La que cayó del cielo**
En las llanuras antiguas de Eldora, entre montañas que parecían cortar el cielo, se alzaba la fortaleza de la familia Solvard, un linaje tan antiguo como las propias guerras del reino.
Lord Aldren Solvard gobernaba esas tierras con puño firme y mente calculadora.
Lady Nymera Solvard guardaba el conocimiento de los astros y los espíritus.
Sus tres hijos —Draegor, Kael y Lucian— habían crecido entrenando entre acero, magia y responsabilidad.
Ninguno imaginó que esa noche cambiaría el destino de su familia.
La tormenta había cesado, dejando un silencio extraño, casi reverente.
Y entonces, un rayo de luz cruzó el cielo y cayó en los Jardines del Alba —un lugar donde ni los soldados tenían permiso de entrar.
El estruendo fue tan grande que hizo temblar las murallas.
Los Solvard corrieron al jardín.
Y allí, en medio del cráter humeante, estaba ella.
Una mujer.
Desnuda como si hubiera nacido ese mismo instante.
Su piel brillaba con un leve resplandor dorado, y su cabello blanco se derramaba como luz líquida sobre la hierba quemada.
Pero lo más extraño era el símbolo que llevaba entre sus clavículas:
un círculo incompleto, marcado por runas que parecían moverse dentro de la piel.
Lord Aldren levantó la mano para impedir que sus hijos se acercaran.
—No sabemos quién es ni de dónde salió.
Kael frunció el ceño.
—Es una bruja. O una invocación. Algo hecho por magia prohibida.
Draegor, siempre el más agresivo:
—Si es peligrosa, no deberíamos dejarla con vida.
Lucian, en cambio, no podía apartar la mirada.
Había algo en ella… algo que resonaba en lo profundo de su pecho, como una voz conocida que trataba de despertar.
Lady Nymera avanzó lentamente.
—Está viva. Y no tiene heridas… como si el impacto no hubiera tocado su cuerpo.
La mujer abrió los ojos.
Dos orbes dorados, antiguísimos, que no parecían pertenecer a ninguna criatura mortal.
El aire alrededor de ella vibró.
Con voz suave pero solemne, dijo:
—Mi nombre es Nyxara.
Soy la reencarnación del fuego eterno.
El dragón milenario que cayó con el primer amanecer…
Kael se quedó en silencio un segundo antes de fruncir el ceño.
—¿Nix… qué?
¿Nyxana?
¿Nyx… algo?
Draegor soltó una carcajada.
—No inventes nombres raros, mujer. ¿Nyxara? ¿Qué clase de nombre es ese?
Nyxara lo miró ofendida, como si hubiera insultado a una leyenda antigua.
—Es mi nombre verdadero.
Lo llevo desde antes de que los humanos aprendieran a escribir.
Kael hizo un gesto con la mano, como descartando el comentario.
—¿Sabes qué? Eso es demasiado complicado.
Te llamaré… Natasha.
—¿Natasha? —repitió ella, confundida.
Lady Nymera intervino, intentando ser amable.
—Es un nombre más sencillo, querida. Más común. Más… humano.
Nyxara ladeó la cabeza.
—Mi nombre ya era sencillo. Ustedes son los extraños.
Lucian, intentando contener una sonrisa, se acercó un poco.
—¿Está bien si te decimos Natasha por ahora?
Prometo aprender a pronunciar tu nombre verdadero.
Ella lo observó con esos ojos dorados que parecían atravesarlo.
—Llámame como desees —susurró—. El nombre no cambia lo que soy.
Kael bufó.
—Una mujer rara que cayó del cielo, eso es lo que eres.
Nyxara —ahora Natasha para ellos— no discutió más.
Sabía que los humanos tardaban mucho en comprender las cosas verdaderamente importantes.
Pero mientras la guiaban hacia la fortaleza, Lucian no dejaba de mirar la forma en que sus pisadas no hundían del todo la hierba.
Ni de notar cómo el viento parecía apartarse a su paso.
Nyxara…
o Natasha para ellos,
no era humana.
Y aunque nadie le creía…
el mundo pronto aprendería quién había despertado entre los Solvard.