El ambiente se volvió helado en cuanto apareció Niklas. Su porte habitual de doctor perfecto se había esfumado; en su lugar estaba un hermano mayor poseído por una furia contenida. Caminó a paso firme, y sin detenerse un segundo, tomó a Liliane del brazo.
—Nuestros padres están furiosos —espetó entre dientes—. Vámonos.
Ella intentó zafarse, pero él la sujetó con fuerza, tanto que la vi hacer una mueca de dolor.
—Niklas, me estás haciendo daño —murmuró ella, pero su voz quedó ahogada por la tensión que se desataba como tormenta eléctrica.
Yo los seguía de cerca. Nadie dijo una palabra. Saskia iba con la mirada clavada al suelo, su silueta tensa como si supiera lo que se avecinaba. Entramos todos al auto. Liliane no dijo nada, pero su cuerpo hablaba: se había encogido en el asiento, como si quisiera desaparecer.
El silencio en el coche pesaba como plomo. Mi respiración era rígida, mis manos cerradas en puños sobre las rodillas. Niklas no paraba de apretar el volante, como si quisiera arrancarlo del tablero. En un momento, miré a Saskia buscando respuestas, pero ella bajó la mirada, incapaz de sostener la mía.
Cuando llegamos a la casa, todos descendimos sin decir una palabra. Niklas dio una orden clara:
—Saskia, Mathis... esto es familiar. Demasiado personal. Váyanse.
Su voz temblaba. Nunca lo había visto tan nervioso. Se giró hacia mí y, para mi sorpresa, dijo:
—Dame tu camisa.
—¿Qué?
—Liliane está en traje de baño.
Asentí. Me la quito sin pensarlo y se la pasé. Saskia ya iba alejándose hacia la entrada.
—Vámonos —dijo.
—Mis cosas están dentro —alcancé a decir.
Niklas se volvió de golpe, su rostro completamente rojo.
—Mierda. Desaparezcan. Por favor.
Lo miré, confundido, molesto y preocupado al mismo tiempo. Liliane, ya cubierta con mi camisa, me miró con algo parecido a la resignación. Sus labios se curvaron en una sonrisa helada.
—Mathis, es mejor que se vayan. El espectáculo que está por suceder es grande. No lo soportarán.
Ella estaba... tranquila. No, no tranquila: resignada. Su voz tenía una calma que dolía más que el grito.
—¿Qué pasa? —le pregunté a Niklas, con el corazón en la garganta.
Él negó con la cabeza.
—Luego les contaré. Ahora mi hermana debe presentarse ante...
Saskia me interrumpió, la voz apenas audible:
—La van a casar.
—¿Qué? —mi voz salió rota, rápida.
—No hagas preguntas. Las personas que están dentro... —hizo una pausa—, no son para discutir con ellos.
—No. No nos vamos —dije de inmediato, más alto de lo que quería.
Niklas no dijo nada. Solo tomó de nuevo a Liliane por el brazo y entraron a la casa.
Me quedé petrificado. Saskia se puso frente a mí.
—Es una mala idea quedarte, Mathis. Los padres de Niklas no van a permitir que alguien como tú... que cualquiera de nosotros, vea lo que va a pasar.
—¿Alguien como yo? —repetí, ofendido.
En ese momento, una de las chicas que trabajaban en la casa se nos acercó con nuestras cosas. Mi mochila, mi reloj, la chaqueta que había dejado en el estudio. Saskia recibió su bolso con una mueca amarga.
—¿Ves? Te lo dije. No nos quieren aquí.
La frustración me estallaba por dentro.
—¿Cómo que la van a casar? ¡¿Qué mierda es esa?! ¡Es una niña que acaba de salir de un encierro de diez años!
Saskia asintió con pesar.
—La estaban preparando. Como una princesa para un contrato de paz. Quieren casarla. ¡Y rápido!
Me sentí como si me hubieran metido una piedra en el estómago. Todo tenía sentido de golpe. Las miradas, los silencios, el miedo de Niklas, la tranquilidad tóxica de Liliane.
—Es mejor no meternos, Mathis —dijo Saskia con voz grave.
La miré. Quise asentir. Quise decirle que tenía razón.
Pero no lo hice.
—Me voy... —murmuré, dando un paso atrás.
Ella asintió.
Y justo cuando me giraba, una punzada de rabia me sacudió.
—No —dije, dándome vuelta de nuevo hacia la entrada—. No me voy a ir. Esto sí me incumbe. Me incumbe demasiado.
Ella me detuvo con suavidad, poniendo una mano pequeña sobre mi brazo.
—No, si quieres, esperemos afuera… o vayamos a la alberca. De verdad, Niklas está nervioso, y menos estamos presentables para ese “circo”.
Me quedé en silencio. La tensión se me metía en el cuerpo como una fiebre. No sabía si quería quedarme, para protegerla… o para no dejarla.
—Está bien —dije finalmente, soltando el aire como si dejara ir un mal presentimiento—. Me voy. Pero tú debes entrar. Eres la prometida de Niklas, tienes derecho a estar ahí.
Saskia me miró con ese rostro entre la culpa y la resignación. Asintió.
—Te juro que te cuento todo apenas salga —prometió.
Le sostuve la mirada unos segundos más y asentí. Me di la vuelta, caminé hacia el auto y sentí cómo mis pies pesaban como si cada paso me arrancara una parte del alma. Saqué las llaves de la mochila con rabia contenida, abrí la puerta, me metí al asiento del conductor, y en cuanto la cerré con un portazo, exploté.
—¡Mierda! —rugí, golpeando el volante con la palma abierta.
Mi respiración se aceleró, los dientes apretados. No sabía por qué me afectaba tanto. No tenía derecho. No tenía ningún maldito derecho de sentir esto.
Ella no es mía.
Es la hermana de mi mejor amigo. Una chica con veinte años recién cumplidos, criada en un internado, que no sabe nada del mundo real. Y yo soy un hombre de treinta, con un trabajo de responsabilidad, una vida construida a base de disciplina.
Y sin embargo… maldita sea, el roce de su piel contra la mía aún me quemaba los dedos.
Ella es una mujer. Explosiva, salvaje, curiosa, desbordante de vida… y me había metido en la cabeza como una droga. Como un veneno dulce. No quería aceptarlo, pero ella me afectaba. Demasiado.
Encendí el motor sin pensar mucho más y conduje con el piloto automático mental activado. En minutos llegué a mi casa, frente al lago. El cielo ya estaba comenzando a teñirse de naranja pálido. Ni siquiera había notado el paso del tiempo.
Talia, mi ama de llaves, salió al escuchar el auto.
—Buenas noches, señor Keller —dijo con una sonrisa amable—. ¿Todo bien?
—No quiero llamadas —espeté, sin mirarla del todo mientras pasaba por su lado—. Voy directo a mi habitación.
—¿Le preparo algo de comer? —preguntó con cautela.
—No. Nada. Solo descanso. Gracias, Talia.
Cerré la puerta de mi habitación tras de mí y dejé caer la mochila junto a la cama. Todo en la habitación era moderno, elegante… pero ahora me parecía estéril. Frío. Vacío.
Me hundí en el colchón y me tapé los ojos con el antebrazo.
Mañana tenía que estar en la clínica a primera hora. Visita de pacientes, revisión de informes pediátricos, junta con los residentes. Todo normal. Todo… supuestamente bajo control.
Pero mi cabeza solo estaba en un punto: Liliane.
Recordé la manera en que Niklas la agarró del brazo. Su expresión de dolor. Su intento de hacerse la fuerte. Y la frase que lanzó justo antes de entrar:
“Es mejor que se vayan. El espectáculo será tan grande que no lo soportarán.”
¿Qué demonios significaba eso? ¿Quién se supone que estaba dentro de la casa? ¿Qué estaban obligándola a hacer?
¿Y por qué ese maldito nudo en el pecho me apretaba como si fuera yo el que estuviera atrapado?
Me giré en la cama, inquieto, sudando aunque la noche era fresca. Pasé los dedos por mi cabello, tirando un poco, como si con eso pudiera arrancarme los pensamientos.
No debía sentirme así. No debía involucrarme. Pero ya lo estaba. Hasta el cuello.
Esa chica me había sacado del eje con un solo día.
¿Y si realmente la quieren casar? ¿Con quién? ¿Qué clase de padres hacen eso? La palabra "arreglar" me sonaba como una condena. Una jaula con flores. Una vida impuesta.
No lo permitiría.
Aunque Niklas fuera mi mejor amigo.
Aunque tuviera que enfrentarme a quien fuera.
No podía quedarme al margen si Liliane iba a ser sacrificada como una princesa de cuentos medievales. Y no porque fuera mi deber. No porque necesitara salvarla.
Sino porque no soportaba la idea de que otro la tocara.
Me levanté de la cama con brusquedad, fui al baño, me lavé el rostro con agua helada. Al mirarme en el espejo, vi mis ojos encendidos. No era deseo. Era algo más.
Era necesidad.
Era enojo.
Era una atracción de esas que te cambian el eje del universo.