El refugio subterráneo es frío, silencioso y aterrador. Una hilera de luces blancas cae sobre las paredes blindadas, creando sombras largas que parecen perseguirme mientras camino.
Maximiliano no me suelta el brazo. Su agarre es firme, casi como si temiera que vaya a desaparecer. Yo tampoco estoy seguro de no desmoronarme si me suelta.
Llegamos a una sala amplia, custodiada por tres guardias armados. Desde adentro se escucha una respiración entrecortada, pesada… como si alguien estuviera luchando por mantenerse consciente.
El guardia mayor abre la puerta.
—Lo esposamos. Está débil, pero lúcido —informa.
Maximiliano asiente sin apartar los ojos de la puerta.
—Nadie entra ni sale. Nadie —ordena.
Me mira.
Su mirada es un escudo y una tormenta al mismo tiempo.
—¿Estás listo?
—No —respondo, siendo sincero.
Él hace algo inesperado:
Toma mi rostro entre sus manos, apenas un segundo.
Un toque breve, intenso, casi tierno, pero cargado de peligro.
—No te pasará nada mientras yo esté aquí —promete.
Y, por primera vez desde que comenzó todo, le creo.
Entramos.
La sala es pequeña, solo una mesa metálica y una silla donde está sentado el intruso. Sus manos están esposadas, sus ojos hinchados, la boca rota. Es joven, quizá de mi edad. Ojos grises. Y una expresión… aterrada.
Cuando me ve, intenta enderezarse.
—Eres igual… —murmura, con voz rasposa—. Igual que él…
Se me eriza la piel.
—¿Igual que quién? —pregunto.
El intruso sonríe, aunque le cuesta.
—Que tu padre.
Maximiliano da un paso al frente, su mano lista en la pistola.
—Habla —gruñe.
El intruso traga saliva, temblando.
—Yo… no debí venir. Nos mandaron a asustarlos. Solo eso. No a matarlo —señala hacia mí con la cabeza—. No todavía.
Un nudo de hielo se forma en mi estómago.
—¿Por qué me quieren vivo? —pregunto.
Él levanta la mirada hacia mí.
Y ahí veo el miedo verdadero, el que lleva clavado en los ojos.
—Porque tú eres el heredero legítimo —susurra—. El último De la Vega con la marca.
Maximiliano se tensa.
—¿Qué marca? —exijo.
El intruso baja la vista, como si se arrepintiera.
—La marca que tu padre intentó destruir. La que te hace… necesario.
Mi corazón late con golpes secos.
—No entiendo.
El intruso respira hondo y suelta la frase que me parte la respiración:
—Tu sangre puede reactivar el pacto que tu bisabuelo rompió.
Y El Zorro Blanco te necesita para tomar el control absoluto de las rutas.
Sin ti… el pacto no sirve.
Me siento mareado. Las palabras dan vueltas en mi cabeza.
—¿Qué pacto?
—Un acuerdo antiguo —responde el intruso—. Sangre por poder. Poder por dominio. La familia De la Vega era la llave… pero tu padre se negó a continuar. Entonces lo mataron.
Al decirlo, sus ojos se llenan de lágrimas.
—Yo… yo conocí a tu padre. Él me salvó cuando era niño —balbucea—. Y ahora estoy aquí, traicionándolo… Es una ironía horrible.
Maximiliano estalla:
—¡DI EL NOMBRE!
La habitación tiembla con el grito.
El intruso cierra los ojos.
—No puedo…
Maximiliano desenfunda el arma.
Yo doy un paso adelante.
—¡Maximiliano, no! —lo tomo del brazo.
Él me mira, furioso, respirando hondo.
Pero cuando ve mi expresión, su ira se detiene… solo un poco.
—Mateo… —su voz es áspera—. Él fue enviado para secuestrarte. No le debes nada.
—Pero sí me debe respuestas —respondo.
Miro al intruso.
—Dime quién lo dirige. Quién quiere mi sangre. Quién mató a mi padre.
El intruso tiembla.
—Si digo su nombre… estoy muerto. Aunque sobreviva esta habitación.
Maximiliano aprieta el arma con más fuerza.
—Entonces muere con la conciencia limpia —sentencia.
—¡Maximiliano! —grito otra vez.
Pero es tarde.
El intruso levanta la mirada hacia mí. Sus ojos grises ya no muestran miedo.
Sino resignación.
—El Zorro Blanco… no es un hombre. Es un título.
Pero el actual portador…
Traga saliva.
—Es alguien que tú conoces, Mateo.
Mi pecho se cierra.
—¿Quién?
Un segundo eterno.
El intruso abre la boca.
—Su nombre es…
Un disparo atraviesa el vidrio desde afuera.
La cabeza del intruso cae hacia adelante, inerte.
Grito.
Retrocedo.
La sangre salpica la mesa.
Maximiliano me envuelve con su cuerpo, cubriéndome mientras apunta hacia la ventana destrozada.
—¡FRANCOTIRADOR! —grita a los guardias—. ¡SAQUEN A MATEO!
Mis oídos zumban.
Mis piernas tiemblan.
Todo gira.
El hombre que iba a decirme quién mató a mi padre…
acaba de ser silenciado.
Delante de mí.
Maximiliano me aprieta la nuca, obligándome a bajar la cabeza.
—Te tengo —susurra con voz grave y temblorosa—. Te tengo, Mateo. No voy a dejar que te toquen.
Pero no puedo escucharlo.
Solo puedo pensar en una cosa:
Ese francotirador sabía exactamente cuándo disparar.
Y sabía que yo estaba aquí.
Alguien dentro de esta casa…
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