La mañana después

1996 Words
Más tarde... El peso del silencio La luz tenue de la lámpara apenas alcanzaba a iluminar la habitación, dejando sombras largas en las paredes. El dolor en su muñeca seguía allí, persistente, recordándole la maldita caída en la montaña. Pero a mí más que el cuerpo, lo que me pesaba era el alma. Ese nudo en el pecho que me susurraba que, aunque lo intentara, quizá nunca sabría si estaba haciendo lo correcto. Estaba en el suelo, descalzo, recostado contra la cama. Los codos sobre las rodillas, la mirada perdida en un punto invisible. No había música, ni el rugido de mi moto llenando el aire, solo el silencio. Ese silencio denso que se instala cuando el orgullo se cansa de pelear. Fue ella quien lo rompió. Su voz, ronca, quebrada por la incertidumbre, me golpeó como una ola fría . —¿No vas a decir nada? —preguntó Samira, y supe que esa misma incertidumbre la había impulsado a hablar, a pesar de sus dudas. Levanté la vista. Bajo esa luz, sus ojos parecían más claros… y más tristes. Demasiado humanos para el hombre fuerte que ella fingía no necesitar. No era el Grayson rudo, el que se mostraba impasible ante el mundo. Era solo yo, desarmado. —¿Qué quieres que diga, Samira? —respondí, mi voz apenas un susurro. Me costaba articular las palabras, sentía un nudo en la garganta—. ¿Que me volví loco imaginando que te habías ido con otro? ¿Que me dolía el pecho de tanto pensar que te había perdido? ¿Que llegué a desear odiarte… solo para dejar de necesitarte? La confesión me quemó la boca, pero era la verdad. Cada una de esas noches de insomnio, cada llamada no respondida, había sido un infierno. Ella me observó en silencio, los ojos fijos en mí. Dudaba entre acercarse o quedarse ahí, tendida, con heridas que iban más allá de la piel. Un eco que me había atormentado desde entonces. —Entonces… ¿por qué si me gritaste cuando llamé, viniste? —susurró, su voz casi inaudible, una pregunta que me desarmó por completo. Me incorporé despacio. Me senté en la orilla de la cama, lo bastante cerca para sentir su calor, pero sin tocarla. El impulso de extender la mano y aferrarla era casi insoportable, pero me contuve. —Porque aunque lo pensé, lo único que quería era verte —admití, la verdad fluyendo con una facilidad sorprendente—. Saber que respirabas. Que no te habías convertido en otro fantasma que se va sin aviso, como ya había pasado antes, con las personas que había amado. Yo, había perdido una y otra vez, y la idea de que ella fuera la siguiente me había destrozado. La barbilla de Samira tembló. Giró el rostro, intentando ocultar las lágrimas que se resistían a caer. Pero yo las vi, diminutas perlas que brillaban a la luz tenue. —Soy una experta en marcharme, Grayson —dijo con un hilo de voz, y sentí un escalofrío. Era una herida abierta, una confesión que no me sorprendía, pero me dolía igual—. Me fui de mí misma muchas veces. Me fui de César. De mi madre. De todos los que quise. Hay días en que me despierto deseando que nadie me toque, que nadie me espere… porque estoy segura de que tarde o temprano me van a soltar. Cerré los ojos. La confesión le dolía como un puñal, pero más me dolía saber que era verdad. Sabía de su historia, de sus cicatrices, de cómo la vida la había empujado a creer que todos la abandonarían. Pero yo no era "todos". Yo no quería soltarla. —¿Y qué hago yo con esto que siento? —pregunté, mi voz rota, la frustración y la desesperación mezclándose—. ¿Qué hago con las noches en que no puedo dormir si no estás? ¿Con esta necesidad estúpida de saber si comiste, si leíste, si me extrañas? Solté sabiendo que. Era una súplica, una rendición. Ella se incorporó con esfuerzo, hasta quedar frente a mí. Y, por primera vez, lo sentí. Me miró como si realmente me estuviera viendo. No a la proyección de sus miedos, sino al hombre que la amaba a pesar de todo, con todas sus imperfecciones. —No sé cómo amar sin correr —admitió, la voz apenas un suspiro, como si cada palabra fuera un peso. —Y yo no sé cómo amarte sin querer encerrarte en mi pecho para que no te vayas nunca —respondí, con brutal honestidad. Esa era mi verdad, mi propio miedo a la pérdida. El silencio se apoderó de todo. Después, ella se inclinó y me besó. No con urgencia, ni con hambre, sino con una ternura torpe, casi infantil. Como si ambos estuviéramos aprendiendo a tocarnos por primera vez sin miedo. Una caricia ligera que lo decía todo sin palabras. —¿Quieres volver a quedarte esta noche? —preguntó ella, apenas separándose, su aliento cálido en mi rostro. - Hacer el amor con ropa. —Quiero quedarme todas —contesté, sin pensar, la promesa saliendo de lo más profundo de mi ser, de un lugar que no sabía que existía hasta que ella apareció. Nos recostamos juntos. Sin sexo, sin fuego. Solo abrazados. Respirando al mismo ritmo. Le acariciaba el cabello, como si quisiera memorizar cada hebra, mientras ella se aferraba a mi con su mano buena contra su pecho, la muñeca herida descansando a un lado. La sentí temblar ligeramente contra mí. —Mañana podemos discutir si quieres —murmuré, mi voz rozando su cabello—. O llorar. O escribir cartas para que nuestros fantasmas se sientan leídos. Pero esta noche… —hice una pausa, apretándola un poco más contra mí— …esta noche, solo quiero que sepas que estoy aquí. Y que no pienso dejarte sola. Aunque me pidas que me vaya. Samira no respondió. No hizo falta. El apretón de su mano, tembloroso pero firme, fue suficiente. Había algo en esa promesa que dolía… pero también curaba. Como un beso dado sobre una cicatriz. La noche, por fin, se sentía menos fría, menos solitaria. Se sentía como un nuevo comienzo. Al día siguiente... El sol entraba tímido por la ventana, colándose entre las persianas, cuando Samira abrió los ojos. Sentí su movimiento leve a mi lado, un imperceptible ajuste en la cama. Me forcé a seguir dormido, con el brazo aún fuerte rodeando su cintura, como si temiera que al soltarla, ella simplemente se desvaneciera en el aire, como tantas veces había imaginado que lo haría. Durante unos segundos, me permití sentirla, su calor contra mi cuerpo, el ritmo pausado de su respiración. Me esforcé en mantener la mía igual de profunda, la máscara de un hombre en paz. Aunque por dentro, yo lo sabía, era un huracán a punto de desatarse. Había pasado la noche en vela, aferrado a ella, temiendo que al despertar, todo hubiera sido un sueño. Con cuidado, la sentí incorporarse, su cuerpo alejándose milímetros. Intentaba no despertarme, lo sabía. Escuché el leve roce de sus pies descalzos contra el suelo. Caminó hasta la pequeña mesa donde la noche anterior había dejado su libreta. La abrió… y el silencio se hizo más pesado. Cuando ella levantó el libro que había dejado César, ahora estaba hay en la habitación. Talvez Nelly en su visita lo trajo a unos cuantos centímetros de mis celos infernales. Un segundo después, sentí que el aire en la habitación cambió. Percibí su sorpresa, su asombro. Abrió el libro. Viejo, de tapas desgastadas. Con una nota en su interior. Reconocía el libro. Un escalofrío me recorrió la espalda. El corazón de Samira también dio un vuelco, lo sentí hasta donde estaba yo. Antes de que pudiera reaccionar, mi voz salió, ronca, cargada de algo más que sueño. Una certeza amarga que se había posado en mi estómago como una piedra. —Ayer vino. - Solté de repente. Samira se giró despacio. Me encontró de pie, ya fuera de la cama, con la mirada fija en el libro sobre la mesa, los puños cerrados a los costados. Una furia fría comenzaba a recorrer mis venas, a pesar de la promesa de la noche anterior. —Grayson, yo… —empezó a decir, y la detuve con una mirada. Me acerqué, lento, con los ojos encendidos. Cada paso era un esfuerzo. Tomé el libro, lo sostuve un segundo, sintiendo el peso de esa intrusión, y lo dejé caer sobre la mesa con brusquedad. El sonido seco resonó en la habitación, como un golpe a mi propia esperanza. —Claro. Él siempre sabe cómo entrar sin que lo llamen. —Mi voz era un gruñido bajo, controlada a duras penas. —No lo invité —dijo ella con calma, pero su voz temblaba. Lo noté. —Pero lo dejas entrar —respondí, mi voz más baja, más herida que furiosa. Esa era la clave. No era solo la intromisión, era la facilidad con la que ella permitía que César se acercara, a pesar de todo lo que habíamos hablado. Samira se cruzó de brazos, buscando aire, su postura defensiva. —Me trajo un libro, nada más. Yo ni siquiera lo vi despierta. Tú estabas aquí, Grayson. —Su intento de justificación me sonó vacía. Sonreí, pero no era una sonrisa. Era ese gesto amargo que ella empezaba a reconocer en mí cuando los celos me consumían. Un retorcimiento de los labios que sabía que la inquietaba. —Y aun dormida, lo dejaste acercarse. —La acusación era un dardo, y sabía que era injusta, pero no pude evitar lanzarla. —¿Qué querías que hiciera? ¿Que me levantara a cerrarle la puerta con la muñeca rota? —replicó con ironía contenida—. No seas injusto. La miré fijamente. Mis ojos, lo sabía, parecían dos llamas azules ardiendo de dolor. No era por el libro, no era solo por César. Era por el miedo. —No es injusticia, Samira. Es miedo. Ese hombre… lo conozco. Y sé lo que siente por ti. No vino solo a traerte un maldito libro. Vino porque te quiere. Y lo peor, es que yo también lo siento. Ella guardó silencio. Sus labios temblaban, los ojos fijos en los míos. —Y tú… —continué, bajando la voz, casi suplicante, la vulnerabilidad se abría paso entre mi ira— …tú no sabes lo que me haces cuando él aparece. No sabes cómo me envenena pensar que todavía lo llevas aquí. —Me llevé la mano al pecho, golpeándolo suavemente, justo donde sentía el vacío cuando ella se alejaba—. Y siento que, aunque duermas conmigo, aunque me beses, una parte de ti todavía le pertenece. Samira cerró los ojos un segundo. Mis palabras eran un cuchillo, lo sabía. Pero no podía negar que algo de verdad había en ellos. Ese rastro de César en su vida era una herida que no terminaba de cerrar. Se acercó y me tomó la mano, despacio, su toque suave, sanador. —Yo no soy de nadie, Grayson. Ni de César, ni tuya. Estoy aquí porque quiero. Y si mañana decido irme, también será porque quiero. Apreté los ojos, como si esas palabras me partieran. Eran la libertad que anhelaba para ella y, al mismo tiempo, el presagio de mi mayor miedo. —Eso es lo que me aterra. Que un día despiertes… y quieras irte. Que me dejes de nuevo. Samira acarició mi mejilla con la mano buena, sus dedos rozando la piel, enviando una corriente eléctrica por mi cuerpo. —Entonces ámame hoy. Sin cadenas. Porque si me quieres con miedo, no me vas a tener nunca. Me incliné y la besé, con una mezcla de furia y ternura que me quemaba por dentro. Era un beso de perdón y de advertencia. De amor y de celos. De todo lo que éramos: dos almas rotas, intentando construirse aunque se derrumbaran una y otra vez.
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