La tenía debajo de mí, rendida, sin nada, su pecho agitado y la mirada cargada de fuego. Había dejado de hablar. Ya no se burlaba. Ya no jugaba a provocarme. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era provocación pura. Desde esa respiración entrecortada hasta cómo se arqueaba buscando mi cuerpo como si le faltara el aire cuando no me tenía encima. Mis manos la sujetaron con fuerza por las muñecas, y las llevé por encima de su cabeza, atrapándolas contra el sofá. Quedó expuesta. Vulnerable. Mía. Justo como la imaginé desde el momento en que cruzó esa maldita puerta con el traje rojo. —No vas a decir nada ahora, ¿verdad? —murmuré con voz grave, acercando mi rostro al suyo, lo suficiente para rozar sus labios, pero sin besarla—. Ya no estás tan valiente. Ella solo me miraba. Pupilas dilatadas

