Mi salvador

1358 Words
+++ Luego de unos minutos, mis padres y los padres de Viktor se levantaron, con sus copas en alto, con esa elegancia heredada y estirada, y se marcharon al comedor, charlando sobre vinos, herencias y nombres de familia como si estuviéramos en 1840. Yo me quedé en el salón, plantada como una estatua de museo, con la sonrisa tensa, y con Viktor a mi lado. Mis tacones comenzaban a dolerme, y el corazón me latía a mil. Él me miró de reojo, y se acercó a mí con paso ligero. Se plantó a escasos centímetros, esa distancia justa entre la complicidad y el secreto, y me dijo, con esa voz baja pero decidida: —¿Estás de acuerdo en que finjamos todo este show? Lo miré fijamente. Sus pestañas eran absurdamente largas para ser un hombre. —Sí —dije sin rodeos—. Pero, sácame de una duda primero, por favor. —¿Cuál? —Dime algo con sinceridad, Viktor… ¿Tú eres un macho que me va a partir la papaya? Se atragantó con su propia saliva. Literal. Empezó a toser de la risa, y yo tuve que taparme la boca para no largarme a carcajadas también. Apretó los ojos con fuerza y luego me miró con esa expresión mezcla de asombro y deleite. —Me agradas, Liliane Von Riedel —me dijo entre risas—. Eres una pervertida encantadora. Y no, no voy a reventarte nada, mucho menos la papaya. Me gustan otras cosas… cosas que probablemente te harían escupir el té si te las cuento. —Oh, vamos, sorpréndeme. Estudié con inglesas diez años, nada me escandaliza. —Mis padres no aceptan lo que soy. Porque si lo hicieran… —se encogió de hombros—, me cortan las pelotas. Literal. Así que mejor fingimos. Me salvo yo, te salvas tú. Lo observé en silencio. Su sinceridad me desarmaba. —¿Eres feliz, Liliane? Me dolió la pregunta. Mucho más de lo que esperaba. —No —confesé con un nudo en la garganta—. Mis padres me controlan. Me criaron como una muñeca de porcelana encerrada en un estante inglés. Diez años en un internado. Y ahora regreso, y sin preguntar nada me preparan como un plato fuerte para una cena de poder. Me quieren casar, exhibir, vender… No tengo voz. Él asintió con comprensión. No lástima. Comprensión real. —Hagamos algo, y espero que seas discreta. Que pueda confiar en ti —dijo, acercándose más—. Hagamos una tregua, un pacto entre prisioneros. Aceptamos este matrimonio. Fingimos todo. Pero cada uno es libre. Tú haces tu vida, yo hago la mía. Aventuras, pasión, locura. Lo que quieras. Seremos libres juntos. Lo miré con intensidad. —¿Y si quiero escaparme? —Si lo haces, te buscarán. Tus padres no se detendrán. Y te buscarán hasta casarte con alguien peor que yo. Créeme. Yo soy el mal menor. —Mierda… —maldije por lo bajo—. Me agradas tú. Y sin pensar, sin medir, sin racionalizar… lo besé. Rápido. Ligero. Apenas un roce. Pero lo hice. Y justo después, me incliné hacia su oído, susurrando: —Mi hermano nos está mirando. Hay que fingir bien, aunque luego corras a lavarte los dientes. Él se rió bajito. —Jamás me lavaría la boca después de besarte, perra. Me caes bien. Solo piénsalo. Seremos libres. Y nadie sospechará nada. —No tengo nada que pensar —dije—. Solo espero que no me mientas. —Haremos un pacto. Y el símbolo será el anillo que te daré —dijo, solemne, como si sellara un trato mafioso. Asentí. Y justo en ese momento, mis padres regresaron con los Popov y nos llamaron para la cena. Nos levantamos. Viktor tomó mi mano con delicadeza, y caminamos hacia el comedor como si fuésemos la pareja perfecta que el mundo entero esperaba. Como si no acabáramos de hacer un trato que destruiría todas las expectativas. Nos sentamos en una mesa larga, brillante, cubierta de candelabros y platos de porcelana fina. El aroma de pato al vino tinto llenaba el aire, pero yo no sentía hambre. Sentía un enorme vacío en el estómago. Un presagio. Los padres de Viktor comenzaron a hablar sobre la propuesta de matrimonio. Usaban palabras como “unión estratégica”, “beneficio para ambas partes”, “consolidación del legado familiar”. Sonaban más como banqueros que como suegros. Mis padres, por supuesto, asentían como si hubieran estado planeando todo esto desde que nací. —Luego de la boda —decía el padre de Viktor—, podrían ir a Moscú. Tenemos propiedades allá, podrían establecerse mientras supervisan nuestros hoteles. —O podrían quedarse en Lucerna —intervino mi madre—. Tenemos la villa del lago. Es más adecuada para jóvenes recién casados. —Y la luna de miel —dijo la señora Popov—, ya está siendo planeada. Esperamos que les guste Santorini. Yo solo miraba a Viktor, intentando no reír. Él también me miraba, con los ojos entrecerrados como diciendo: “¿te das cuenta del circo?” Mi hermano estaba en silencio. Tenso. Con los nudillos blancos de apretar tanto los cubiertos. Y entonces… apareció ella. Saskia. Mi cuñada. Su prometida. Tan bella como un comercial de perfume caro. Vestida de seda, con los labios rojos y esa mirada afilada que parecía decir: “yo aquí mando”. Se sentó junto a Niklas, y antes de que alguien dijera algo, él, mi querido hermano, habló. Con voz seca, pero clara: —Será pronto la boda. Mi padre lo miró con un gesto que lo podía matar. Y entonces, el señor Popov dijo, sin titubeo: —Tiene que ser en un mes. Mi tenedor tembló en mi mano. Tragué saliva. Un mes. Un mes para que todo esto fuera real. Un mes para casarme con alguien que ni siquiera era lo que fingía. Un mes para que mi vida dejara de ser mía. Y entonces lo supe. Los padres de Viktor… lo sabían. Sabían perfectamente que su hijo no era “el varón” que vendían. Que el compromiso era más una tapadera que una boda real. Lo sabían… y aún así, presionaban. Porque todo esto no era amor, ni familia, ni legado. Era control. Poder. Fachada. Y ahora, yo formaba parte del gran espectáculo. Miré a Viktor. Él lo entendió. ++++++++++ Luego de una cena larga, interminable, forzada, y tan ceremonial que me daban ganas de meterme debajo de la mesa, comenzó el desfile de planes de boda. Desde el color del vestido hasta la lista de invitados. Desde el lugar de la recepción hasta la cantidad de flores por mesa. La señora Popov hablaba como si esto fuera una cumbre política internacional, no una boda. Y yo ahí. Sentada, con el tenedor entre los dedos, sonriendo con los labios, no con los ojos. Fingiendo una tranquilidad que no tenía. Viendo a Viktor, que con cada sorbo de champán parecía querer fundirse con el respaldo de su silla. Pobre. Si yo quería salir corriendo, él seguro ya estaba escribiendo su carta de huida mental en ruso. Mierda... Y aun así, me encontraba disfrutando algo de esto. No por la situación. No por el hecho de ser el "producto estrella" de una negociación ancestral entre apellidos cargados de escudo nobiliario. No. Era porque Viktor, con su sarcasmo elegante, con su forma tan peculiar de entenderme sin palabras, sí me entendía. Quizás era mi alma gemela, no como amante, sino como cómplice. Y eso, francamente, me daba un poco de alivio. Al final, los padres de Viktor se pusieron de pie, satisfechos como si hubieran cerrado un trato millonario en la Bolsa de Zurich. —Es hora de irnos —anunció el padre, con tono firme. Los demás también se levantaron. Mi madre soltó una risa breve, mi padre dio un par de palmadas diplomáticas y todos comenzaron a intercambiar palabras de despedida. Yo me acerqué a los Popov con la sonrisa que mejor me salía: educada, encantadora, vacía. —Gracias por venir —dije—. Que tengan buena noche.
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