Mi cuerpo temblaba. Mis manos se deslizaban por su torso, su abdomen. Y bajaron. Le desabroché el cinturón con furia. Toqué. Lo sentí duro, palpitante. Mi mano lo envolvió y él gimió como un animal herido de placer.
—No te vayas —me suplicó en mi oído—. Dime qué quieres, qué carajos quieres y lo hago.
—Te quiero a ti —le respondí, con la voz temblorosa pero clara.
Él se pegó más. Se restregó contra mí. Mi entrepierna ardía. Yo ya no pensaba. Solo sentía.
—Dímelo otra vez —dijo mientras lamía el contorno de mi pezón.
—Te quiero a ti, idiota.
—Entonces quédate. Quédate esta noche.
—¿Y Celeste? —solté, aunque no quería hablar de ella.
—Que se vaya al infierno —espetó—. Solo estaba aquí por Niklas. Nunca ha significado nada.
Y me volvió a besar. Y yo lo besé de vuelta. Más fuerte. Más
