverles el alma. El moreno no dijo nada. No porque no sintiera asombro, sino porque su atención estaba clavada en otra cosa… o mejor dicho, en otro alguien. En mí. El contraste era brutal: el heredero millonario estaba allí, frente a ellos informal, con las manos manchadas, los antebrazos descubiertos y tatuados, oliendo a gasolina y metal caliente. César me observaba con atención disimulada, los labios apretados, como si tratara de descifrar un idioma que no comprendía del todo. Y ese idioma creo era Samira. Porque ella se movía cerca de mí con una naturalidad que a él lo inquietaba. Mientras ella yo hablábamos en voz baja. El miraba Samira señalaba un baúl tallado con relieves orientales y yo asentía, dándole el tipo de atención que al parecer el, sin duda, conocía bien: la atención que se da cuando alguien no te es indiferente. - De qué época es este pergamino.- preguntó Samira, agachándose con elegancia felina frente a una vitrina. - Siglo XVII, creo. Nunca lo mandamos a datar con precisión. Mi tío decía que no quería que el tiempo lo etiquetara. Que lo importante era lo que transmitía, no cuándo nació, - respondí, agachándome a su lado. Nuestros hombros casi se rozaron. - Tu tío era un romántico… o un fugitivo, - comentó ella, sin mirarme. Reí bajo. - Era ambas cosas. Como todos los hombres que no encajan en ninguna época. El hombre solo escuchaba desde una distancia prudente. Pero estoy seguro. No le gustaba mi risa. Ni ese modo en que Samira ladeaba la cabeza cuando algo realmente le interesaba. Inmediatamente lo supe el. La conocía. Sabía leerla. Y lo que estaba viendo, lo que se cocía allí entre objetos viejos y miradas nuevas, le ponía un nudo seco en la garganta. - César, - la chica Liana fue quién lo sacó de sus pensamientos. - Te imaginas lo que podrías hacer con esas pinturas. Él ése que ya tenía nombre apenas asintió. Caminó hacia un cuadro apoyado contra la pared, aún cubierto con tela de lino. Lo destapó con cuidado, revelando un óleo oscuro y fascinante. Se inclinó sobre él, como si pudiera oír lo que la pintura tenía para decir. - Este pigmento… es mezcla de lapislázuli con cobalto, - murmuró. - Eso no se consigue en cualquier lugar. Y el trazo… es único. - ¿Te dice algo?,- preguntó Samira, acercándose. César levantó la vista. Por un instante, sus ojos verdes chocaron con los de ella. Ahí estaba ese brillo, ese que solo otro hombre reconoce: el de cuando una mujer te hace sentir vivo. - Sí, - dijo él, con voz baja. - Me dice que esto era importante para alguien. Como tú lo eres para mí. Samira parpadeó. La sonrisa se le borró apenas por un segundo, antes de que la cubriera con una mueca burlona. - Entonces hazlo hablar otra vez, - replicó, dándole una palmada ligera en el hombro. Se alejó, caminando hacia otra esquina de la sala, donde yo como quién no escucho nada, ya levantaba otra sábana. César se quedó solo frente al cuadro. Y talvez supo, al igual que yo, quel restaurar esa casa no iba a ser su único reto. Llegue a sentir que me miraba con algo entre la admiración involuntaria, con un deseo latente de entenderme, y una punzada de celos que le retorcía las entrañas. Tal vez intuía lo que había pasado entre nosotros aquella noche. Tal vez simplemente lo sentía en el aire denso, en la forma en que Samira me miraba, incluso en nuestras bromas. Y entonces sus ojos se deslizaron hacia Samira, que hablaba animadamente conmigo, su rostro iluminado por la emoción del trabajo. Señalaba esquinas, comentaba los materiales de los objetos, dando órdenes suaves pero firmes a su equipo, su voz un murmullo de profesionalismo. César la observaba como si quisiera devorarla. No con lujuria, no con la pasión de una noche, sino con ese hambre contenida de quien ha amado en silencio por tanto tiempo que ya no recuerda cómo se siente hablarlo en voz alta, cómo se siente que ese amor sea correspondido. Una punzada en el alma. Sus manos apretaron el estuche de herramientas con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Respiró hondo, un aliento que no bastaba para calmar la inquietud. Sabía que esa estancia en la casona, bajo el mismo techo que yo, sería una prueba. Para todos. Para su paciencia, para su amor, para el delgado hilo de su esperanza. Más tarde, mientras el grupo, con asombro palpable, seguía recorriendo la galería principal y el polvo milenario se alzaba con cada paso sobre los objetos cubiertos, di la orden con un leve movimiento de cabeza a mi ama de llaves, una mujer de expresión severa pero eficiente. En cuestión de minutos, ella y dos ayudantes, moviéndose con la discreción de fantasmas, comenzaron a preparar los dormitorios en el ala este de la casona. Las habitaciones antiguas llevaban años cerradas, el aire denso de la inactividad, pero seguían conservando su dignidad: camas con dosel cubiertas por sábanas bordadas con esmero, tocadores de roble macizo y cortinas gruesas de terciopelo que dejaban pasar solo un atisbo de la luz de la mañana, creando una atmósfera de intimidad. -Tendrán privacidad, agua caliente y espacio de sobra, - anuncié, mi voz lo suficientemente alta para que todo el equipo la escuchara, mientras caminaba al lado de Samira, que inspeccionaba cada rincón con mirada evaluadora, su mente ya calculando los espacios. - Pero tú… - añadí, bajando un poco la voz, mi mirada azul fijada en ella, la insinuación clara, - tú vienes conmigo. Ella se detuvo, sus pasos resonando en el suelo de madera. Me miró de reojo, sus ojos verdes destellando con una mezcla de sospecha y curiosidad. - ¿Contigo? ¿Para qué?, - preguntó enseguida. - No me malinterpretes, - dije, esbozando esa sonrisa ambigua que desarmaba con facilidad, pero tenía la intuición que a Samira le resultaba irritantemente atractiva. - Solo quiero tenerte cerca.- dije pero. No era una súplica, era una afirmación, casi una orden. La pausa fue tensa. - El cuarto contiguo al mío está en mejores condiciones. Y el piano también está en este ala. Así puedes trabajar sin interrupciones, y si necesitas algo, estaré a un paso. Samira entrecerró los ojos, sospechando del gesto, de la intención oculta detrás de la "conveniencia" del cuarto. Pero no dijo nada. Solo asintió con una mueca irónica, aceptando el desafío. - Perfecto, respondió, su voz llena de un humor seco. - Pero te advierto algo, Johnson. Soy de las que roncan. Y hablo dormida. No te asustes si escuchas algo raro… o si me pongo a gritar sobre dragones. - No me asusto fácilmente, murmuré, mi voz grave, profunda, que casi parecía un roce, una caricia en el aire. - Y menos contigo al otro lado de la pared. De hecho, me gustaría escucharte gritar… sobre lo que sea. Ella se sonrojó con mis palabras, pero lo disimuló perfectamente. Así unos minutos después, Samira entró en el cuarto asignado. Era amplio, luminoso a pesar de la luz tenue del exterior, con una cama impecablemente tendida con sábanas de hilo, una chimenea apagada que conservaba el aroma a leña quemada, un gran ventanal que daba a los jardines meticulosamente cuidados, y un ropero de madera tallada que ocupaba casi una pared entera. Aún olía a cera de abejas y a la historia que impregnaba cada rincón de la casona. En la mesita de noche de caoba pulida, alguien —yo, sin duda, porque ¿quién más podría ser tan sutilmente invasivo?— había dejado una taza de té tibio con hojas de menta fresca, el vapor aún ondulando suavemente. Me imaginé a Samira, con su bolso de herramientas aún en la mano, respirando hondo el aire cargado de anticipación. Imaginé como sentía como... si acababa de cruzar un umbral invisible, no solo una puerta. Como si todo lo que estaba por venir no solo fuera trabajo, restauración o rutina profesional. No. Porque, Esto iba a ser una batalla silenciosa. Una batalla de voluntades, de miradas esquivas y profundas, de cercanía forzada que la obligaría a confrontar lo que había enterrado. Porque yo estaba al otro lado del muro. A solo unos metros de distancia. Porque el eco de esa noche explosiva en el hotel, aunque enterrado y disfrazado por el alcohol en su memoria, Yo. Sabía estaba empezando a despertar con cada latido de su corazón. Y lo peor era que... Yo ahora no sabía si quería que ella volviera a dormirlo. No sabía si quería que ése Latir que me pareció escuchar, volviera a la inconsciencia.
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