Aparentemente, la calma había vuelto a la mansión. Los ecos del altercado con César se habían diluido en el aire, o al menos eso parecía en la superficie. Durante una semana, Samira me cuidó sin un solo reproche. Sus dedos delicados cambiaban la venda de mis nudillos magullados, y su mirada serena me aplicaba hielo en la ceja y en los labios partidos. No hacía preguntas sobre la pelea; simplemente estaba ahí, su presencia, un bálsamo silencioso que parecía suturar las heridas mejor que cualquier médico.
Yo la observaba, hipnotizado, mientras se movía con esa serenidad engañosa, casi felina. En sus manos tenía el poder de desarmarme por completo, de reducirme a nada, y aun así, no lo reclamaba. No lo usaba. Pero el tiempo se agotaba. Las llamadas de mi compañía en Londres eran cada vez más insistentes, una marea creciente de responsabilidades que me arrastraba de vuelta.
Así que una mañana, con el sol ya alto, entré en el salón donde Samira trabajaba con su equipo. Estaba rodeada de planos, muestrarios de telas, herramientas de diseño y un aire de concentración que la hacía parecer inalcanzable, casi intocable. Me acerqué sin importarme las miradas curiosas de sus ayudantes, que detuvieron sus movimientos al sentir mi presencia.
—Señorita Samira —comencé, mi voz revestida con un tono de jefe, no de amante, una formalidad que se sentía extraña entre nosotros—. Me toca informarle que tendrá que quedarse a cargo de la mansión y de todo el trabajo de decoración.
Ella levantó la vista. Sus ojos verdes, tan afilados como cuchillas de obsidiana, se clavaron en los míos, penetrantes y llenos de una inteligencia que siempre me deslumbraba. Soltó con un suave tintineo lo que tenía entre manos, un compás de metal.
—¿Por cuánto tiempo estará afuera, señor Johnson? —preguntó con una calma que yo sabía, por la ligera tensión en sus hombros, que era pura fachada—. Cuidar esta casa es una responsabilidad muy grande, como bien sabe.
Me incliné un poco hacia ella, dejando que mi sonrisa, aún algo forzada por el labio hinchado, quebrara la formalidad.
—No más de una semana. Tal vez dos. Pero estaré en contacto constante. Y Flora sabe cuidar bien la mansión, así que no te preocupes por eso. Solo te pido… que te portes bien.
Lo último lo susurré cerca de su oído, mi aliento rozando la piel de su cuello. Lo suficiente para que solo ella lo oyera, para que el significado íntimo de mis palabras se filtrara. Pude notar, por el rabillo del ojo, cómo Fabio, el chico del lente, y Lina, la muchacha delgada que siempre parecía vigilarme de reojo, se quedaron en un silencio tenso, susurrando entre ellos. Seguro habían notado la chispa entre nosotros, aunque ella se esforzaba porque pareciera lo contrario, manteniendo esa fachada de profesionalismo.
Samira retomó sus cosas con una delicadeza precisa, sus dedos moviéndose con habilidad.
—Espero que se vaya al amanecer —dijo sin mirarme, su voz controlada—. Así podremos charlar esta tarde y dejar todo claro sobre el proyecto antes de su partida.
Yo asentí, comprendiendo que lo que ella quería era un momento de privacidad, un espacio para nosotros antes de que la distancia se interpusiera.
—Perfecto. Tengo un jet privado. Vendrán por mí a medianoche.
—Entonces lo veré más tarde, señor Johnson.
Salí del salón con el sabor amargo de ese “señor Johnson” en su boca. Yo quería ser mucho más que eso para ella, pero entendía su necesidad de anonimato, de mantener esa distancia que, paradójicamente, me atraía más. Por ahora, no lo rompería.
Me dirigí al taller buscando a Salomón, el aire impregnado con el olor a metal, aceite y madera vieja. Él estaba inclinado sobre la vieja casa rodante de Samira, un gigante oxidado, limpiando las piezas del motor con un esmero casi ritual. Recordé las palabras de la señora Nelly: mi tío Germán había recorrido el campo en ese "dinosaurio de cuatro ruedas", siempre acompañado de risas y música, un espíritu libre.
—Salomón —le dije, apoyándome en el marco de la puerta—. Empaqueta el motor de la casa rodante. Me lo llevaré a Londres para que lo tengan listo cuando vuelva.
El hombre levantó la vista, con esa sonrisa franca que siempre me arrancaba un poco de paz y me recordaba la sencillez de este lugar.
—Jefe, usted es un romántico —dijo, limpiándose las manos manchadas de grasa con un trapo—. El día que ponga a rodar esta casa rodante, le juro que la señorita Samira caerá rendida a sus pies. Será su as bajo la manga.
Sonreí, aunque por dentro me dolía la certeza de que no había garantía de nada con Samira.
—Eso espero —murmuré, mi voz un poco más baja de lo normal.
Salomón bajó la voz, casi como si me estuviera confesando un secreto íntimo, algo que solo los de aquí conocían.
—La señorita Samira es como una daga que se clava en el pecho. He visto hombres caer por ella… y al retirarse esa daga, quedan casi muertos, vacíos. Uno incluso intentó quitarse la vida. Por eso ella nunca más puso los ojos en alguien de este pueblo, se aisló. Lo de César sorprendió a todos. Nadie lo imaginaba. Una mujer tan fría, tan de hielo… y sin embargo, lo atrapó. Lo tenía en la palma de su mano.
Lo escuché en silencio, cada palabra un escalofrío que me recorría la espalda. Sentí el miedo crecer dentro de mí, un miedo que no conocía. Tenía razón. Samira era un filo hermoso y peligroso, capaz de abrirme en canal con una caricia, de dejarme sangrando sin siquiera tocarme.
Pero yo siempre había sido desobediente. Cuando me decían “no”, era como si me dijeran “hazlo”. Y ya lo había hecho: la había tomado. La había besado. La había sentido en mis brazos. Y no pensaba soltarla. No ahora que la tenía tan cerca.
- No me dejaré eliminar Salomón. - fue lo único que pude contestar para salir del taller con la sangre bombeando recorriendo mi poca calma.
La tarde caía lenta, bañando la mansión en tonos dorados, un velo melancólico que anunciaba la noche. Me encontraba en el estudio, respondiendo correos con la vista fija en la pantalla, aunque mi mente estaba a kilómetros de distancia, anticipando mi viaje, el momento de mi partida.
Escuché el crujido leve de una puerta, luego el arrastre de algo pesado sobre el piso de madera. La curiosidad me picó. Me levanté y caminé silenciosamente hasta mi habitación. La puerta estaba entreabierta.
Samira entró justo cuando Flora, con su discreción de siempre, terminaba de cerrar la cremallera lateral de mi maleta de viaje, una maleta que parecía demasiado grande para las pocas cosas que llevaba.
—La dejo en sus manos, señorita Samira —dijo Flora con una sonrisa contenida, sus ojos brillando con una picardía que me hizo pensar que entendía mucho más de lo que decía. Y salió, cerrando la puerta tras de sí con un suave clic, dejándonos solos.
Samira avanzó despacio, sus movimientos gráciles y deliberados. Sin mirarme, se inclinó sobre la cama. Con esa calma tan suya, casi exasperante, abrió la maleta y empezó a sacar la ropa que Flora había doblado. La observé en silencio mientras alisaba cada camisa con las palmas, una por una, como si sus dedos quisieran dejar grabada su huella en mi ropa. El movimiento era sencillo, casi trivial, pero me golpeó directo en el pecho.
—No te rindas todavía—dijo en voz baja, casi para sí misma, su voz suave como el murmullo del viento.
Me apoyé en el marco de la puerta, cruzando los brazos, sin atreverme a interrumpirla. Estaba hipnotizado por la intimidad de la escena.
—No me gusta cómo la dobla Flora —añadió, su tono de voz cambiando a una leve crítica, un detalle personal que revelaba más de lo que pretendía—. Siempre deja las mangas mal acomodadas, arrugadas.
No respondí. Solo la miraba, atrapado por ese gesto tan íntimo y tan peligrosamente familiar. Ella doblaba mis camisas como si fueran suyas, como si esa ropa ya le perteneciera. Con esa calma… con esa familiaridad que siempre terminaba ablandando mi corazón, que deshacía todas mis defensas.
—¿Desde cuándo sabes doblar camisas de hombre? —pregunté, con una sonrisa apenas visible en mis labios.
Ella alzó la vista, sus ojos verdes brillando con un destello desafiante, una chispa de fuego que contradecía su aparente frialdad.
—Desde siempre. No soy una princesa, Grayson. Sé hacer más que tocar un piano. Sé valerme por mí misma.
Me acerqué despacio y me senté en el borde de la cama, a su lado. El colchón se hundió levemente bajo mi peso.
—Lo sé —susurré, mi voz apenas un soplo—. Pero nunca imaginé que verte hacer algo tan simple… pudiera desarmarme así.
Samira bajó la mirada, continuando con la tarea como si mis palabras no la hubieran tocado. Pero vi el leve temblor de sus dedos al acomodar un pantalón, una señal diminuta de la perturbación que mis palabras habían causado.
—No te ilusiones —dijo con una ironía suave, casi un lamento—. Solo quiero que llegues presentable a Londres. No quiero que piensen que te descuido.
Me incliné hacia ella, mi aliento cálido contra su piel. Rozando con mis labios la curva de su mejilla, el aroma a lavanda y su propio perfume me embriagaron.
—No me ilusiono con la ropa —murmuré contra su piel, mi voz ronca—. Me ilusiono contigo.
Samira suspiró, un sonido casi inaudible, pero no se apartó. Permaneció inmóvil bajo mi tacto.
—No sé qué harás sin mí allá —comentó al fin, como si la frase se le hubiera escapado sin querer. Y en cuanto lo dijo, pareció arrepentirse.
—Sobrevivir —respondí, mi corazón latiendo con fuerza—. Pero no quiero sobrevivir, Samira. Quiero vivir. Y quiero vivir contigo.
Ella se quedó completamente quieta. Luego, en un gesto inesperado, dejó de doblar la ropa y apoyó su cabeza contra mi hombro. Fue solo un instante, un suspiro de tiempo, pero para mí significó todo. Era un rendirse, una tregua, un atisbo de algo más allá de la calma prestada.
Acaricié su cabello oscuro, su suavidad bajo mi mano, y cerré los ojos, saboreando el momento. Y pensé, con el corazón latiendo como un loco, una certeza abrumadora:
"Si se queda un minuto más así, nunca podré irme. Nunca."