Desperté con la habitación bañada en la claridad de la mañana, un sol que prometía un día brillante, ajeno a mi tormenta interna. Estiré la mano, y el lado de la cama donde Samira había dormido la noche anterior estaba frío, desolador. No había rastro de ella, salvo una hoja doblada con precisión sobre la mesa de noche, una pequeña nota que parecía gritar su ausencia.
La abrí con una impaciencia absurda, una urgencia que me quemaba el pecho. Mis ojos devoraron las palabras, buscando algo, cualquier cosa que calmara la inquietud que se había instalado en mí.
“Fui a casa de mis padres. Un ritual inquebrantable. Te veré esta noche, inglés.”
Ni un beso. Ni una sola palabra de cariño. Ni un corazón dibujado, ni el menor atisbo de la dulzura que habíamos compartido horas antes. Solo esa letra suya, recta, decidida, inquebrantable, que me dejaba más vacío que si no hubiera escrito nada en absoluto.
Me enojé terriblemente, una furia irracional burbujeando en mi interior. No sabía por qué exactamente. Tal vez porque no pedía permiso, no me consultaba. Tal vez porque no pedía nada, solo informaba, como si mi lugar en su vida fuera secundario, una parada opcional en su día a día. Ella era un huracán y yo, un simple observador esperando su paso.
Pasé el día amargado, arrastrando la muleta por la mansión, el yeso sintiéndose más pesado que nunca. Me refugié en mi laptop, fingiendo interés en reuniones con Dimitri y otros socios, discutiendo cifras y estrategias con una parte de mi cerebro, mientras la otra estaba obsesionada con Samira. Pero cada vez que revisaba el teléfono, el veneno se extendía: ahí estaban las fotos de ella con sus amigas, copas en alto, la mesa llena de botellas de vino y risas que no eran para mí, que yo no podía provocar.
Me quemaba. Me ardía la sangre al verla sonreír de esa manera tan despreocupada, tan libre, mientras yo aquí, solo, con el yeso y con el corazón hecho trizas por una mujer que se negaba a ser atada.
Pero ella no mintió. Cuando el sol se escondía tras el horizonte y la mansión se sumía en un silencio incómodo, cargado de mi propia ansiedad, escuché pasos en el pasillo, un ritmo ligero que reconocí al instante. Segundos después, la puerta de mi habitación se abrió con un crujido suave.
Samira entró, la silueta enmarcada por la luz del pasillo. Llevaba un tupper en las manos y una sonrisa luminosa, fresca, como si no hubiera pasado un día entero en el que yo la extrañé hasta el punto de la desesperación. Su cabello oscuro olía a vino, a la brisa de la noche, y a algo más, algo puramente suyo que siempre me envolvía.
—Hola, inglés —dijo con esa voz entre dulce y descarada, una melodía que me aliviaba y me irritaba a partes iguales—. Come. Mi madre lo cocinó. Dice que es bueno para curar fracturas. Es estofado de cordero.
Recibí el estofado sin poder evitar que el enojo me apretara la garganta, la ira todavía reciente. Aun así, mi pecho se aflojó, un nudo se deshizo solo por verla ahí, porque había vuelto… sin que yo la llamara, por pura voluntad suya, sin ninguna promesa de por medio.
—Estás ebria —le dije con dureza, el resentimiento filtrándose en mi tono.
Ella se cubrió el rostro con la mano, sus hombros temblaron con una risa contenida.
—Un poco —confesó sin vergüenza, su voz un susurro lúdico—. Pero me porté bien, tranquilo. Los domingos son de mi padre… amante de las parrillas y el vino tinto. Sabes cómo son esas reuniones familiares.
Y sin esperar respuesta, sin pedir permiso, comenzó a desvestirse con una naturalidad que me descolocó por completo. Sus dedos desabrochaban los botones de su blusa sin prisa, uno a uno, revelando la piel suave de sus hombros, como si esa fuera también su habitación, su espacio.
La seguí con la mirada, mordiéndome las palabras que querían salir, los reproches que pugnaban por liberarse.
—¿Y tus amigas? —pregunté, la voz más baja y controlada de lo que quería, tratando de ocultar la punzada de celos.
—Solo ellas —dijo, ya entrando al baño, su voz resonando en el mármol frío—. Nadie más pisa mi casa en esos encuentros tan familiares. Así que no te preocupes, inglés. Me he portado bien. Lo prometo.
El ruido del agua de la ducha llenó el silencio, una cascada constante que ahogaba mis pensamientos turbulentos. Me dejé caer en la cama, con el estofado frente a mí, su aroma cálido llenando el aire. No tenía hambre, en realidad, pero lo comí. No por el sabor. No por el consejo de su madre. Lo comí porque ella me lo había traído, porque, aunque intentara disimularlo, cada gesto suyo, cada migaja de atención, me tenía prisionero.
Cuando salió del baño, con la piel enrojecida por el agua caliente y el cabello mojado cayéndole en ondas oscuras sobre los hombros, se acercó a mi mesa de noche con un propósito claro.
Tomó el frasco de calmantes, lo agitó con un tintineo de pastillas, y frunció el ceño con una preocupación genuina.
—No has tomado más que la pastilla que te di anoche —su voz era una reprimenda suave, pero firme.
Yo aparté la mirada, como un niño sorprendido en falta, avergonzado de mi propia desidia. Ella no dijo nada más. Solo tomó una tableta, la colocó en mis labios con un toque delicado, y después me alcanzó el vaso de agua.
—No volveré a olvidar tus medicamentos —murmuró, sus ojos fijos en los míos, una promesa tácita—. Hoy me fui demasiado rápido, lo siento.
La obedecí sin protestar, tragando la pastilla mientras la observaba de cerca. Esa mujer que juraba que su corazón estaba muerto, que el amor era una farsa… me estaba cuidando como nadie antes lo había hecho, con una intimidad que me dejaba sin aliento.
—No importa, Samira —dije con un hilo de voz, la verdad en mis palabras era innegable—. Ya estás aquí. Eso es lo único que importa.
Ella sonrió, sin apartar sus ojos verdes de los míos, una sonrisa que era casi un suspiro. Y en ese instante, en esa conexión silenciosa, supe que ya estaba perdido, irremisiblemente atado a ella.
Samira se deslizó sin pedir permiso hasta mi lado de la cama, llevando consigo su aroma fresco a jabón y un leve rastro del vino de su tarde. El colchón cedió bajo su peso y, como si fuera lo más natural del mundo, me acomodó una almohada extra detrás de la espalda, su mano rozando mi nuca.
—No pongas esa cara de mártir, inglés —dijo en voz baja, con un tono que mezclaba burla y afecto, encendiendo el televisor con el control que había dejado sobre la mesa—. No vine a pelear, ni a dar sermones.
—¿Entonces a qué viniste? —pregunté, mirándola con una mezcla de enojo residual y un alivio que me inundaba.
Se encogió de hombros, sus labios húmedos curvándose en una sonrisa pícara, un brillo en sus ojos que prometía travesuras.
—A ver si dejas de estar tan gruñón. Y a que comas. Y a que no olvides tu medicina, claro. Me preocupo por tu pobre pie.
—Pareces mi esposa —solté sin pensarlo, las palabras escapando antes de que pudiera detenerlas.
Ella se rió, esa risa breve y chispeante que siempre me desarmaba, un sonido que era pura música para mis oídos.
—No exageres, Grayson. Las esposas reclaman facturas, no ponen estofado caliente en la mesa de noche. Y definitivamente no llegan a la medianoche oliendo a vino familiar.
—Eso depende de la esposa —respondí, sin apartar mis ojos de los suyos, la seriedad de mi mirada contrastando con su ligereza.
Su sonrisa titubeó, como si algo en mis palabras hubiera tocado un punto débil, una fibra sensible que ella se esforzaba en ocultar. Pero enseguida se repuso y bajó la vista, ocupándose en ajustar la sábana sobre mi pierna enyesada, un gesto de cuidado que la contradecía.
El televisor llenó la habitación con el murmullo de una película cualquiera, sus voces indistinguibles, un telón de fondo para el drama que se desarrollaba entre nosotros. Yo apenas la registraba. Solo podía mirarla a ella, su perfil iluminado por la luz tenue de la pantalla.
—Samira —llamé su nombre, y cuando me miró, sus ojos verdes fijos en los míos, me atreví a preguntar lo que había estado reteniendo todo el día, lo que me había consumido—. ¿Por qué volviste? Después de la nota, pensé…
Ella sostuvo mi mirada unos segundos, sus ojos verdes profundos, peligrosamente sinceros. Había una verdad desnuda en ellos que me dejó sin aliento.
—Porque prometí que lo haría —murmuró, su voz apenas un soplo.
—No tienes idea de lo que significa para mí esa promesa —dije, y mi voz se quebró más de lo que quería, revelando la vulnerabilidad que intentaba ocultar.
Ella me observó en silencio, sus ojos escrutando los míos, como si buscara algo en mi alma. Después, sin decir nada más, se recostó a mi lado, apoyando la cabeza en mi hombro. El calor de su cuerpo atravesó mi piel, y por primera vez en horas, sentí que podía respirar, que el aire volvía a mis pulmones.
—No te ilusiones, inglés —susurró, aunque su tono carecía de fuerza, era más una advertencia para sí misma que para mí—. No vine a salvarte.
—No necesito que me salves, Samira —respondí, inclinando el rostro hacia ella, mi aliento rozando su cabello—. Solo necesito que te quedes. Que no te vayas.
No me dejó terminar. Sus labios buscaron los míos, lentos, suaves, nada que ver con la furia con la que solíamos devorarnos en un arrebato de pasión. Y supe en ese instante que estaba cediendo más de lo que admitía, que esa fiera estaba bajando la guardia.
La besé con cuidado, sosteniéndola como si se fuera a romper, porque por primera vez sentí que no quería poseerla… quería cuidarla.
Su mano se apoyó en mi pecho, temblorosa, y fue ella quien profundizó el beso, empujando suavemente, como si también hubiera esperado ese instante, como si lo hubiera deseado tanto como yo.
Esa noche hicimos el amor de nuevo pero distinto. No hubo prisas, no hubo la ferocidad de encuentros anteriores. Fue un lento reconocimiento, una confesión sin palabras, cada caricia un diálogo, cada suspiro una verdad. Y a pesar del yeso, a pesar de mi cuerpo dolido que protestaba con cada movimiento, supe que ambos estábamos cayendo sin remedio, en un abismo que, por primera vez, no me asustaba.
Cuando ella se quedó dormida, aún con su cabello oscuro extendido sobre mi pecho, la paz llenó la habitación. Entendí la verdad más dolorosa y hermosa de todas: Samira, la mujer que juraba que su corazón estaba muerto, me lo estaba entregando poco a poco, quizás sin siquiera saberlo. Y yo, por mi parte, estaba listo para aceptarlo, para guardarlo, y para no dejarla ir jamás.