La Invasión Duelo de Miradas

1182 Words
La primera noche en la casona, casi me arrepiento de haber asignado el cuarto contiguo a Samira Aldridge. La música. Una cacofonía ruidosa, estridente, de reguetón latino que no paraba de sonar, como si Salomón hubiese instalado su radio chirriante en el lecho de la habitación vecina. Era un asalto a mis sentidos, una invasión sonora en la quietud a la que estaba acostumbrado. Me levanté dos veces, con la mandíbula apretada, el impulso irrefrenable de tocar su puerta y exigir que apagara el escándalo que vibraba a través del muro. Pero la primera vez, el orgullo y el autocontrol me detuvieron. A la segunda, cuando ya estaba en el umbral de mi propia puerta, listo para el enfrentamiento, la música se silenció de golpe, y todo quedó en un silencio denso, casi opresivo. No regresé a mi cuarto. No pude. La adrenalina aún me mantenía despierto, y la imagen de Samira, tan cerca, tan inaccesible, me carcomía. Bajé las escaleras de roble, mis pasos amortiguados por las alfombras, y como otras noches desde que había llegado a la casona, caminé en la oscuridad, guiado solo por la memoria de la distribución de la mansión. El gusto de mi tío, Germán Johnson, era increíble. Siempre lo había sabido; mi tío era un amante de las artes, un coleccionista empedernido de antigüedades. Pero nunca imaginé que tuviera una casa como esa, un verdadero santuario de tesoros, mucho menos que la hubiese comprado y conservado para mí y para los futuros hijos que aún no tenía, una herencia que ahora se sentía como un peso, un anhelo ajeno. También pensé en la pena más fuerte que puede cargar un hombre: la soledad. Y ahora que leía los fragmentos que mi tío había escrito con puño firme, mi héroe, el hombre de negocios imperturbable, me daba cuenta de que había cargado con aquella cruz de la soledad durante mucho tiempo, en silencio, bajo la superficie de su vida pública. Tal vez, cuando a un hombre le llega el tiempo, la real vejez, esa que te llega desde adentro, desde los huesos, te das cuenta de todo lo que perdiste entre sábanas de extraños y sonrisas ajenas. Entonces lo imaginé: mi tío Germán en sus noches de whisky, la mirada absorta en las teclas de algún piano, o inclinado sobre algún pergamino o joya antigua, con ese lente pequeño que lo hacía lucir aún más anciano, más vulnerable. Aligeré mis pasos y fui directo a la habitación donde estaba el majestuoso instrumento que parecía haber muerto con Germán Johnson, esperando ser resucitado. Entonces vi la luz encendida. Una luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta. Creí, por un instante, que posiblemente Samira, en su obsesión por el trabajo, estaba trabajando en él, incluso a esas horas. Miré mi reloj: eran las once y media de la noche. Pero al entrar, la figura que estaba ahí no era ella. Era César. El hombre moreno de ojos verdes trabajaba con una precisión metódica sobre un cuadro antiguo, un retrato de familia: mi tío cuando era niño, mi madre, mis abuelos. La escena era íntima, inesperada. - Buenas noches, - dije, mi voz más áspera de lo que pretendía, la sorpresa marcando mi tono. - ¿Y Samira?,- pregunté, buscando en la habitación vacía, un atisbo de la mujer que me había sacado de quicio. César me observó, una pausa demasiado larga, sus ojos verdes analizándome con una mezcla de cautela y una familiaridad irritante. La luz de la lámpara acentuaba las líneas de concentración en su rostro. - Me imagino que está en su habitación asignada, - respondió, su voz tranquila, casi monótona, como si la pregunta no le sorprendiera en absoluto. - Con esa música tormentosa. Pero si ya no la oye, es porque posiblemente esté dormida. La señorita Samira tiene un sueño pesado después de trabajar tanto. César volvió a la meticulosidad de su trabajo, estudiando el cuadro hecho por algún pintor de renombre, como si no hubiera notado mi intrusión, pero yo percibí el nivel de confianza, de intimidad, en su respuesta. César conocía las manías de aquella mujer que tanto me encendía. Tan bien como si la hubiese visto dormir mil veces. - Así es, lo disimulara, - murmuré, sin quitarle los ojos de encima, mi mente trabajando rápido. - Eso quiere decir que el aparato ya no sonará más esta noche.- Analicé la respuesta de César, buscando una grieta, un matiz. Pero César, sin levantar la vista del cuadro, soltó una risa seca, sin humor. - A menos que tenga pesadillas, señor Johnson. Ahí sí que hace más ruido que la música. Pero si corremos con suerte, solo se irá y volverá después, más ruidosa que el mismo reproductor.- César reafirmó su conocimiento de la "tormenta" que dormía en el piso de arriba, de la mujer que yo apenas estaba comenzando a desentrañar. - La conoce usted bien,- solté, la irritación subiendo por mi garganta, la provocación clara en mi tono. César finalmente levantó la vista, y sus ojos verdes se encontraron con los míos. Y sonrió. Se podría decir que desafiante. Una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos, pero que era clara. - Más que mucho, señor Johnson. Bastante más. Pero bueno, estuvo muy buena la charla, pero ya terminé por esta noche. Así que descanse. Mañana será el día de conocer sus joyas, porque para eso estamos aquí, ¿no? Para trabajar para usted, - dijo César, con un énfasis en el "para usted" que sonó a reproche o a advertencia, mientras se limpiaba las manos con un trapo impregnado de disolvente. César no parecía contento con mi presencia ni mis preguntas. No, no estaba contento. - Bueno, señor César, - dije porque no me amilané, mi voz más bien se hizo más cortante, ajustándome el reloj en la muñeca, un gesto de poder. - En realidad, usted es el empleado de la señorita Aldridge. Ella decide cuál es su rol aquí. - Eso, ¿qué significa, señor Johnson?, - ahora la voz de César era una daga, apenas audible. - Bueno, mi señor, - no cedí un ápice, mi mirada de hielo. - Que mi trato con Samira se basa en ella y yo. Y todavía, señor César, le diré que no he decidido si la quiero solo para que restaure joyas y un piano en el olvido. Que tenga usted también buenas noches. Corté la conversación de forma abrupta, dejando a César con la palabra en la boca. Me giré sobre mis talones y volví a mi habitación, un poco eufórico, un poco indignado. Mi mente trabajaba rápido, hirviendo. ¿Acaso ella había traído un amante a mi casa, bajo mi mismo techo, a solo metros de mí? ¿Y si así fuera, por qué a mí me importaría tanto? ¿Por qué debía molestarme que una mujer libre, que no era mía, tuviera a alguien tan cerca? La respuesta me golpeó como una ola fría: porque, a pesar de todo, la quería solo para mí. Y eso, me dejaba aún más furioso. Y excitado.
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