Eso fue todo. Mi cerebro explotó. Mis manos se deslizan entre sus piernas, y ella se abre más, se mueve más, su aliento es un poema entrecortado que me repite que me desea, que me extraña, que me necesita. El coche se llena de niebla. De sudor. De pasión contenida. De gemidos sordos. Ella empieza a mover sus caderas contra mí, con un ritmo lento y delicioso. Me está castigando. Me está enseñando que también tiene poder. Pero no lo sabe, no entiende, que ya no hay vuelta atrás. —Mathis… —susurra con voz temblorosa, justo cuando mis dedos acarician su intimidad por encima de su diminuta ropa interior—. Esto no estaba en el guión de la fiesta… —Tu fiesta cambió de escenario, diabla —respondo—. Bienvenida al infierno. Y ahí, en ese auto estacionado frente al lago, entre árboles oscuros

