ESTAMBUL
Toda Turquía solía decir que los Gurkan eran fuego, Elif Aksoy creía que cualquier hombre que formara parte de la Turk también lo era, incluido por supuesto, su odioso y repudiable esposo, Ruzgar Arslan.
Odiaba verlo caminar y respirar. Cada vez que esos descarados ojos se conectaban con los suyos, su estomago ardía en colera y decidía evadirlo como si al solo verlo, todo a su alrededor ardiera en deseos de hacerlo pedazos. No podía decir que no era atractivo, porque definitivamente lo era, pero cada vez que sus ojos seguían sus instintos femeninos de admirar a un hombre, ella recordaba los gritos de su familia mientras el temible Olum los cocinaba vivos, como animales.
Despertar en medio de la noche era un hecho que ella ya consideraba costumbre. Se aferraba a sus sabanas y sus dedos se ponían blancos mientras la tela de seda se humedecía ante sus sollozos, sollozos que eran automáticos al escuchar en su cabeza a su madre siendo asesinada. No lo merecía. No era una mala mujer, nunca lo fue. Su único pecado fue seguir fielmente a su esposo hasta el final e irónicamente terminó muriendo exactamente de la misma forma que él. No había día en que no se dijera, que ella también debía estar muerta.
Estaba sola en el mundo. Su historia de color ahora era gris.
Burak Aksoy, su padre, fue durante muchos años un terrateniente fiel a la Turk, la temida mafia turca que consumía Estambul y cuyo poder era un cáncer que se extendía hasta el gobierno. Sabía que su familia no era una santa, pero ella los amaba y dos años atrás, estaba viviendo una vida hermosa llena de sueños a su lado y disfrutando del dinero y de los placeres que solo la protección de los Gurkan podría otorgar. Nada de eso era para siempre y su cuento de hadas, se volvió pesadilla en un apagar de ojos.
Sus padres y su único hermano mayor habían muerto siete meses atrás después de que la Turk los declarara traidores y Kerem Gurkan decidiera que debían morir entre aquella macabra maquina de tortura que él denominaba su “juguete”, mientras que todos los demás, decidían llamarlo “pesadilla”. El Olum, una vez encendido, era el infierno en la tierra. Tenía la forma de un enorme tigre dorado y aunque parecía una obra hermosa, debido a los detalles, una vez que era encendido todo eso dejaba de tener sentido. Una vez que sus compuertas se abrieron y sus padres fueron dejados dentro, fue encendido. Una flama intensa comenzó a teñir lo dorado de un color rojo vivo y la piel de las personas que alguna vez amó, terminó pegada al metal que, durante largos minutos, los cocinó vivos.
Inclusive presa entre paredes, apreció sus gritos y aquellas suplicas que no pudo escuchar, su mente las creó para volverlas su cruz y tormento nocturno. Pudo haber muerto y si era sincera, lo deseaba más que ser el hazme reír de todos aquellos que vieron a su familia caer. Habría terminado así de no ser porque fue usada como una muestra de “piedad” ¿Quién demonios quería la piedad de aquellos que le arrebataron todo? En aquel momento solo deseó morir y ahora, seis meses después el sentimiento de tristeza se había convertido en ira pura. Cada día despertaba y maldecía a su esposo, porque su presencia siempre sería la prueba innata de aquello que el destino le arrebató.
Ruzgar Arslan era su enemigo, era irónicamente también su marido.
El Meclis aceptó la propuesta de Kerem Gurkan y es que ¿Cómo casar a segundo hombre más poderoso de Turquía con la hija de un traidor no podía ser buena idea? Ambos hombres (Ruzgar y Kerem), usaban el hecho como una muestra de control, pues al final ella no era más que un ratón cuya cola era sujetada por las garras de un tigre y el recuerdo presente ante todos, que, sin importar la fuerza de la sangre, la Turk siempre conservaba el poder y sus pilares.
Llevaba seis meses recluida dentro de las paredes de la imponente casa de seguridad de Ruzgar Arslan, cuya riqueza quedaba impresa en las cortinas brocadas y en el propio diseño de la casa, cual palacio otomano. Se suponía que era la señora de la casa, pero no deseaba serlo. Se limitaba a ser un fantasma que recorría los pasillos ignorando las miradas de los empleados que parecían mirarla con recelo. No era amable. No estaba allí para agradar a nadie, menos si esas personas tenían la indecencia de bajar la mirada cuando la imponente presencia de su esposo aparecía en la casa, cosa que no era seguido, pues los negocios le mantenían ocupado. Si en seis meses de matrimonio estuvo en casa veinte días, estaba exagerando. Elif lo agradecía. Verlo, aunque sea una vez a la semana, le amargaba las cinco siguientes.
—Señora, la cena está lista.
—No tengo hambre—respondió tajante esperando que como siempre, la ama de llaves saliera y cerrada la puerta tras su paso. Elif permanecía acostada, fingiendo que un libro ocupaba la mayor de sus atenciones, a pesar de que las letras habían dejado de emocionarla como en su juventud y ni siquiera una buena historia la sacaba de la vida miserable que estaba llevando.
Un carraspeo la hizo levantar la mirada.
—¿Qué sucede? ¿Hay algo más?
—El señor volvió de Ankara.
—Una pena que siga respirando.
—¿Disculpe?
—Que me alegra que siga respirando—exclamó con todo el sarcasmo del mundo sabiendo que la mujer la había escuchado perfectamente. La ama de llaves, Aysu, ingresó unos pasos en la habitación y cerró la puerta detrás de sí. Sus manos se cruzaron sobre su regazo y decidió intentarlo de nuevo.
—Al parecer hay cosas importantes que discutir y espera plenamente que usted le acompañe a cenar. Hemos cocinado Kebab y Meze. Escuchamos que le gusta la carne de ternero y…