La noche había caído sobre el pueblo como un abrigo de sombras, envolviendo las pocas casas y el pequeño hotel en un silencio casi absoluto. Desde la ventana de nuestra habitación, yo veía las luces lejanas del camino que nos trajo hasta allí, como si fueran los hilos invisibles de un destino que no terminaba de entretejerse, que siempre dejaba cabos sueltos.
Samira seguía dormida en la cama de al lado, su respiración suave y acompasada. Su cuerpo, medio cubierto por una sábana liviana, parecía de mármol cálido bajo la tenue luz del velador. Tenía el teléfono en la mano, aún desbloqueado, la pantalla oscura como un abismo de secretos. No me moví, no me atreví a acercarme. Solo la miré… con ese deseo que ya no era solo deseo, sino una obsesión camuflada de necesidad, una urgencia que me quemaba por dentro.
No sabía en qué momento había pasado de querer tenerla a querer poseerla por completo, a desear que cada fibra de su ser me perteneciera solo a mí.
Y eso me asustaba. Porque nadie puede poseer un tornado, y Samira era eso: una fuerza indomable de la naturaleza.
Me volví a sentar al borde de mi cama, la espalda recta, la mente en ebullición. Apreté el vaso con whisky hasta que el hielo crujió bajo la presión de mis dedos. La frase de César volvía a mí como una canción maldita, sus palabras perforando la quietud de la noche:
> “Estar rodeado de sus piernas o su esencia es tortura, pero es la más dulce muerte. Pocos la aguantan. Veremos cuánto usted dura.”
Él no iba a ser uno más. No. Grayson Johnson no sería un nombre más en el cementerio de los hombres rotos por esa mujer, deshechos por su indiferencia. Mi orgullo se negaba.
Pero… ¿cómo la retenía? ¿Cómo se ama a una mujer que no se deja atar?
¿Con celos? Los había sentido, sí, ardientes y destructivos. ¿Con sexo? Habíamos hecho el amor, y cada vez era más profundo, más íntimo. ¿Con promesas que no sabía si cumpliría? Las palabras me parecían vanas frente a su espíritu indomable.
Le había dicho que su cuerpo me pertenecía, se lo había susurrado con los dientes apretados y el deseo a flor de piel. Pero ahora, viéndola dormir tan ajena, tan suya y a la vez tan libre, tan inalcanzable… sentía que esa afirmación no valía nada. Que era una mentira que me decía a mí mismo.
Ella podía irse cuando quisiera. Podía desaparecer en la madrugada sin dejar rastro, como lo había hecho antes. Y lo sabía. Esa era la verdad más cruel, el verdadero infierno: la impotencia.
Me levanté. Fui hasta la ventana. Respiré profundo, el aire fresco de la noche llenando mis pulmones. Quería atraparla en mi mundo, hacerla pertenecer, amarrarla con algo más que caricias, con lazos irrompibles… pero no confiaba en ella. No en su promesa de quedarse, porque no sabía si ella misma creía en ellas.
¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo construir algo sólido con una mujer que era puro viento?
Samira no era una promesa. Era una advertencia, un riesgo constante.
A la mañana siguiente, cuando ella despertara, no sabría nada de esa noche, de mis dudas, de mis celos, de mis planes desesperados. Y yo seguiría fingiendo que todo estaba bajo control, que era el mismo hombre inquebarantable de siempre. Porque así se juega cuando se ama a una fiera: con una sonrisa por fuera… y los colmillos apretados por dentro, listos para morder si era necesario.
A la mañana siguiente, Samira despertó antes que yo, como siempre, su ligereza contrastando con mi pesadez de sueño y ansiedad. Se metió al baño sin hacer ruido, y cuando volvió, ya vestida con una camiseta holgada y unos shorts, se aplicaba un poco de labial frente al espejo. Yo apenas abría los ojos, despeinado, medio dormido, pero mi mente estaba alerta, cada fibra de mi cuerpo tensa. Mis pupilas la perseguían en el reflejo como si la analizara, como si cada gesto suyo, cada movimiento, me revelara una pista, un secreto, una posible vía de escape.
Ella miró el teléfono. Revisó sus mensajes. Uno tras otro, sus dedos se deslizaron por la pantalla. Lo noté. No dije nada, pero la tensión se me clavó entre los hombros, un frío presagio.
Ella no respondió ninguno. Ni siquiera pestañeó al leerlos. Pero eso fue peor. Su calma, su aparente indiferencia, me decía más que mil palabras.
—¿Todo bien? —pregunté sin moverme de la cama, fingiendo desgano, como si la pregunta fuera casual.
—Sí —dijo ella con su tono de costumbre, como si nada ardiera por dentro, como si su mundo no estuviera vibrando con mensajes secretos.
—¿Noticias del pueblo? —insistí, la curiosidad y la sospecha carcomiéndome.
—Mensajes viejos —respondió, cerrando la pantalla con un clic seco, como para sellar el tema—. Cosas que no importan. De verdad.
No respondí. Solo asentí, como si creyera. Pero no creí nada. Sabía que era César. Lo intuía como se huelen las tormentas antes de que lleguen.
¿Y por qué no me decía nada? ¿Por qué ese silencio incómodo, esa barrera invisible entre nosotros?
Quizá porque lo estaba midiendo. Jugando. Poniendo a prueba los límites de mi paciencia.
O… protegiendo algo que yo no podía tocar, algo demasiado frágil para su mundo o para el mío.
Cuando ella salió de la habitación, el aroma a su perfume y a jabón recién usado flotando en el aire, me quedé acostado, la cabeza girada hacia el techo. El cuerpo lo tenía caliente, pero no por deseo. Por impotencia. Por la rabia de sentirme tan expuesto a su voluntad.
> "¿Cómo se posee algo que no tiene jaula?"
> "¿Cómo se ama a alguien que nunca se detiene en ningún lugar más que por capricho, por su propia y volátil elección?"
La amaba, sí. Aunque no sabía si era amor o locura lo que sentía por ella. Una obsesión que me corroía.
La quería solo para mí. Sin compartirla con nadie. Ni con César, ni con nadie más. Esa era una verdad innegable.
Me levanté, me duché con agua helada, intentando sofocar el fuego que me consumía. En el desayuno no hubo peleas, ni celos evidentes. Solo rutinas suaves: café n***o, tostadas, y una conversación casual sobre los tornillos antiguos del piano que ya no se fabricaban, piezas que para ella eran tesoros. Ella habló con soltura, con inteligencia, su mente brillante y ágil. Y eso me encendía aún más. Esa maldita mujer tenía fuego hasta para hablar de metales viejos y madera podrida.
Pero la herida seguía abierta, latiendo silenciosamente bajo la superficie de la calma.
Esa noche, cuando nos acostamos en la misma cama, mi mano le acarició la espalda lentamente, desde la base del cuello hasta la cintura. No dije nada. Ella tampoco.
Era una forma de hablar, de pedirle sin palabras: Quédate aquí. No te vayas con nadie más. No me mientas. Sé mía.
Pero Samira no era una mujer que respondiera a súplicas sin voz.
Ni a cadenas invisibles, por más que fueran de oro.
Yo, la deseaba con una ferocidad que lo asustaba.
La quería con una necesidad que me consumía.
Pero no sabía cómo retenerla sin destruirla, sin romper esa libertad que tanto la definía.
Y esa era su condena.
La mañana siguiente...
, El olor a café llenaba la habitación cuando Samira regresó con una bolsa de papel en la mano. Su cabello aún húmedo de la ducha caía desordenado sobre sus hombros, y el vestido ligero que llevaba parecía robarle el aire a cualquiera que la viera.
Yo había estado esperándola, sentado en la cama del hotel con las cortinas abiertas, observando la ciudad despertar bajo un cielo azul pálido. No podía dejar de pensar en ella. No podía dejar de pensar en lo mucho que la deseaba… y lo mucho que la temía.
—Desayuno para dos —dijo con una sonrisa despreocupada, dejando los paquetes sobre la mesa.
—¿Para dos? —pregunté, arqueando una ceja mientras la seguía con la mirada.
—No pensarás que vine hasta aquí para comer sola, ¿verdad? —respondió sin girarse, mientras sacaba el jugo y los croissants de la bolsa.
La observé mientras se inclinaba. Mi mirada se detuvo en el celular que había dejado sobre la mesa de noche. La pantalla se iluminó con una notificación. Un mensaje. Ella lo tomó rápido, demasiado rápido, y lo apagó antes de que pudiera ver de quién era.
Un nudo ardiente se me formó en la garganta.
—¿Siempre sonríes así cuando lees algo que no es mío? —pregunté, con calma fingida, levantándome y acercándome.
Ella se detuvo, sin atreverse a mirarme.
—Siempre sonrío cuando algo me distrae del caos —contestó con ese tono ligero que usaba para cubrir grietas.
Me acerqué más, lo suficiente para sentir el calor de su piel.
—O cuando alguien más te promete lo que yo no puedo darte —susurré, intentando sonar sereno aunque por dentro me quemaba.
Samira cerró los ojos por un segundo, como si mis palabras la hubieran golpeado. Luego me miró de frente. No había rabia en su voz, solo un cansancio que dolía más que cualquier grito.
—Lo único que me prometieron en la vida fue el abandono, Grayson. No espero nada de nadie… ni siquiera de ti.
Mis manos temblaron. No supe si de rabia, de miedo o de amor. La tomé de la nuca con la fuerza de quien teme perder lo único que lo mantiene vivo y la besé. No con calma, sino con urgencia.
Ella me devolvió el beso, aferrándose a mi camisa como si yo fuera la única orilla en medio de un mar que siempre la arrastraba.
No hubo palabras después. La llevé contra la cama, y lo que siguió no fue pasión, fue necesidad. Nos buscamos como dos náufragos que sabían que si se soltaban, se hundirían.
Mientras la tenía debajo de mí, con la respiración agitada y los ojos húmedos, me di cuenta de algo que me partió en dos: no importaba cuánto la abrazara, nunca estaría seguro de que al despertar ella seguiría aquí.
Y ese miedo… ese miedo era mi condena.