El Fuego y la Fiera

1613 Words
Pasamos el domingo entero juntos. Prácticamente desnudos, entre sábanas revueltas y piel marcada por la urgencia de cada roce, de cada embestida. Samira era un incendio que me consumía por dentro. Lo más adictivo de ella no era solo la perfección de su cuerpo, sino la forma en que se rendía a mí. A mi deseo más primitivo. A la piel de un hombre que se creía dueño de todo, pero que con ella, solo era un esclavo más. Nunca se negaba. Nunca me decía "no". Era un “sí” constante en cada gemido, en cada arqueo de su espalda. Y sin embargo, cada vez que la tenía entre mis brazos, sentía que se me escapaba entre los dedos como arena fina. Una paradoja cruel que me volvía loco. El mensaje de César seguía quemando en mi cabeza, una brasa ardiente que se negaba a extinguirse. No lo mostraba, claro. Ni un gesto, ni una palabra traicionera se me escapaba. Pero estaba ahí, doliéndome como una astilla clavada bajo la piel, recordándome que no era el único, que no era el amo de su mundo. Y lo sentí con más fuerza, casi como un latigazo, cuando llegó la hora de despedirla. Se puso de pie, envuelta apenas en su vestido azul, ese que me había vuelto loco la noche anterior con su promesa de curvas y secretos. La tela se adhería a su silueta, apenas cubriendo lo que ya era mío. Se giró hacia mí, lentamente, como una pantera que sabe que es observada. Me miró con esos ojos verdes, indomables, que podían arrancarme el alma de cuajo y, con una sonrisa que era una mezcla perfecta de peligro y picardía, me dijo: —Como me trajiste en contra de mi voluntad anoche… hoy me llevaré tu auto. Lo devolveré mañana. Yo debería haber dicho que no. Debería haberle recordado, con mi voz más fría y autoritaria, que nadie se lleva nada mío. Que mi Aston Martin no era un capricho que se entregara a la primera "fiera" que se atreviera a exigirlo. Pero le entregué mis llaves. Las sentí deslizarse de mi mano a la suya, como si una parte de mi control se desprendiera con ellas. Me quedé ahí, en el umbral de la mansión, como un maldito idiota que ya no sabe negarle nada. La vi partir, su figura elegante desvaneciéndose en la penumbra del atardecer. El rugido inconfundible de mi Aston Martin se perdió en la distancia, llevándose con él un pedazo de la calma que tanto me costaba mantener. Y yo me quedé parado frente a la puerta, con el pecho ardiendo, con el eco de su risa aún en mis oídos. Caminé por la casa en silencio, mis botas resonando huecas en el mármol del vestíbulo, hasta que cedí a una manía que apenas recordaba haber cultivado: encendí un cigarrillo. La nicotina rara vez me atraía, nunca lo terminaba, pero necesitaba el humo denso para ordenar mis pensamientos, para intentar encapsular esa locura que ella había desatado en mí. ¿Qué diablos iba a hacer con este fuego que me consumía? ¿Qué iba a hacer con ella, con Samira, que se colaba bajo mi piel y encendía cada fibra de mi ser? No me estaba enamorando. Esa palabra se sentía demasiado suave, demasiado trivial para lo que estaba experimentando. No, me estaba perdiendo. Y era peor. Mucho peor que el amor, porque con ella no había mapa ni brújula. Apagué el cigarrillo a medio camino en el cenicero de plata y entré a mi oficina, la penumbra apenas disipada por el último destello del sol. El whisky, mi fiel compañero en la soledad, me esperaba en la mesa de roble. Me serví un trago generoso de mi añejo favorito y lo bebí de un golpe, sin arrugar la cara. El calor del licor bajó por mi garganta como una descarga eléctrica, pero no fue suficiente para apagar lo que Samira había encendido en mí. Al contrario, pareció avivar las llamas. Bajé la mirada a mis muñecas. Las marcas rojas de las esposas que ella misma había usado todavía estaban ahí, tenues pero visibles, como si me hubiera encadenado al infierno y al cielo a la vez. No con metal. No solo con eso. Me había marcado con sus uñas, con la fricción de su piel contra la mía, con esa manera suya de mirarme como si pudiera desarmarme con un solo parpadeo, despojándome de todas mis defensas. Quería saber quién diablos era. Más allá de la fiera indomable, de la mujer que me dejaba exhausto y, al mismo tiempo, hambriento de más. ¿Qué secretos guardaba? ¿Por qué se comportaba así? ¿Por qué esa necesidad de libertad y esa capacidad de entregarse con tanta intensidad? Tomé el teléfono. Mis dedos marcaron un número que conocía bien, uno que solo usaba en contadas ocasiones. Mi inspector privado. Un hombre de confianza, discreto hasta la médula, capaz de hurgar hasta en las sombras más cerradas sin dejar rastro. —Necesito información sobre alguien —le dije, sin rodeos, mi voz tan gélida como el hielo. —Dígame nombre —respondió con la calma de siempre, sin inmutarse por mi tono. —Samira Aldridge. Restauradora. Vive aquí, en Castle Combe. Hubo un silencio breve al otro lado de la línea, solo el leve murmullo de una respiración. Después, su voz, firme y profesional, rompió el aire: —En tres días tendrá lo que busca. Todo. —Eso espero —contesté, con la mandíbula apretada, el músculo saltando bajo mi piel. Colgué. La línea se cortó, pero la tensión en la habitación permaneció. Me serví otro whisky. Esta vez lo bebí más despacio, observando el ámbar del cristal mientras recordaba sus labios sobre los míos, su voz ronca cuando gemía mi nombre, el temblor de su cuerpo bajo el mío. Podría fingir que lo que me quemaba era solo deseo. Que se trataba simplemente de sexo, de una atracción física brutal que desaparecería con el tiempo. Pero no. Era más. Mucho más. Era la condena. Samira Aldridge no solo se había llevado mi auto. Se había llevado mi alma, mi control, mi jodida cordura. Y yo estaba dispuesto a lo que fuera por recuperarla. Por recuperarla a ella. Esa noche dormí poco. Las sábanas, el cuarto entero, parecían susurrar su nombre. Samira. Todavía podía escucharla en mi cabeza, esa voz grave, firme, casi cruel cuando me susurraba en inglés: - Aquí, entre estas sábanas, eres solo mío… y yo pertenezco al viento. Nunca una mujer me había hecho sentir algo así. Tantos sentimientos revueltos, desordenados, afilados como cuchillas. Samira era una daga. Una que poco a poco abría mi pecho sin compasión, sin anestesia, para hurgar en mis entrañas y exponer lo que había ocultado durante años. Ni siquiera Débora. Recuerdo cuando la conocí, apenas adolescentes, en uno de esos bailes de sociedad donde el futuro se decidía con apretones de manos y alianzas de apellidos. Mi tío Germán me dio la orden. Porque no fue una petición, ni siquiera un consejo, sino una sentencia ineludible. - Te casarás con Débora. La familia Ugarte es lo mejor para expandir tu apellido y asegurar tu posición. No pensé en el futuro, ni en amor. Pensé en su cuerpo. En lo que prometía con esas curvas pulcras, esos labios perfectos, esa elegancia forzada que su institutriz le había grabado a fuego. La tuve, claro. La desposé, la hice mía en la intimidad de nuestro lecho nupcial. Pero ni siquiera entonces, a pesar de que no era virgen al llegar a mí, logré sentir lo que Samira me provoca. Con Débora, siempre fue un acto, una formalidad. Con Samira, una explosión, un caos que lo arrasaba todo. Porque Samira no se entrega. Devora. Devora pensamientos, voluntades, hasta la cordura que creía inquebrantable. Ella me desarma con la experiencia que parece llevar en la piel, en los ojos, en la manera en que arquea la espalda y reclama lo que quiere sin pedir permiso. Con ella, no hay súplicas, solo tomas. Y yo, por primera vez en mi vida, no solo permito que me tomen, sino que lo anhelo. Esa noche revisé mi teléfono más de una vez. La pantalla se encendía y se apagaba, un faro inútil en la oscuridad de mi frustración. Esperaba algo. Un mensaje, una llamada, aunque fuera una notificación absurda de alguna red social. Algo que me dijera que ella existía, que no era solo un espejismo de mi deseo. Nada. Ni un murmullo, ni un eco de su parte. La pantalla seguía negra. Y yo, como un imbécil sin remedio, me sentía como un adolescente obsesionado, con el pulso acelerado, esperando que ella pensara en mí al menos la mitad de lo que yo pensaba en ella. La impaciencia me carcomía, pero era una impaciencia dulce, masoquista, porque venía de ella. Al final entendí que lo mejor era dormir. O al menos intentarlo, aunque el fuego de su recuerdo me mantuviera en vela. Cerré los ojos con una sola idea clavada en mi mente: Que al amanecer llegara junto a mi auto. Que me devolviera las llaves, y con ellas, aunque fuera por unos segundos, sus labios. Su piel. Porque necesitaba tocarla de nuevo. Necesitaba sentir la descarga eléctrica de su cuerpo contra el mío, la verdad innegable de su existencia. Necesitaba entender por qué diablos me atraía tanto esa fiera devoradora de hombres, esa mujer que me había robado el aliento y la razón. Y aceptar que yo, Grayson Johnson, el hombre que jamás había sido presa de nadie, que siempre había sido el cazador, ahora lo era. Preso. Y la jaula era ella.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD