El Desafío de la Distancia

1488 Words
Ella estaba en la cocina, un halo tenue de luz proveniente de la pantalla de su teléfono alumbrando apenas el vaso que llenaba de agua. La silueta de su cuerpo bajo un camisón ligero, el cabello desordenado por el sueño. Solo unos segundos. La observé desde el pasillo, inmóvil, un depredador observando a su presa. Y la dejé. No la interrumpí. Subí las escaleras, un plan formándose en mi mente, y me dirigí hacia mi habitación. Pero al estar frente a mi propia puerta, no entré. La esperé. A los minutos, ella vino. La vi subir por las escaleras con el teléfono aún en la mano, su rostro apenas visible por la oscuridad de la casa y la poca luz que emitía la pantalla. Mis ojos se acostumbraron a la penumbra, y la figura de Samira se materializó ante mí, desprevenida. Y entonces, la sorprendí. De la misma forma repentina y avasalladora que ella me había sorprendido aquella noche en la discoteca. Con la velocidad de un felino, la pegué contra la pared fría del pasillo, mi cuerpo contra el de ella, y le robé sus besos, hambrientos, desesperados. Le robé también el aliento, el aire de sus pulmones. Apenas ella pudo separarse, el teléfono cayendo al suelo con un golpe sordo, me preguntó, jadeante, sus ojos grandes y confundidos en la oscuridad: - ¿Qué haces? Pero yo no respondí rápidamente. No había palabras, solo instinto. Volví a besarla, mis manos subiendo por su cintura, manoseándola con una urgencia cruda, salvaje, una necesidad que a ella la calentó, encendiendo un fuego que se había negado a reconocer. - ¡Calla! ¡Que esta noche es mía y mando yo!, - dije, mi voz grave y ronca, una declaración de guerra, respondiendo con las mismas palabras exactas que ella me había callado aquella noche, en aquel hotel barato, en aquel cuarto 305. El recuerdo, para mí, era un motor. Y entonces, sin soltarla, la levanté del suelo, obligándola a rodear sus piernas alrededor de mi cintura, el peso de su cuerpo cayendo sobre mí, una rendición. Abrí la puerta de su habitación, la que estaba contigua a la mía, y como un animal salvaje que reclama su guarida, pateé la madera con fuerza para que se cerrara con un golpe sordo, antes de entrar. La lancé con una fuerza controlada en la cama, que se hundió bajo su peso. En segundos, me quité la ropa, los botones volando, las telas rasgándose, y también arranqué la de Samira, el camisón ligero cediendo bajo mis dedos. Sin decir palabras, sin pedir nada más que cuerpo, labios y el deseo que crecía entre nosotros, le hice el amor como solo yo lo sabía hacer: crudo, fuerte, visceral, y delicioso, con una mezcla de furia y posesión. En varias ocasiones, con mi mano, la misma que había acariciado reliquias, acallé los gritos de placer que Samira no podía contener, ahogándolos en mi palma, en un acto de dominación y control que era erótico, prohibido. Samira logró arañarme el pecho, sus uñas dejando marcas rojas, y la espalda, en un acto de resistencia y entrega. La piel le ardía donde yo la había tocado, donde yo la había marcado, porque estaba más que satisfecho. Esta vez, yo también la había marcado: pequeños chupetones morados en sus pechos, en sus costillas, en la piel interior de sus muslos. Cicatrices de un placer salvaje. Después la miré dormir por unos segundos, su cuerpo desnudo y rendido sobre las sábanas desordenadas, la trenza deshecha sobre la almohada. Y dije para mí mismo, con una sonrisa triunfante, casi imperceptible: "Uff, qué fiera. Porque sí que me gustaba, esa filosa y perversa mujer que estaba dormida en la cama. Era una hermosa y complaciente amante. Levanté mi ropa del suelo, y me marché del cuarto, tan silencioso como había llegado. Desnudo, entré a mi propio cuarto, la piel aún vibrando, y cerré la puerta. Y entonces, dormí profundo, un sueño sin sobresaltos, sin pesadillas, sin reguetón. Un sueño de victoria. Pero al siguiente día en aquel inolvidable. Amanecer, Samira despertó a su horario irrompible, innegociable: las siete de la mañana. Desde ese instante, su día y su jornada comenzaban con una precisión casi militar. Abrió los ojos, se incorporó sobre la cama, y se vio sola en la habitación. Eso, para mi sorpresa, ni siquiera la ofendió. Pero al entrar al baño y mirarse en el espejo, su reflejo la recibió con una imagen que la imaginó y se la hizo fruncir el ceño y talvez apretar los puños, estoy más que seguro que la calma de su despertar se desvaneció en un instante. Recuerdo claramente, Los chupetones. Pequeños, pero bien marcados. En la clavícula, algunos subiendo por el hombro. Unos hasta se volvían amoratados, oscuros contra su piel bronceada. Marcas de posesión, de un encuentro salvaje. Mis marcas. Yo, sin duda, había demostrado ser un excelente amante, un lobo en piel de cordero con un deseo insaciable. Porque está vez yo la había dominado. La había sorprendido, la había superado en su propio juego. Y en ese entonces, Samira Aldridge no lo permitía. Ella tenía que desquitarse. Tenía que devolverme la jugada. Ésa mañana bajó las escaleras con una determinación silenciosa, el cuerpo aún vibrando con un dolor placentero. Y ahí me encontró. Tan hermoso como la primavera, y tan peligroso como un huracán. Estaba en el salón principal, con una taza de café humeante en la mano, mis ojos azules fijos en el paisaje. Llevaba una camiseta blanca de mangas cortas que dejaban ver la musculatura de mis brazos tatuados, y el fénix, el ave mítica, sobresalía un poco sobre el cuello de mi camiseta, casi tocando mi piel. Un pantalón cómodo de algodón n***o completaba mi atuendo. Parecía el hombre más relajado del mundo. - ¿Por qué me hiciste esto? - ¡¿Estás loco?!, - soltó Samira de pronto, la furia estallando en sus palabras, sus ojos verdes clavados en mí, ignorando a la compañía que tenía. Me giré. Mi rostro, imperturbable, dibujó una sonrisa divertida, una mezcla de inocencia y picardía que la exasperó aún más. - ¿Disculpa?,- respondí, mi voz grave, mi ceja alzada, como si de verdad no entendiera a qué se refería. Pero Samira después no supo qué decir. Su furia se desinfló como un globo. Yo no estaba solo. Vladimir y Angie estaban conmigo, sentados cómodamente en los sillones de cuero, observando la escena con una curiosidad mal disimulada. Angie, en particular, la miraba con una expresión de desprecio y envidia apenas contenida. Entonces Samira rectificó, forzando una sonrisa tensa. - Me refiero a eso… a lo que hiciste allá con las reliquias. Usted sabe de lo que le estoy hablando, señor Johnson. Las reliquias, ¿recuerda? Fruncí el ceño, mi sonrisa se expandió en una mueca de deleite. Yo sabía perfectamente a qué se refería, y la estaba saboreando. - Ah, señorita Samira. Ya veo. Se refiere a las marcas. Me disculpo, pero es como una manía. A veces, marco lo que toco. Es una especie de firma. Lo siento, - terminé por decir, con un tono tan falsamente apenado que estoy más que seguro a ella le dieron ganas de lanzarme la taza de café caliente. Pero ella, para mi sorpresa, solo sonrió. Una sonrisa tensa, forzada, pero que lograba disimular la furia que le ardía por dentro, ya que Vladimir estaba ahí, observándonos a los dos sin entender una palabra del subtexto que flotaba en el aire. - ¿Obras de arte y marcas?,- intervino Vladimir, con una risa despreocupada, tratando de aligerar el ambiente. - Ya suenas como tu tío Germán, Grayson. - ¡Basta de charla aburrida!, - Angie no perdió el tiempo. Con un movimiento brusco, se levantó, su voz aguda y su cuerpo voluptuoso. Se colgó de mi brazo. - ¡Llévame a las motos mejor! Quiero verte en acción, bala perdida. Esta casa me está dando jaqueca con tanto silencio y tanta antigüedad. Me dejé arrastrar, regocijado de la victoria. La astucia de Samira había chocado contra la mía, y yo había ganado la primera batalla pública. Después de eso, corrí junto a Vladimir, riendo mientras Angie se quejaba por la simpleza del pueblo, por la falta de un buen centro comercial, por el polvo que se aferraba a sus zapatos de diseñador. Samira también me vio correr desde la distancia, el sol del día brillando sobre la pista de tierra. Mientras tanto, ella se dirigía a su propio auto. La llegada a la casona no había alterado del todo su vida. Todas las tardes, como de costumbre, volvía a la biblioteca para sus estudios de restauración, algunas veces cenaba con sus amigas en el pueblo, y en otras, tenía charlas largas y cariñosas con su familia, lo único que tenía en la vida: hasta donde. Yo, en ése momento tenía entendido, su madre Nelly y su padre Fernando.
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