Me senté de nuevo y me pasó el plato. Caliente, humeante, con ese aroma que solo la lasaña barata de microondas puede tener… y que igual sabe a gloria cuando estás emocionalmente drenada. Tomé otro trago de cerveza antes de empezar.
—Bueno —murmuré con la boca medio llena—. Hoy ya no podré ir a la clínica.
—¿Por lo de Mathis?
Lo miré. Asentí. Luego negué con la cabeza. Después encogí los hombros. No sabía qué carajos quería decir con eso, pero era algo así como “sí, no, no sé, déjame en paz”.
—Mamá, como siempre —agregué después de tragar.
—Lo sé —dijo él, y luego bajó la voz—. Mathis se estaba encariñando contigo…
Eso me hizo levantar la vista.
—¿Qué?
—Lo noté. Se ponía raro cuando hablabas, cuando te ibas, cuando Ana llegaba y tú no estabas.
Tragué saliva. Me sentí estúpida. ¿Ma
